De entre las múltiples
tradiciones que en este país surgen y se desarrollan en relación con la
gastronomía, el Pan de Muerto es una especial, porque asociado a la celebración del Día de Muertos,
sus raíces en nuestra cultura son fruto del mestizaje entre los pueblos
originarios y aquellos que llegaron de Europa para marcar el futuro de las
sociedades producto de tal choque; así, este pan no es de consumo cotidiano
(aunque puede prepararse desde julio) y aunque la festividad se celebra a
principios de noviembre, en cada región se prepara de maneras distintas y su
producción se concentra, por lo general, en el Centro y Sur del país, a pesar
de que se le conoce a nivel nacional y diferentes franquicias ponen a
disposición de sus clientes sus “versiones” de esta delicia azucarada.
De acuerdo con investigadores del Instituto
Nacional de Antropología e Historia (INAH), el Pan de Muerto tuvo su origen en
la época de la Conquista; inspirado por los rituales prehispánicos y sus
símbolos (lo que se refleja en los detalles de su estructura), no es extraño
que este “pan de fiesta” se haya integrado a las ofrendas tradicionales para
celebrar a los difuntos durante la noche del 1 al 2 de noviembre.
Lo anterior, porque su elaboración deriva de
una época en la que los sacrificios humanos se celebraban por parte de los
pueblos originarios de esta zona de América y, cuando llegaron los españoles a
lo que llamarían “Nueva España”, en 1519, observaron que, como parte de un
ritual ofrecido a los dioses, el corazón de una princesa sacrificada se
depositaba en una olla con amaranto (se dice que quien encabezaba el rito
mordía al órgano vital).
Como era de esperarse, los españoles
rechazaron estas prácticas y, como parte de una de muchas formas de imposición
cultural, decidieron elaborar un pan de trigo en forma de corazón, cubierto
originalmente con azúcar de color rojo para simular la sangre de la doncella;
claro que no se trata de la única historia, otras refieren la creación de una
figura gigante de Huitzilopochtli hecha de amaranto, cuyo corazón estaba hecho
de pan y, durante un ritual, era retirado de manera simbólica para después
repartirse entre los asistentes.
El Pan de Muerto conserva significados tradicionales;
su forma circular representa el ciclo de la vida y la muerte, la bolita
superior es un cráneo, las usuales cuatro “canillas” representan los huesos y
se colocan en forma de cruz para hacer referencia a los cuatro rumbos del
universo o los cuatro puntos cardinales (cada uno señalado para un dios:
Tezcatlipoca, Tláloc, Quetzalcóatl y Xipetotec); por último, adicionado con
posterioridad, el sabor a azahar se relaciona con el recuerdo de los muertos.
Existen, desde luego, muchas y variadas formas
para estos panes, en algunas regiones se espolvorea con ajonjolí y en otros no
puede faltar la esencia de azahar; en ciertas zonas, el pan de muerto es el
mismo que se consume a diario (como el que se prepara en Oaxaca), lo que no es
otra cosa que un gran “pan de yema” al que se le incrustan elementos de una
figura que representa el esqueleto (o “alfeñique”) y alude al ánima a quien se
dedica el pan.
En la región mixteca poblana, este pan se
prepara con la misma masa que los bolillos, pero se le da forma humana y se
espolvorea con azúcar blanca si es pan para el altar de los niños, o con azúcar
roja, si se destinará al altar de los adultos; en los lugares donde no se
elabora de forma cotidiana, el pan se comienza a vender a mediados de julio o
principios de agosto y baja su producción a mediados de noviembre.
Muchas son las clasificaciones y en cada sitio
del país, dadas las características particulares que rodean su preparación, el
pan de muerto puede lucir o tener un sabor determinado; a lo largo de la historia
mexicana han surgido numerosas clasificaciones y, para académicos y
especialistas, cunde la que los registra con base en su morfología: los que
representan la figura humana (antropomorfos); los que tienen figura de animales
(zoomorfos) —característicos de Tepoztlán, Mixquic e Iguala de Telolapan—; los
que semejan vegetales diversos como árboles, flores o enramadas (fitomorfos); y
los que representan seres fantásticos (mitomorfos).
Después de todo, lo que les define
popularmente es formar parte de la celebración de los difuntos, lo que hace que
el pan de muerto sea elemento fundamental en el banquete de una celebración
donde los alimentos guardan lugar de privilegio, lo que se prueba gracias al
uso tradicional de las naranjas, las guayabas, los plátanos o la calabaza en
los altares (todo de color amarillo, porque según las culturas originarias era
el de la muerte).
Finalmente, el pan de
muerto se identifica claramente por sus elementos visibles; tiene siempre de
cuatro o seis “huesos”, con o sin cráneo; es regularmente azucarado (el más
común y comercial en el país, pan sencillo espolvoreado de azúcar blanca, como
lo preparan muchas cadenas de panaderías o tiendas de autoservicio) y se
elabora con harina de trigo convencional (a la manera de un pan sencillo que se
distingue por su forma, solamente).
Más en específico, en
zonas de Puebla, el pan “sencillo” se cubre con semillas de ajonjolí (en
Michoacán se hace de forma semejante, pero con “pan de hule”, más oscuro y de
brillo notable); la versión azucarada de la zona mixteca emplea azúcar roja,
para las ofrendas; en Oaxaca se usa “pan de yema” y se agregan sabores de
vainilla o naranja.
Para la mayor parte del
país, el pan de muerto es accesible porque sólo presenta sus elementos
tradicionales básicos y se vende en casi cualquier establecimiento; sin
embargo, la modernidad no deja de influenciarlo y es probable encontrar
variedades hechas con pan de chocolate, sea cubierto de azúcar o de más
chocolate, así como relleno con figuras (como una rosca de Reyes).
Para concluir, después de un camino de cientos
de años, el pan de muerto es un alimento que, como pocos, se ha convertido en
costumbre nacional –con independencia de sus variantes– y es un signo auténticamente
nacional de nuestra cultura gastronómica, cada vez más rica (en todo sentido).
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