martes, 2 de febrero de 2021

Olivia Revueltas: una historia de jazz y rebeldía


Por: José Ángel Leyva.

Hacía meses que él me había escuchado tocar algunas de mis modestas composiciones. Llegué a su departamento y estaba solo, sentado frente a su mesa redonda del comedor, rodeado de sus libros y cuadernos. Me abrazó y me dijo: “compañera, ve al refrigerador, ábrelo y en el congelador, en la parte superior derecha, verás unos langostinos. Abajo hay otro compartimento donde tengo una botellas. Allí hay una de vino blanco. Tráela por favor. Luego vas a mi escritorio y en el tercer cajón, de arriba hacia abajo, hay un libro de cuentos que se llama Dormir en tierra, tráelo también”. Me pidió que me sentara y comenzó a leer: “Lo que sólo uno escucha”. Entre párrafo y párrafo, me miraba por encima de la armadura de los lentes. Sabía que estaba ante un gran escritor que me compartía su obra. Y sí, me sorprendía la precisión de sus líneas, el conocimiento musical que manejaba en el relato, la descripción en el movimiento de los dedos del ejecutante y la fuerza con la que iba tejiendo el sentimiento que embargaba al personaje atrapado en su pasión por la música y la cercanía de la muerte. Papá hacía pausas para observarme por encima de sus gafas. Advertí que esos ojos no esperaban admiración o complicidad de mi parte, era un padre que leía a su hija una historia que expresaba lo que ella significaba para él. La mirada de papá estaba embriagada de ternura. Era sólo eso, un amor paterno sin ambages.

José Revueltas, mi padre, era un hombre muy cálido, divertido y con una inteligencia chispeante. Pocas veces lo vi enojado; raras ocasiones estalló en él la cólera en toda su potencia. Las razones casi siempre estaban relacionadas con la injusticia. Dos veces temí su crítica implacable, la primera fue cuando mi madre lo hizo venir a casa para que conociera alguna de mis modestas composiciones. Estudiaba yo en el Conservatorio. Él no vivía ya con mamá, hacía años que se habían separado y él estaba ya con María Teresa Retes, con quien procreó, un año después de mi nacimiento, a mi hermano Román. Yo nací en 1951, él en 1952, pero me registraron un año más tarde y aparezco con la fecha de registro, no de mi alumbramiento. Firman como testigos Efraín Huerta y Mireya Bravo de Huerta.

Vino papá a casa y sin preámbulos se sentó en un sillón para escucharme. Toqué muy concentrada. Cuando terminé esperaba una andanada de críticas, de consejos. Tratándose de arte, él no era complaciente con nadie, menos con sus hijos. Yo estaba de espaldas y me giré para buscar su cara. Por sus mejillas rodaban abundantes lágrimas. Me abrazó y me besó en la frente mientras me decía, no Chita, tú no, por qué tú, compañera, por qué tú también, chingada madre. No, compañera, tú no.

Fui una muchacha calificada de muy conflictiva. Era muy rebelde y no permitía que nadie me impusiera nada. En la familia alguien esparció el rumor, la desconfianza, de que yo no era hija de José, por el hecho de que mis padres ya no vivían juntos. Eso pesó mucho en mi infancia, fue una losa que llevé sobre los hombros. Salvo la tía Emilia, hermana de mi padre, todos los demás tíos me trataban con sospecha. Ella no, era toda dulzura y estableció conmigo una especie de complicidad. La tía Emilia se había casado con un pintor muy reconocido, quien le impuso dos condiciones, no tener hijos y abandonar su carrera de pianista. Ser mujer en este país no es tarea fácil, menos si se tiene talento. Cuando se separaron, el hombre se volvió a casar y tuvo una familia con muchos hijos. Mi tía Emilia volvió a tocar el piano, pero sin pretensiones de ser la concertista que había sido. La escuché varias veces cuando tocaba para las bailarinas del ballet que se encontraba detrás del Auditorio Nacional. Me llevaba a una cafetería en Coyoacán, en la calle Francisco Sosa, que se llamaba algo del Coyote no se qué… un adjetivo muy existencialista. Bebíamos café y chocolate con pastelillos y charlábamos como viejas amigas. Yo tenía unos 13 años de edad. Recuerdo que ella era muy Revueltas: digna, talentosa, cariñosa, alegre, soñadora y extremadamente dadivosa. Su generosidad llegaba al límite de que si alguien estimado le chuleaba unos aretes se los quitaba y le decía: tómalos, a ti se te verán muy bien. Daba y daba, no paraba de dar.

Un día nos reunimos varios amigos, a propósito de un homenaje luctuoso a mi padre. Recuerdo a Julio Pliego, Martín Dozal y Evodio Escalante, entre otros. Fui al baño y alcancé a oír que Pliego les decía a los demás: ¿Será verdad que Olivia no es hija de José? De inmediato escuché una voz que me pareció la de Evodio: “Olivia es la hija más hija de José porque nació de una pasión desenfrenada, de un arrebato, de un amor furioso”. Se hizo el silencio y aproveché para salir del baño con una sonrisa y frotándome las manos. En efecto, así había sucedido. En otra ocasión, a mi hermano Román y a mí, por distintos motivos, nos dieron un reconocimiento en el Auditorio Nacional. Lo vi pasar y le grité: Hermanito, hermanito. Él me descubrió y vino a abrazarme y a besarme. Nos queremos muchísimo, yo lo admiro porque es un gran músico, escritor, columnista y además artista plástico. Le pregunté, ¿ya viste a mi hijo Julio, tu sobrino, anda por allí? Se llevó las manos a la cara: “No puedo creerlo, no vi a Julio, vi a Silvestre Revueltas. Es increíble la genética”.

La otra ocasión que esperaba la reprimenda de mi padre sucedió después de que me expulsaron de la escuela secundaria anexa a la Normal Superior, donde Arqueles Vela era el director. Allí estudiaban los hijos de los intelectuales de esa época. Recuerdo a las hijas de Eli de Gortari, la hija de Edmundo Valadés y la de Renato Leduc, los hijos de Juan José Arreola, mi amigo Mario Rechy, que tiempo después acompañaría a mi padre en Lecumberri. Me sacaron de esa secundaria y del Conservatorio porque yo había declarado que lo mío era el jazz. Entonces usaba un gazné porque me quería parecer a Beethoven. Me iba por todo Presidente Mazarik hasta Reforma y luego atravesaba la Zona Rosa para ir a mi casa en la colonia Roma. Vestía mi uniforme de secundaria y llevaba el violín terceado a la espalda; éste tenía, en el extremo del mástil, en la voluta, tallada una cabeza de Cronos con una lagrimita como detalle. Un día, luego de practicar percusiones con el maestro Carlos Luyando, un tesoro en la historia de la música en México, presencié una escena que iba a cambiar mi vida para siempre.

Luyando disponía varios instrumentos, uno para cada estudiante: la tarola, los platillos, los timbales, etcétera. Yo había entrado a clases de percusión porque deseaba aprender algo con ese gran maestro, famoso por su forma de tocar los timbales, aunque yo estaba encaminada a la composición. Iba por la calle Florencia, tarareando a Beethoven, arrogante como siempre, cuando escuché que del bar-restaurante Schafarelo emergía una música que llamó poderosamente mi atención. Me solté las trenzas y le pedí a una señora su pintalabios para poder entrar a escuchar. Un solo músico hacía todo lo que Luyando nos había enseñado. Una persona producía todas las percusiones conocidas y más en una batería. Me quedé con los ojos cuadrados. Max Nava, se llamaba el músico, y me explicó que eso era posible porque todos las partes de la batería estaban afinadas para sonar haciendo melodías y no de manera aislada e independiente. Al piano estaba Mario Patrón, y Jorge Rojas al contrabajo. Me hallaba en shock. Desde ese momento me dije: “Esta es la punta de flecha de la música contemporánea: el jazz”. Descubrí a John Coltrane, Miles Davis... y sentí que ellos estaban a la altura de cualquier otro compositor genial que yo hubiese estudiado. Esa fue la causa por la que fui a dar a un internado de religiosas protestantes. El jazz fue un signo de rebeldía.

La segunda ocasión que esperaba una reprimenda paterna fue cuando me enfrenté a una maestra que me rompió un libro, “Historia del Caribe”, que yo leía después de haber concluido mi tarea. En respuesta a su autoritarismo organicé a mis compañeras para exigir mejor comida y un trato más respetuoso. La directora exigió la presencia de mi padre. Yo estaba afuera de su oficina cuando lo vi entrar, de traje y con portafolios en la mano. No me saludó. Alcancé a escuchar su voz, “qué barbaridad, qué barbaridad, señorita, pero qué barbaridad”. Tuve que acompañarlo a lo largo del inmenso jardín hacia la puerta que daba a la calle. Iba muy serio y no me dirigía la palabra. Eso me partía el alma. De pronto, me dijo con una voz emocionada y apretando el puño libre: “muy chingón, compañera, muuuy chingón”.



Durante siete años, de 1980 a 1987, trabajé en Casa del Lago en el programa conocido como “Sábados de 5 a 7”, de Difusión Cultural de la UNAM. Yo producía y dirigía todos los conciertos de jazz. Hacienda y Crédito Público me encargó, en 1987, un concierto. Me acompañó un gran contrabajista polaco, Darek Oleszkiewicz; una de las figuras más reconocidas en la actualidad en el mundo del jazz en Estados Unidos. Debía pasar por el Zócalo para preguntar por el pago en las oficinas de Hacienda y veía a un grupo muy extenso de campesinos instalados en huelga de hambre. Un día me acerqué para indagar de qué se trataba. Nadie les hacía caso, ni siquiera la prensa. Era tan miserable su situación que les prometí ayuda con la prensa. Llegué a casa y expuse la situación a mis hijos, Vina, la mayor, no llegaba a los doce años de edad, Kayani y Julio eran muy pequeños. Estuvieron de acuerdo en que me uniera a la huelga de hambre porque era muy injusto que despojaran a los campesinos de sus tierras para convertirlas en campos de golf. Les dejé 500 pesos, les di instrucciones de cómo administrarlos y me instalé en la huelga. Durante diez días estuve allí sin probar bocado.

No me perdí una ceremonia de la bandera, para izarla o arriarla, y hacía el saludo militar. Los campesinos comenzaron a imitarme y se ponían el sombrero en el pecho. Los soldados ya nos conocían. Tanto, que un grupo de golpeadores aprovechó el momento de la ceremonia para intentar el desalojo. Uno de ellos traía un arma larga. Varios soldados dejaron la bandera en manos de sus compañeros y se enfrentaron a los esquiroles y al que portaba el arma. Poco después comenzaron las negociaciones, porque además ya la prensa se había hecho presente. El secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, nos recibió y me dijo: “Yo sé quién es usted, dedíquese a su piano, no se meta en problemas”. Días después concluyó la huelga y nosotros en el hospital.

Mi hermana Andrea y su esposo, Philippe Cheron, me llevaron a su casa. Ambos coincidían en que debía irme un tiempo del país, pues sentían que mi vida peligraba; nos gobernaban criminales y no personas con principios. El 2 de octubre de 1988 volé a San Antonio Texas. Me esperaba otra etapa de mi vida. Un pianista estadounidense, Marlow Wolfe, quien había vivido en México y yo lo había cuidado durante su desintoxicación etílica en mi casa, me invitó a trabajar como músico a esa ciudad. Allí conocí a mi esposo, el abogado William R. Simcock, quien tenía una colección de 27 pianos y era el tesorero de la International Piano Competition. Había sido bailarín de tap con Bill Bojangles Robinson, y aparecido en varias películas de Bing Crosby. Mi esposo me dijo, tú dedicate a lo tuyo, pero el Olivian’s Jazz no es para bares sino para salas de concierto, yo me encargo del resto. No obstante, sí toqué en bares de California con dos leyendas del jazz: Billy Higgins y Roberto Miranda, con quienes grabé dos discos: Round Midnight in L.A. y Angel of Scissors.

Tras la muerte de mi esposo, en noviembre de 2008, decidí regresar a México. Me vine porque allá la vida es muy cara. Me quedó la pensión de mi esposo, pero apenas me alcanzaba para vivir, y además quería estar cerca de mis hijos. Desde el 2013 estoy acá, con ellos, esperando a que concluya la pandemia, con la expectativa de un país diferente.

No conozco ya el ambiente del jazz mexicano. Cuatro años se me fueron en restaurar mi casa y dos años más en desempacar. Así que apenas estoy descubriendo el panorama musical en la ciudad. He escuchado a Alex Mercado, extraordinario, Roberto Aymes, con quien ya he tocado varias ocasiones desde mi regreso, y el incansable Felipe Gordillo. He tenido una carrera con muchos descalabros, mi repertorio no ha sido el de una muchachita mimada y protegida, sino el de una mujer decidida a defender su lenguaje vital, su carrera musical. A menudo, cuando siento flaquear, veo la foto donde aparezco con mi padre y leo la dedicatoria como un legado espiritual, el testamento de un compañero que lo dice todo: “Para mi hija Olivia con la confianza absoluta en su talento y la esperanza de que sepa asumirlo con integridad, pureza y valentía, su papá”.

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