jueves, 20 de septiembre de 2018

Por qué leo a Juan José Arreola



Por: Martín Solares

Mi amigo, Héctor González, me invita a decir qué opino sobre Juan José Arreola. Lo comparto aquí.

La primera vez que leí un texto de Juan José Arreola tuve la impresión de presenciar un torrente atronador, de ningún modo reciente ni transitorio, sino universal y muy vivo, que venía desde lejos: me pareció un relato majestuoso, hecho para perdurar, uno que ahondaba en las fuentes mismas del idioma, lo revivía y lo mezclaba con materiales tan ajenos como la publicidad norteamericana y las novelas de Franz Kafka. Soy un admirador devoto de la seguridad y puntería con que Arreola diseñó ya no digamos sus cuentos sino cada una de sus frases, de la resonancia que consiguió con las palabras que invocaba, de su erudición natural y ese humor incendiario que consiguió en prácticamente todos sus escritos, incluso los que fingen ser dolientes y llorosos, pero los guardamos en la memoria como una lección de ironía.

Más que a entrevistarlo, fui a admirar su ingenio a Ciudad Guzmán, mientras él ofrecía una de sus legendarias improvisaciones literarias. Cuando pensé que me había equivocado de tiempo y de lugar y me disponía a retirarme, Arreola subió a todo motor una pendiente muy inclinada en su motocicleta y se estacionó frente a mí. Además de una cazadora de cuero y botines dignos de El conde de Monte-Cristo, usaba unos anteojos de diseño punk, que según él, eran lo que mejor protegía sus ojos cuando salía a hacer las compras. Porque me detuve a admirar un tablero de ajedrez en su antesala, la charla que iba a durar quince minutos duró una mañana, y lo que iba a ser una conversación periodística se transformó en un monólogo rutilante, en el que un hombre que vivía para las palabras, y amaba lo que estas provocan al combinarse, demostró cómo solía extraerlas de lo más profundo del idioma y de la memoria (o de esa memoria que es el idioma). Entonces me permitió presenciar, mientras se excusaba por la brevedad que tendría nuestra entrevista, cómo se emocionaba con las palabras al ver lo que suscitan y habló de sus tímidos intentos por echarlas a flotar en una especie de río, a fin de mantener con vida esa necesidad de belleza y expresión que para él era la literatura.

Más tarde, cuando él se mudó a Guadalajara, fui a visitarlo tres o cuatro veces para convencerlo de visitar a un grupo de lectores suyos que nos reuníamos en el Roxy. Acudí puntualmente a cada cita con él, pero en cada una de ellas dijo que no podría asistir, y nos dejó plantados, pero me ofreció una generosa explicación, que duraba en promedio una hora con cuarenta minutos, y era una cátedra mitad ensayo y mitad relato sobre cómo formular una excusa convincente y rebosante de virtudes literarias. La literatura era eso que Arreola compartía cuando se excusaba por no hacer más literatura.

Más que su estilo, o su manera de conducir motocicletas, ambos inimitables, he suplicado que el ángel que le dictó sus mejores textos en Zapotlán vaya alguna vez a visitar la imaginación de los novelistas que lo leímos en Tampico. Pero como saben quienes han leído a Ray Bradbury, a Italo Calvino, a Marcel Schwob, a Kafka, y al mago de Zapotlán, muy pocos autores significan una dosis de literatura garantizada en cada ejercicio, y Juan José Arreola es uno de ellos. Sería inútil pretender que algo de ese genio se trasmine algún día a nosotros, sus lectores, pero como ocurre con Augusto Monterroso o con Jorge Luis Borges, a Arreola lo volveremos a leer cada vez que flaquee nuestra fe en la literatura.

Admiro y recomiendo examinar su capacidad de invención verbal, de invocar en cada uno de sus textos y de sus intervenciones en público las palabras exactas y extravagantes que iluminan la riqueza, la profundidad y la resonancia que puede adquirir la lengua que hablamos a diario, habituados a permanecer en la planta baja del idioma. Arreola, por su parte, bajaba y subía a todos los pisos e incluso se mudaba largamente a edificios de otras latitudes. Es uno de los pocos autores que sorprenden con su estilo aéreo de trabajar el lenguaje: sus asociaciones son tan inesperadas, sus conclusiones tan perfectas que uno puede reír o iluminarse con el más sencillo de sus juegos de palabras, con un adjetivo imprevisto.

Los textos de Arreola son literatura vertical: lejos de ascender en diagonal, como las novelas, sus confesiones, anuncios y relatos saltan en línea recta de las manos del autor a lo más alto del espíritu y se quedan allí, para iluminar al lector.

Confabulario y Bestiario son las obras de Arreola que me deslumbraron de modo permanente. Pero defenderé en un duelo de ser necesario que su genio puede apreciarse en cada una de sus intervenciones televisivas o radiofónicas, siempre desconcertantes y hermosas, sin importar de qué hablan, pues cada vez que Juan José Arreola tomaba la palabra, la literatura respiraba.

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