lunes, 14 de julio de 2014

Aurora Agüeria o De la juventud y la pasión como un estado del espíritu

 
 
Por: Oscar Flores
 
Lo que en la juventud se aprende, toda la vida dura.
Francisco de Quevedo (1580-1645)
Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión.
Friedrich Hegel (1770-1831)
Dios no ha de forzar nuestra voluntad; toma lo que le damos;
mas no se da a sí del todo hasta que nos damos del todo.
Santa Teresa de Jesús (1515-1582
)

 
Aurora Agüeria (1935-2014) daba la impresión de ser una mujer eterna, una fuente inagotable de vitalidad, de alegría de vivir. Era una mujer y artista en cuyo corazón ardió la flama eterna de la pasión por la danza.

 Estas líneas no serán un recuento anecdótico de su brillantísima y vasta trayectoria por el mundo de la danza clásica, moderna y contemporánea en México, ni de sus numerosos y bien merecidos reconocimientos de los que han dado constancia de manera fragmentaria los obituarios y notas periodísticas de su fallecimiento.

Séame permitido, en cambio, un recuento más íntimo, una modesta hipótesis del motor que animó toda su trayectoria artística.

 Pocas, muy pocas son las personas de las cuales puede afirmarse, sin caer en la retórica, que la danza era su vida. Y Aurora fue una de ellas. La conocí por primera vez viéndola bailar en los escenarios del Distrito Federal. Fue una bailarina de sobria técnica, cuyo desempeño escénico se enriqueció en forma admirable por su manera de moverse vehemente, emotiva y dramática.

Años más tarde coincidimos en varias ediciones del Festival de Danza Contemporánea de San Luis Potosí, ambos convidados por Lila López, la creadora de este evento anual. Luego en un viaje a Colima donde la Universidad de Colima le hizo un homenaje, gracias a los buenos oficios de Rafael Zamarripa. Y tiempo después a lo largo de su colaboración con Danza Contemporánea Universitaria y Raquel Vázquez.

En este lapso, pude darme cuenta que Aurora Agüeria se erigió en una artista excepcional no sólo por su refinado oficio de bailarina, su solvencia coreográfica o sus dotes de maestra.

 Había algo más, algo único que incluso bailarines de su generación tuvieron con otras características y que generaciones posteriores fueron perdiendo de manera francamente alarmante.

 Me refiero a ejercer la danza como un Acto de Fe. Es decir, creer en la danza como un medio válido para acercarse a la Verdad, de una forma dinámica y vital de existir y concebir la vida.

 Y el origen de esta manera de entender la danza y la existencia proviene de su maestra: Magda Montoya. Y Lila López y Aurora Agüeria, acaso sus discípulas más destacadas nos mostraron que el mismo principio pudo hacer fértiles múltiples caminos.

 En el caso de la primera creando lo mismo instituciones (sean compañías y festivales de arte), así como coreografías. Para Aurora, corporeizar los principios a través del ejercicio del intérprete, la maestra y la creadora.

 Aurora nos mostró a lo largo de su vida que se debe aspirar siempre a lo más perfecto, que el bailarín debe observar estricta disciplina para alcanzar la plenitud, siempre bajo el amparo de virtudes cardinales como la humildad, el trabajo constante, la congruencia y la reflexión.

 La Güera no pontificaba ni buscaba la conversión de almas. Estuvo convencida que ser un bailarín debe ser una decisión consciente y personal. Ella vivió bajo sus convicciones y, si acaso, predicó con el ejemplo.

 Su devoción a la danza nunca fue un dogmatismo seco y estéril. Su alegría de vivir fue patente, tanto como admirable concepto de la amistad. ¡Hasta siempre Aurora! Gracias por mostrarnos una manera luminosa de vivir con y a través de la danza.


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