Por: Nicolas Bourriaud
La creación artística solo recuperará un papel activo si se convierte en modelo alternativo, en inspiración para las actividades humanas, en energía social al servicio del desarrollo.
Una pandemia como la que estamos viviendo, la crisis económica que vendrá después y el recuerdo de estas semanas de confinamiento dejarán huellas duraderas. La humanidad se acordará de que un ser microscópico ha trastocado todo su sistema económico y político, y que ese ser minúsculo, el virus, se introdujo en millones de personas, incluso en el organismo del primer ministro británico, a través de un animal salvaje vendido en un mercado a miles de kilómetros de nuestro de lugar de confinamiento actual. Por consiguiente, la primera lección de la pandemia se refiere al espacio en el que vivimos: el Antropoceno, esta nueva era geológica definida por el impacto demostrado de las actividades humanas sobre el planeta, es ante todo un espacio cuyos elementos se desvanecen y se entremezclan, de forma que generan un ecosistema global transformado por esta insólita promiscuidad entre los seres vivos, el mundo vegetal y el mineral. En otras palabras, todo se nos ha vuelto más cercano: los pangolines, el permafrost siberiano —cuyo deshielo libera bacterias desconocidas—, la selva amazónica o el modo de producción de zapatos en una fábrica vietnamita. En cierto modo, Bolsonaro y Trump son los presidentes de todos nosotros, porque sus decisiones, a la hora de la verdad, nos afectan tanto como a sus electores.
La pandemia de covid-19 podría muy bien ser el momento para esta llamada de atención, frente a los peligrosos ingenuos que sueñan con cierres de fronteras, como si la atmósfera pudiera nacionalizarse. Y este instante histórico que vivimos, dado que nos va a obligar a reexaminar el espacio humano, repercute directamente en los artistas. El antropólogo Claude Lévi-Strauss explicaba que “el arte es también una guía, un instrumento de enseñanza y aprendizaje de la realidad que nos rodea”. Nos permite comprender el espacio-tiempo en el que vivimos, aunque solo sea mediante los objetos que escoge.
Tras la pintura clásica, con sus paisajes grandiosos sobre los que se perfilaban las figuras humanas —prosigue Lévi-Strauss—, el impresionismo mostró paisajes de extrarradio, “un campo, casitas, unos cuantos árboles enclenques”, y se centró en “el aspecto fugaz de las cosas”: era la pintura de una sociedad que hacía del aprendizaje la renuncia a cierto tipo de ambiente. El cubismo representó una etapa más de ese aprendizaje, el comienzo de nuestra coexistencia con los productos de la industria humana, en un mundo “completamente ocupado por la cultura y los productos culturales”. Después llegó la abstracción, testimonio de una necesidad de huir de las coordenadas espaciales comunes.
La epidemia nos recuerda que la realidad está formada por infinitas vibraciones e interacciones vivientes
Estos tres postulados siguen existiendo, difusos y aumentados, en el arte de nuestra época. Hoy, no obstante, muchos artistas contemporáneos manipulan las estructuras elementales de los seres vivos y los componentes atómicos de los objetos sociales; al utilizar fragmentos, residuos, partículas, en lugar de objetos o productos, al descomponer la realidad social, al analizar el peso material del mundo, crean lo que yo denominaría una antropología molecular. Solo mencionaré tres nombres, por falta de espacio: Pierre Huyghe, Dora Budor, Pamela Rosenkranz. Una epidemia ha hecho presentes, al mismo tiempo, partículas imperceptibles a simple vista y objetos inmensos, y ha provocado unas perturbaciones visibles desde un satélite en el ámbito humano, las poblaciones animales y la atmósfera. En este sentido, la epidemia constituye el paradigma de ese distanciamiento supremo y nos recuerda que la realidad no está formada por artículos que comprar ni objetos que utilizar, sino de infinitas vibraciones sutiles e interacciones vivientes.
Porque la otra fuerza destructora de nuestra época es la utilización industrial de la vida. La agricultura es el proceso por el que los seres humanos organizaron su ecosistema para controlar el ciclo biológico de especies domesticadas con el propósito de producir recursos útiles. En Europa, a finales del siglo XV, empezó una nueva etapa: “la acumulación primitiva” del capital comenzó con la incautación de las tierras comunes que cultivaban los campesinos por parte de propietarios particulares, que los convirtieron en empleados suyos. Hoy, el neolítico digital en el que nos adentramos intensifica ese movimiento de domesticación, al extenderlo a la información humana (los datos) y el conjunto de los seres vivos. El instrumento preferido de esta fase de domesticación es Internet, porque permite el estacionamiento mental de las poblaciones humanas a gran escala, una súper sedentarización que hace que el ser humano se una a las plantas, los animales, el bosque y la corteza terrestre en las filas de los “recursos” materiales susceptibles de ser explotados. Y el confinamiento mundial que ha caracterizado la pandemia de covid 19 nos deja entrever la que podría ser la próxima etapa de ese estacionamiento. Las formas contemporáneas de gobernanza se verán alteradas por este proceso de domesticación general, en el que los humanos y los no humanos se reúnen debido a su condición de materia prima, aprovechable gracias al confinamiento digital.
El enfoque inclusivo de algunos jóvenes artistas se orienta hacia una forma actualizada de totemismo
Sin embargo, tanto la crisis climática como la pandemia son acontecimientos que, por primera vez desde el desembarco de Cristóbal Colón en América, ponen las sociedades humanas en sincronía. En la catástrofe, los pueblos del Amazonas y los dirigentes del G7 vuelven a compartir una misma realidad; de modo que, a falta de algo mejor, celebremos esta sincronía desastrosa que nos incita a reconocer las interacciones y los vínculos entre culturas, formas de vida y ecosistemas. Porque los seres humanos y no humanos se ven obligados a inventar un modo de cooperación, y la tecnología humana no tiene más remedio que recurrir a lo que Peter Sloterdijk llama la “homeotecnología”, es decir, unos conocimientos técnicos que actúan en el interior de las fuerzas naturales, en lugar de profanarlas con arreglo a una relación de dominación. Esta era la manera de pensar de la China taoísta, los dogones, los cherokees y los mapuches: que no todos los retrocesos son malos, con la salvedad de que este no es precisamente un retroceso, sino la inclusión, tardía, de unas voces silenciadas por Occidente.
Al mismo tiempo, el individuo conectado vive en la inmediatez de la información en tiempo real, reclamado sin cesar, bombardeado por hechos más o menos artificiales. La densificación está apoderándose del planeta y la población humana del siglo XXI debe enfrentarse a una congestión sin precedentes. Al auge de las homeotecnologías debe corresponder un nuevo holismo, un enfoque inclusivo del mundo, una nueva inmersión en este medio natural que hemos aprendido a considerar un simple “entorno”. Este enfoque inclusivo del mundo se orienta, en artistas jóvenes como Max Hooper Schneider o Huma Bhabha, hacia una forma actualizada del totemismo. Este término designa un modo de organización social basado en el principio del tótem, es decir, la convicción de que existe un nexo, una esencia común, entre una persona (o un grupo) y los espacios naturales (animal, vegetal, incluso atmosférico). La idea central del totemismo es la existencia de un vínculo, una conaturalidad dinámica, entre los seres humanos y su entorno, que se encuentra en el centro tanto de la crisis climática como de la catástrofe epidémica. El arte solo recuperará un papel activo si se convierte en modelo alternativo, en inspiración para las actividades humanas, en energía social al servicio de un desarrollo duradero. Y estoy convencido de que esta evolución mental, que ya antes operaba en los artistas, va a acelerarse por la crisis del coronavirus.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Nicolas Bourriaud es historiador y teórico del arte, exdirector del Palais de Tokyo y actual responsable del MoCo de Montpellier.
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