lunes, 27 de noviembre de 2017

El grillito cantor que vino del pantano

                                                               

                                                                  Foto: Oscar Castro

Por: Eduardo Bautista

En 1926, tres años antes de la Gran Depresión, casi todo oficio relacionado con la tecnología era indicio de prosperidad económica. No por nada el señor Tiburcio Gabilondo Goya, inmigrante vasco y tenedor de libros, quería que su hijo mayor, Francisco Gabilondo Soler, aprendiera las artes de la linotipia, que por entonces se consideraba la carrera del futuro. En Orizaba, Veracruz, los frutos de la Revolución Mexicana todavía eran promesas.

Don Tiburcio no podía dejar que su retoño de 19 años sufriera los embates de la pobreza que estaban por sacudir al mundo. México, en 1926, era un borboteo de disturbios que culminó con el estallido de la Guerra Cristera. El padre de familia no vaciló en financiar a su hijo para que cursara la carrera de linotipista en el Colegio Mergenthaler de Nueva Orleans. Envió a su hijo con las mejores intenciones, ignorando que esa ciudad se había ganado a pulso el apodo de The Big Easy (La Gran Facilona).

Cuando Francisco llegó al delta del Misisipi se encontró con algo mucho más cautivador que un reconocido colegio de linotipistas. Lo que estaba frente a sus ojos era nada menos que ese caldero de culturas que otros, años después, llamaron jazz. En poco tiempo se percató de que se encontraba en una urbe atípica: el hogar en que los esclavos africanos fueron separados por dialectos para que no pudieran comunicarse ni tener hijos. La metrópoli, sin embargo, halló otra forma de lenguaje que rápidamente captó el mexicano: la música.

No pensaba, aún, en grillitos cantores. Su tarea era única e irrenunciable: acabar la licenciatura en linotipia. ¿Qué diría su madre Emilia Soler Fernández, ama de casa entregada y doliente aún por la muerte de su hijito Jorge, si se enteraba que sólo había cruzado el Río Bravo para hacerse guaje? ¡Ni pensarlo! Debía enfocarse y estudiar.

Dejarse de tonterías y olvidarse de la desgastada pianola en la que había aprendido a tocar meses atrás en Los Baños Mancera, un deportivo de Orizaba al que acudía para nadar y boxear. Cada tarde tecleaba algunas melodías al lado de la escultura de un negrito con sombrero leyendo el periódico, donde alguien alguna vez alguien se le acercó para gritarle: “¡Muchacho, tocas tan bien que hasta haces bailar al negrito!”.

“De ahí proviene la canción El negrito bailarín”, recuerda Óscar Gabilondo, nieto del Grillito Cantor y presidente de la Fundación Francisco Gabilondo Soler Cri-Cri, A.C., en entrevista con El Financiero. “En Nueva Orleans, la vida de mi abuelo convergió con la maravilla de la música afroamericana. Además, descubrió el fox-trot, el género del que más se alimentó para componer sus canciones”.

El plan de la familia Gabilondo Soler era que Francisco pudiera trabajar en un periódico por sus habilidades con el linotipo. Pero La Gran Facilona no es una mujer de trato cómodo. Sus calles eran —y son— un hervidero de saxofones, contrabajos, baterías, clarinetes, guitarras y trompetas que le inyectan vida a los bares y burdeles de 24 horas: el verdadero hogar de los inmigrantes, quienes hallaban las maneras más curiosas para comunicarse, desde canciones banqueteras hasta frenéticas presentaciones en el escenario. Los músicos locales se emborrachaban y tocaban por unas cuantas monedas. Uno de ellos era un tal Louis Armstrong, quien años antes había sido arrestado por disparar su revólver al aire, al parecer por la emoción que le produjo despedir la Noche Vieja de 1910.

En 1926, mientras Francisco se regocijaba entre los divertimentos no tan inocentes de la ciudad, Duke Ellington grababa East St. Louis Toodle-Oo —una de sus primeras composiciones— y dos niños veían por primera vez la luz del cielo americano: Miles Davis y John Coltrane.

El aspirante a linotipista no pudo resistirse a los encantos de la urbe porteña, acaso la más tropical y hedonista de Norteamérica. “Se sintió tan adaptado a esa nueva vida que incluso formó una banda de jazz de la cual no se tienen muchos registros, pero con la que grabó en Nueva York una canción titulada Montecarlo, lo cual nos habla de la indudable calidad que ya se estaba gestando en su música “, comparte Gabilondo.

El chico de Orizaba fue seducido por el jolgorio de una ciudad de indudable herencia francesa, la misma que atrajo a William Faulkner o Tennessee Williams, quien, por cierto, hizo pasar su tranvía llamado deseo por esta sensual y pantanosa dama del Misisipi. Había algo en el ambiente que lo alejaba de la burocracia de la linotipia, a la cual, pese a todo, no renunció del todo por temor a la reprimenda familiar.

Francisco era un romántico. Escribió nostálgico a su entonces novia y futura esposa Rosario Patiño, según consta en una carta fechada el 20 de abril de 1926 y a la cual tuvo acceso El Financiero: “no sé cómo hacer para cumplir con todo; todas las noches a estas horas me estoy cayendo de sueño porque desde que llego de la escuela me pongo a estudiar. Debo atender el teclado, a la teoría, aparte al inglés y después escribirte a ti”.

“Cuando su papá se enteró que no se estaba dedicando al 100 a la linotipia, lo regresó a Orizaba y en poco tiempo se casó con mi abuela”, dice Óscar. Volvió a México sabiendo qué quería ser en la vida. Y antes de convertirse en el gran fabulista, creó un personaje llamado El Guasón del Teclado, con el que contó chistes e imitó a artistas de la época.

Durante este periodo compuso obras de aguda vena jazzística, ritmo fox-trot y tradición chansioner, como Amor Internacional, Dorotea, Por el ojo de la llave, Su majestad el chiste y Vengan turistas. “Cuatro quedaron grabadas en un disco muy antiguo y el resto las conservamos en partituras. Todas con una personalidad única que después lo hizo triunfar en la XEW”.

Lo que vino después siempre conduce al domicilio de la posteridad: Cri-Cri.

Fuente: El Financiero

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