Por: Rodrigo Riquelme
No cabe duda de que
Haruki Murakami ha evolucionado como narrador. Desde los largos y poco claros
párrafos que lanzaba en libros como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y
Tokio Blues, el escritor japonés que recién cumplió los 70 años de edad ha depurado
su estilo hasta lograr construir una atmósfera compleja con apenas unas cuantas
palabras en cada oración. Por eso pesa tanto que la segunda y última parte de
su más reciente novela La muerte del comendador parezca haber quedado
inconclusa.
La popular colección
Andanzas de Tusquets Editores acaba de publicar el segundo libro de La muerte
del comendador, lo que completa la historia de un retratista al que su esposa
ha dejado y que decide recluirse en una casa en la montaña alejada de la civilización.
Ambos volúmenes suman casi 1,000 páginas de una historia que mezcla la fantasía
y el suspenso con el monólogo interior.
Si la primera parte de su
relato, Murakami enreda una madeja mediante la presentación de una serie de
personajes a primera vista sencillos pero de una profundidad insondable,
cualquier lector esperaría que en esta segunda parte el autor desenredara poco
a poco el hilo narrativo para, al final, mostrarnos a su protagonista
transformado. Esto no sucede así.
Murakami abre mas rutas narrativas
de las que cierra y eso deja un sabor de que la novela está inacabada. ¿Quién
es en verdad Menshiki, ese millonario excéntrico y afable que por momentos
recuerda al Gran Gatsby de Scott Fitzgerald? ¿Y quién es el Comendador, esa
idea que sale al mismo tiempo de las montañas de Odawara y del cuadro pintado
por Tomohiko Amada? ¿Y qué papel juega “Cara larga”, ese extraño personaje que
sale por una trampilla en la esquina inferior del mismo cuadro?.
El acto básico de la
narración se resume en que el estado de las cosas se transforma. Las ciudades
cambian, los hombres y las mujeres cambian, los niños y las niñas crecen. No
parece suceder esto en el segundo volumen de Murakami. El protagonista de La
muerte del comendador no cambia un ápice pese a que se lo repita a sí mismo una
y otra vez para convencerse de ello.
Lo mismo sucede con el
subtexto del libro: la pintura. Mientras que en el primer tomo, los lienzos,
los pinceles y los pigmentos cobran una relevancia que por momentos supera a la
de las palabras de las que está compuesto el libro, en este segundo volumen la
pintura se vuelve superflua, una mera metáfora de la imaginación de los
personajes y no una historia en sí misma.
Insisto, pese a su fama,
Murakami es un escritor singular. En todo el mundo —ha sido traducido a más de
40 lenguas desde el japonés— es depreciado y alabado por igual. Sus libros
causan enojo y fascinación y su nominación al Nobel de Literatura provoca cada
año expectativa y burla al mismo tiempo.
Igual que el retratista
que conduce la historia del más reciente libro de Murakami deja inconcluso el
retrato de la pequeña Marie Akikawa, el escritor japonés da la impresión de
temer terminar su relato. Parece imposible que sepamos el final de la historia.
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