lunes, 17 de junio de 2019

Rosa Nissán cierra trilogía novelística; aún tiene libros en el tintero

Fotos : Karina Tejeda


Por: Virginia Bautista

Alegre, jovial, irreverente, con un mechón azul en la nuca que termina en una pequeña trenza y las uñas de las manos pintadas de diversos colores —blanco, rojo, negro—, la escritora mexicana Rosa Nissán Rovero (1939), quien cumple hoy 80 años, confiesa que se está acostumbrando a “ser viejita” y a no enojarse. “Hay mucho prejuicio en contra de la vejez. Soy viejita, pero no tonta”, afirma tajante.

En la sala de su casa de la colonia Condesa, adornada con una enredadera que cubre todo el techo y el gato Pausa a su lado, la narradora de origen sefardí, tras echar una mirada en retrospectiva, divide su vida en dos etapas: su matrimonio, que comenzó cuando tenía 18 años y terminó cuando cumplía los 40 tras haber procreado cuatro hijos, y el periodo de libertad que descubrió después de su divorcio, cuando su encuentro con la fotografía y la literatura cambió su destino.
Aprendí a ver con la fotografía a los 40 años, luego aprendí a escribir con mi primera novela y ahora estoy aprendiendo a hablar, a abandonar el silencio, a defender mis ideas”, comenta en entrevista con Excélsior.

A pesar de que acaba de salir del hospital, donde se atendió de una neumonía, y aún requiere de oxígeno por las noches, Nissán está feliz porque publicará este año dos libros: la novela Me viene un modo de tristeza, con la que cierra la trilogía que arrancó con Novia que te vea (1992) —llevada al cine por Guita Schyfter, con guion de Hugo Hiriart— y siguió con Hisho que te nazca (2006), y la autobiografía gráfica ¿Cuántas rosas tiene un rosal?.



La trilogía, con títulos en ladino o judeoespañol, está dedicada a la niña sefaradí Oshinica, que representa “la voz sometida por la autoridad paterna”. Quien de niña quería ser luchadora, “me gustaban los rudos”, admite que, “en realidad, la protagonista soy yo, es mi vida”.

La primera obra, dice, narra la historia de Oshinica de los siete a los 17 años de edad y la segunda recrea desde que se casa a los 18 años hasta que se divorcia, a los 40. “En la tercera, esta mujer experimenta toda una transformación. Ya no es lo que tenía que ser según los deseos de sus padres, es la que hace un libro de autorretratos”, adelanta sobre el título que acaba de entregar a la editorial Penguin Random House.

Una novela gráfica¿Cuántas rosas tiene un rosal?, que de verdad existe y acaba de terminar. “Echa luz sobre mis diferentes personalidades. Son imágenes que voy confeccionando a manera de collage para hablar de determinado momento, que explico en un pie de página.
No es que haya ido a tomar las fotos específicamente, sino que las construyo. Son las mujeres que he sido: la virtuosa, la luchadora de ring Rose Demon, mi etapa erótica, la joven mártir, la modesta, la madre y la escritora. Es un trabajo casero que cuenta una historia”, señala.
La egresada de Periodismo de la Universidad Femenina de México considera que adquirió su vocación por la palabra escrita y por la imagen, a la que pudo entregarse hasta que se divorció, gracias a esta carrera.

En mi familia no querían que estudiara, sino que me casara rápido. Le dije a mi madre que quería estudiar. Y ella aceptó siempre y cuando escogiera una carrera en la que enseñaran taquigrafía y mecanografía, para que me dejaran algo útil. Seleccioné periodismo y eso me acercó a la literatura”, recuerda.

Lo estudié, pero nunca lo ejercí, porque me casé demasiado pronto. Mi maestro fue Manuel Becerra Acosta, entonces director de Excélsior. Y Hero Rodríguez Toro corrigió mi tesis, que fue sobre un manicomio de la Ciudad de México. Pero el gusanito de escribir se me quedó”, destaca.

Sin embargo, prosigue la autora de Las tierras prometidas, “me puse a criar a mis cuatro hijos y traté de ser una buena madre, pero esto es muy cansado, y una empresa imposible”.

LA LIBERTAD



La fotografía, que exploró durante 20 años, le permitió adquirir la independencia económica que necesitaba para terminar con su matrimonio, agrega la también cuentista. “No sabía ganar dinero, por eso no me divorciaba. Pero tenía claro que quería ganar dinero con algo que me hiciera feliz. Y encontré la fotografía. Tenía mi cámara Hasselblad y me puse a fotografiar niños, así empecé. Pero la dejé cuando tenía 60 años, tras un accidente de carretera, porque quedé mal de la espalda y el equipo era pesado”.

Un lustro antes había llegado la literatura a su vida, propuesta que fue enriqueciendo a partir de sus viajes a Israel, la India, Petra, Jordania, Turquía —la tierra natal de su madre— y Grecia.
En los viajes te encuentras con lo distinto a ti, eso es vital. A los 50 años me fui un mes sola a Israel y me hice de todos los novios que pude, porque tu cuerpo es tu único equipaje. A los 60 estuve casi dos meses en la India, 20 días sola en las montañas. Y a los 70 me fui a varios países de Europa”, indica.
Pero ahora que llega a sus ocho décadas de vida, la autora de No sólo para dormir es la noche y Los viajes de mi cuerpo comenta que sólo se le antoja ir a la playa de Acapulco. “Ahora ya quiero ser tortuga”, agrega la abuela de cinco nietos.

Añade que sus planes son seguir escribiendo, “ya tengo otra novela en el tintero”, y continuar dando el taller Autobiografía novelada, creado hace 12 años, que imparte a 25 jóvenes, quienes acuden a su casa a las siete de la noche. “Me gusta dar talleres porque me hacen hablar. Tomé un taller con Elena Poniatowska que cambió mi vida. Aprendí de su trabajo profesional y de su vida personal. Soy muy afortunada de que se haya atravesado en mi camino. Fue la primera mujer que me animó a escribir. Por eso quiero motivar a los jóvenes”, detalla.

Nissán está convencida de que “ahora somos más libres”, por eso le gusta más la novela. “Me cuesta mucho trabajo hacer un cuento, porque hay muchas normas. Yo necesito más libertad. De cintas métricas, mi ración ya está cubierta”.

Piensa que ha logrado ser ella. “Es mi mayor logro ahora en la vejez. Yo empecé a pensar qué vieja quería ser a los 40 años, cuando escuchaba a mis amigas que sólo hablaban de sus hijos. No quería eso para mí. Me decía: ‘tengo que ser yo’. Y ya soy”.

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