martes, 18 de diciembre de 2018

La muerte en México tiene mucho que decir



Por: Ricardo Quiroga

La exposición Momias. Ilusiones de vida eterna, que desde el pasado 13 de diciembre está abierta para el público en el Museo de El Carmen, más que un simple recorrido por los restos momificados de manera natural de personas halladas en México en sus distintas edades, es una oportunidad sin precedentes en la que convergen la antropología física, la arqueología y la historia como disciplina para echar un vistazo al ideario prehispánico y novohispano sobre la transición a la muerte.

La muestra fue concebida en dos grandes secciones que son precedidas en la recepción de la sala de exposiciones temporales del recinto por la escultura de Mictlantecuhtli, el señor del mundo de los muertos, que regularmente está bajo la custodia del Museo del Templo Mayor, elaborada en cerámica de acuerdo con la concepción del tamaño natural de un ser humano, con el hígado, un órgano vinculado con el inframundo, pendiendo del tórax.

La pieza mira de frente con el óleo sobre tela “Alegoría de la muerte”, que el artista Tomás Mondragón realizó en 1856 y muestra el retrato de una mujer mexicana de alta sociedad, cuyo cuerpo está dividido en dos mitades: mientras que una muestra a la mujer ataviada con un hermoso vestido y rodeada por perfumes, un espejo y demás objetos de belleza, la otra mitad está en los puros huesos y despojada de toda posesión. La línea que divide el cuerpo vivo de la mujer y su esqueleto es una hilo rojo, el hilo de la vida, sostenido por una mano que emerge desde el cielo, y, en la otra mano, sostiene una tijera lista para cortar esa delgada línea que separa la vida mundana de la trascendental.

El ideario de la muerte

La primera sección es un estudio, con una museografía a detalle y explicativa, de cómo tanto las sociedades prehispánicas como las del México virreinal asumían la muerte y sus distintas maneras de abordarla. Hay piezas prehispánicas, como la máscara cráneo con aplicaciones en los ojo de concha y pirita, también prestada por Templo Mayor; pero también obras enigmáticas como un “Políptico de la muerte” (siglo XVIII) pintado al óleo sobre tela y madera con ilustraciones y textos relativos al llamado “buen morir”, un hábito didáctico surgido en Europa a partir de las grandes epidemias, entre los siglos XIV y XV, para preparar a los hombres para morir todos los días; prueba de ello son los dos libros también en exhibición: Preparación para la muerte (Barcelona, 1842) y La dulce y santa muerte (Sevilla, 1779).

Ahí mismo se presenta una comparativa, con dos esqueletos humanos, entre el tratamiento del cuerpo en la etapa colonial y en el México antiguo: mientras que el esqueleto novohispano está depositado de forma horizontal y no se acompaña por ningún bien, los restos del entierro prehispánico muestran a un individuo en posición fetal y acompañado por objetos como jarros de agua y telas para su protección durante el trayecto mitológico al Mictlán, al final del cual, se creía, el fallecido debía presentar una ofrenda para el señor del inframundo, misma que también solía depositarse junto al finado, quien debía cruzar nueve niveles durante cuatro años, mismos en los que la familia debía seguir rindiendo ofrendas para favorecer la buena travesía del ser querido.

Preservadas naturalmente

La temperatura de la segunda sección tiene un estricto control. Ahí yacen los 17 cuerpos momificados de manera natural, procedentes de distintas épocas y hallados en Chihuahua y Zacatecas, así como una más hallada en la Sierra Gorda de Querétaro y célebre por ser una de las momias mexicanas más antiguas: Pepita, el ejemplar de una niña de aproximadamente dos años y medio de edad que habitó la región aproximadamente en el año 2,300 a.C. y en la que todavía es posible reconocer parte de sus pequeños dedos retraídos de las cuatro extremidades o la piel corrugada de las plantas de los pies.

También se pueden conocer los distintos tipos de bultos mortuorios que se estilaban en el México prehispánico, entre ellos el que los rarámuris elaboraban con veneración con petates de fibras naturales utilizados para amortajar el cuerpo y así poder anudarlo con cordeles de cabello humano, como era una obligación en dicha cultura.

Hay momias de niños y adultos, sepultados en la época colonial, que dicen mucho de las creencias religiosas, de la vestimenta y de la solemnidad con la que se llevaban a cabo los rituales mortuorios.

Destaca el cuerpo de una mujer adulta que porta un velo de seda con encaje de patrones florales del que todavía se aprecia lo fino del bordado e incluso el brillo de la tela, así como las orillas de terciopelo y las enaguas de algodón. Lo mismo sucede con la momia hallada en el Templo de Santo Domingo, en Zacatecas, de una niña de cinco años ataviada con seis prendas cubiertas por una capa negra, de la cabeza hasta las pantorrillas, decorada con flores blancas de papel, perfectamente conservadas, tanto como la corona de papel que le fue puesta el día de su entierro para aludir a la Virgen Dolorosa.

Esta parte de la muestra está enriquecida, además, con dos relicarios con los restos óseos de San Bonifacio y San Fulgencio, los cuales comenzaron a viajar a la Nueva España desde el siglo XVI, procedentes del Vaticano, con el objetivo de consolidar los templos que gradualmente se fueron construyendo en el Nuevo Mundo.

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