jueves, 22 de abril de 2021

Trilogía imaginaria. Charla con Martín Solares

Por: Ignacio Solares, Geney Beltrán y Vicente Alfonso

Muerte en el jardín de la luna (Random House, 2020) es la más reciente novela de Martín Solares. Se trata de la segunda entrega de una trilogía protagonizada por Pierre Le Noir, joven investigador de la policía parisina. Ambientado en la capital francesa en 1927, la trilogía, iniciada en 2018 con Catorce colmillos (Random House, 2018), narra las aventuras de

Le Noir como miembro de la Brigada Nocturna, una división de la policía francesa especializada en crímenes imposibles de resolver mediante una explicación racional. Con motivo de la aparición de Muerte en el Jardín de la Luna entablamos una conversación con el autor tamaulipeco: abordamos su obra previa, su proceso creativo, su visión de las tradiciones literarias latinoamericanas y

europeas, así como los retos y los hallazgos derivados de la escritura de este nuevo volumen.

Ignacio Solares: Llama la atención el afán totalizante en tu obra. Desde tus primeras novelas te propones enfrentar la realidad en la mayor cantidad posible de ángulos, y ahora la magia y lo sobrenatural, que ya asomaban en tus primeras novelas, irrumpen plenamente en esta trilogía. ¿Ese afán totalizador se debe a la intención de no conformarse con un solo mundo?

Como bien dices, Ignacio, desde mis primeras novelas la literatura fantástica intentaba aparecer en mis historias. Entonces no quise desobedecer abiertamente una de las reglas no escritas de la novela policiaca, que consiste en apegarse a una visión realista del mundo y nunca dar explicaciones sobrenaturales al resolver los crímenes, pero a pesar de ello los personajes de Los minutos negros y No manden flores tienen sueños inquietantes o viven momentos perturbadores, que les permiten entrever una realidad de carácter fantástico –por no hablar de los mitos que otros personajes inventan para explicarse la violencia a la mexicana. Cuando terminé No manden flores me di cuenta de que había dedicado casi ocho años de mi vida a retratar el lado violento del estado de Tamaulipas, y sentí que mi imaginación me exigía abandonar el tema de la corrupción y la violencia a la mexicana por un tiempo y tomar unas vacaciones.

Siguiendo un impulso muy fuerte, dejé mi trabajo en el mundo editorial y me dediqué a escribir tres novelas que ocurren en el París de 1927, cuando Magritte estaba por componer uno de sus collages más famosos, uno que representa a una mujer que lo mismo podría ser su esposa Georgette que Kiki de Montparnasse o una mujer fantasma. Ese cuadro creado en el 27 me ha obsesionado siempre y quise investigar las circunstancias de su creación. 1927 fue un año muy agitado para los surrealistas: habían roto por completo con los dadaístas, se habían distanciado de algunos de sus patrocinadores y muchos de ellos tenían un expediente abierto en la policía de París, que daba cuenta de sus trifulcas en los bares y en las vías públicas. Breton, que se divorciaba de su esposa, se fue a vivir una temporada al Manoir d’Angot, cerca de los acantilados del norte de Francia, a donde iban a visitarlo sus colegas. Pensé que la historia sería el material principal de estas novelas, pero en cuanto escribí el primer capítulo, una serie de personajes y relatos fantásticos aparecieron en la prosa y tomaron el control de la narración. Decidí dejarlos en libertad absoluta durante unas cuantas páginas, pero muy pronto me di cuenta de que en esta historia era yo quien iba a seguir a los personajes. La primera novela la terminé entre risas, y en ese mismo instante comencé otra, y poco después otra más. Lo único que tienen en común es que pretenden abarcarlo todo: Francia y América Latina, monstruos europeos y monstruos prehispánicos, artistas mexicanos en Francia, artistas franceses que miran hacia México y sobre todo, una inmersión en uno de los momentos más interesantes y reveladores del arte.

Por supuesto, tuve una gran crisis cuando me di cuenta de que quería escribir sobre fantasmas franceses luego de escribir durante años sobre policías tampiqueños, pero decidí darles una oportunidad, y escucharlos durante unas cuantas páginas. Me dije: Si eso me divierte y creo que va por buen rumbo, le daré unas páginas más. Llevaba ya cincuenta páginas de Catorce colmillos cuando me dije: Voy a seguir a este personaje hasta donde él quiera ir… y bueno, ya lo he seguido durante dos pequeñas montañas, y estoy terminando la tercera. En el camino tuve que abandonar todo lo que creía saber como narrador e inventar nuevos recursos para que el lector creyese en estas nuevas historias, que se ubican en el lado fantástico de la literatura.

Vicente Alfonso: En mi opinión, tus novelas recientes tienen más metafísica que física. Esta irrupción fue gradual pero se anunciaba ya desde Los minutos negros, y tu primer libro infantil, Los monstruos y tú. En tu primera novela escribiste que en la vida de todo hombre hay cinco minutos negros, y en el libro infantil señalabas que al momento de nacer, a cada persona se le asignan tres monstruos para que lo acompañen toda la vida. ¿Podemos decir que los monstruos y las pesadillas son una constante en tu trabajo literario? ¿Cuáles son los monstruos que te asignaste en esta ocasión?

MS: Más que monstruos me asigné tres palabras. Como tú sabes, en estas tres novelas me propuse explorar el significado de algunas palabras clave en la vida de los surrealistas: la poesía en Catorce colmillos, la libertad en Muerte en el Jardín de la Luna y el amor en la tercera y última aventura, que estoy escribiendo. En Catorce colmillos confieso que apunté a la poesía pero en su lugar encontré la magia. Mientras lo hacía comprendí que fueron los surrealistas quienes en buena medida determinaron nuestra manera de entender estas palabras. Siempre me ha parecido que hay algo muy especial y magnético en ese momento de los años veinte en que un grupo de artistas reinventó poco a poco las palabras que definen nuestra noción del mundo, y dinamitó las palabras que regían la vida en la Europa de principios del siglo XX, como son la patria, el honor y la burguesía. Al volver de la Primera Guerra Mundial, los surrealistas y los dadaístas se distinguieron por su tendencia a cuestionar e incluso insultar a todo aquel que defendiera al Gobierno, al Ejército o a la Iglesia. Si pasaba frente a ellos un miembro del ejército o un representante de la iglesia católica, ya no se diga algún burócrata o funcionario, lo insultaban, sobre todo si pertenecía a esa generación de políticos que envió a miles de franceses a morir a las trincheras alemanas. Yo quería entender cómo fue esa lucha por cambiar las palabras que enseñaban a vivir.

Por otro lado, estoy convencido de que entre la literatura y el sueño hay una relación esencial, de vasos comunicantes. Para mí, las pesadillas son una de las mejores puertas de entrada posibles para la literatura fantástica. Podría apostar que muchos cuentos de Quiroga, de Cortázar o de Borges tuvieron su origen en una pesadilla. Por su intensidad y originalidad, podría apostar que “El almohadón de plumas”, “La noche boca arriba” o “Las ruinas circulares” tuvieron origen en un sueño inquieto de sus autores. Gracias a ese toque fantástico Borges añadió un carácter metafísico que antes de él prácticamente no existía en los cuentos latinoamericanos, y Cortázar hizo en sus cuentos lo que Escher en sus pinturas: creó un tiempo simultáneo, que es al mismo tiempo fascinante y atroz. Creo que prescindir de la dimensión fantástica de la vida, la que se vislumbra al filo del insomnio, en las madrugadas, y en los sustos y en los momentos perturbadores, y quedarse con el lado diurno y ordenado de la vida limita considerablemente las historias que escribimos.

Geney Beltrán: Tengo la impresión de que esta trilogía se adentra en un territorio que no es el de la narrativa fantástica propiamente. Yo pensaría más bien en términos de la fantasía, que crea un mundo donde lo sobrenatural es visto como natural, no como una irrupción inesperada de lo siniestro. A lo largo de esta trilogía, ¿te propusiste de manera consciente entrar al campo de la fantasía, entendida como un espacio más expansivo, donde lo anómalo deja de serlo y los personajes se adaptan y cuentan con las ventajas que brindan los objetos mágicos, como el talismán que Le Noir heredó de su abuela? Me parece que la fantasía es una franja paralela de la imaginación que yo vería más autónoma y más extraña en el caso de la literatura latinoamericana.

MS: En efecto, creo que hasta ahora, la fantasía como tú la describes es más bien una rareza en la literatura latinoamericana. Me parece que en la literatura hay dos maneras principales de entender las cosas inquietantes que surgen de la realidad. La primera es la vía nocturna, con sus hechos inquietantes y ominosos: el unheimlich freudiano; el instante en el que percibimos una brizna de la realidad que parece conducirnos hacia algo espantoso y siniestro y final. La otra es la vía diurna. Tengo la sensación de que en la literatura europea se habla más bien de los hechos perturbadores que suceden durante la noche mientras que en la literatura latinoamericana se exploran los acontecimientos fantásticos que ocurren a plena luz del día. Como bien decía Augusto Monterroso, incluso los fantasmas de Rulfo aparecen bajo la luz de la mañana. Mientras que la literatura fantástica del siglo XIX y muchos de los escritores europeos contaban las visiones nocturnas que los hacían dudar de su existencia, los autores latinoamericanos que han escrito ficción siguen otra vía. Por un lado están Cortázar y Borges, o Amparo Dávila, Mariana Enríquez, Mónica Ojeda y Fernanda Melchor, en cuya literatura domina lo siniestro, pero también están García Márquez, Adolfo Bioy Casares y algunas novelas de César Aira, en los cuales predomina otro tipo de imaginación fantástica, más bien maravillosa, que no provoca espanto pero sí gran asombro: vemos al fantasma de Melquiades aparecer en la casa de los Buendía cada cinco minutos o a un científico loco crear un gusano del tamaño de Maracaibo y eso no nos causa extrañeza alguna.

La primera vez que visité un castillo en Europa me llamó la atención el ruido que hacía el viento al correr por los pasillos. Gracias a la intervención de la generosa familia Malaspina, fui invitado a escribir durante una breve temporada en un castillo a las afueras de Florencia, pero por ser el último que llegó, mi cuarto quedaba al final de una sección abandonada, sobrevolada por murciélagos, y adornada por esculturas y murales que ilustraban los tormentos que aparecen en la Divina Comedia, de modo que en cuanto entré a mi recámara comprendí por qué la literatura fantástica fue creada en Europa. Allí terminé de escribir No manden flores pero también aparecieron los personajes de Catorce colmillos y viví un suceso fantástico inesperado: me convertí brevemente en fantasma. La habitación en la que me hospedaron constituía uno de los atractivos principales de la región, pues según las guías de turistas, en mi recámara se manifestaba un peligroso fantasma asesino. La primera noche que pasé allí escuché voces en el corredor, que farfullaban en italiano, y como no me dejaban dormir, abrí la puerta de golpe y pregunté en un español muy cortés qué sucedía. Un guía de turistas y su grupo salieron huyendo y fueron a quejarse a la administración de que había un fantasma mexicano en el castillo. Luego supe que César Aira y Marçal Aquino también se habían hospedado ahí, porque era la mejor habitación para escribir en toda la mansión: la única en la que nadie se atrevía a tocar cada cinco minutos. Desde entonces estoy convencido que las condiciones ideales para escribir requieren un castillo embrujado.

VA: Veo una tremenda influencia de las novelas de aventuras en Muerte en el Jardín de la Luna. Le Noir tiene un talismán que le ayuda a tomar cualquier libro y descubrir una segunda historia, que se puede advertir entre líneas. Esto lo veo como una metáfora de que los mejores libros esconden entre sus páginas mucho más de lo que se lee a simple vista. Como autor, ¿qué sorpresas escondes en tus novelas para ser halladas por tus lectores?

MS: En Catorce colmillos y Muerte en el Jardín de la Luna el primer sorprendido fui yo. Cuando comencé a escribir estas novelas no sabía que me iba a sumergir en el sur de Francia o en historias fantásticas del siglo XIX; siempre pensé que me quedaría con los surrealistas, pero estos se hicieron a un lado para mostrarme las lecturas que los formaron, y por eso aparecieron Oscar Wilde, Rabelais y Dumas, entre otros. Pero sin duda alguna, la joya escondida en esta novela es la idea de libertad. Aunque compartían muchas cosas, no todos los surrealistas entendían a la libertad de la misma manera. Para Breton era la llave que permitiría quitarle las cadenas a la imaginación, y más tarde, para Paul Eluard sería la palabra mágica que, al pronunciarla e invocarla, nos permite cambiar de nuevo el rumbo de nuestras vidas.

A mí me fascinó la idea de Philippe Soupault, según la cual, la Libertad y la Muerte son dos hermanas gemelas, y por eso con frecuencia quien busca a la Libertad puede encontrarse por azar con la segunda. En fin, quise que quien lea esta novela sienta que visita la Francia de 1927, cuando el mundo es muy joven, y aún es posible descubrir la poesía, la libertad y el amor en los zapatos del protagonista.

GB: Retomando la filiación con la novela de aventuras, veo tu libro en relación con la máquina de contar del cuento de hadas, del cuento tradicional. Algo que colabora mucho en lo adictiva que es la novela es el imperio de la acción. Tu novela no trata de convencer al lector de que existe ese mundo sobrenatural, sino que lo muestra en su devenir. Yo lo relaciono con una audacia muy particular de esta empresa novelística tuya de reclamar París y Francia para la imaginación latinoamericana. Significa plantar la bandera de una clase de imaginación que, en efecto, la veo más en términos del realismo mágico, es decir, de cómo el latinoamericano se relaciona con los hechos anómalos como si fueran lo más cotidiano. Llevar eso, sacarlo de Comala y de Macondo y llevarlo a París y a Marsella, reclamar al Conde de Montecristo y a Dumas como algo latinoamericano es lo que me pareció un coctel sorprendente. Gracias al dominio de las acciones esa prosa veloz y regida por los hechos ofrece una propuesta novelística bastante disruptiva; son nuevas aguas que se están explorando.

MS: Me intimidaba muchísimo escribir sobre París. Me parecía imposible escribir sobre una ciudad como esa, que cuenta con una tradición literaria imponente. No hay otra urbe que haya generado tal cantidad de novelas, pues sobre ella no sólo han escrito quienes viven allí, sino también quienes la imaginan, la añoran o desean. Se puede recrear la historia de la literatura universal a partir de los relatos que hablan sobre París. Todo lo puedes encontrar allí: de las primeras novelas modernas a las epistolares y las más sofisticadas novelas de ciencia ficción. Yo no me sentí con derecho a escribir sobre París hasta que soñé con un monstruo, que me perseguía por un callejón parisino. Esa vez desperté y me dije: si ya tengo pesadillas que ocurren en París, tengo todo el derecho de escribir sobre esta ciudad. Así empecé a contar la primera versión de Catorce colmillos, a medida que escribía No manden flores. Tardé alrededor de diez años en hallar la voz adecuada. Para mí lo más importante en esta novela compuesta por tres aventuras fue la creación de una voz. Una vez que sintonicé la voz de Pierre Le Noir, y supe cuáles eran sus estrategias para contar, supe que podía comenzar a escribir sus historias.

Una vez, en alguna de las muchas bibliotecas que visité en Francia, encontré un libro que reunía archivos de la policía francesa sobre los escritores de ese país. La policía francesa espió las reuniones de algunos de sus principales escritores durante los siglos XIX y XX a fin de conocer su posición sobre ciertos asuntos nacionales. Cuando leí esos testimonios sobre Zolá o Breton, supe que eso era lo que quería hacer: inventar a un policía que debiera infiltrar ni más ni menos que al movimiento surrealista durante sus famosas sesiones secretas, y a eso me he dedicado estos años. Estoy convencido de que las vidas de los surrealistas, tal como ellos las contaron en sus memorias o en sus entrevistas, constituyen un género literario excepcional y poco comprendido, que los narradores aún no hemos explorado como se merece.

IS: Un gran escritor crea su mundo propio, con sus leyes y sistemas. En ese universo, cada novela debe tener un valor por sí misma, como es el caso de Muerte en el Jardín de la Luna, que es una historia muy bien escrita y divertida, y que pueden comprender incluso quienes no han leído Catorce colmillos. ¿Crees que cada novela debe valer por sí misma?

MS: Ese era el reto. Cuando terminé Catorce colmillos me di cuenta de que no me quería despedir de mis personajes, así que empecé a escribir en ese mismo instante Muerte en el Jardín de la Luna. Poco a poco me di cuenta de que sería una aventura con el mismo personaje pero sería un relato independiente y de carácter distinto. Como dice allí el protagonista: la mayoría de las novelas policiacas cuentan cómo un detective persigue a un criminal o a un sospechoso. En Muerte en el Jardín de la Luna quise contar qué pasaría si los tipos que detuvo y mandó a prisión mi detective se escaparan esa misma noche y lo buscaran para matarlo. Por primera vez en mi vida yo ignoraba a dónde iba ir mi personaje pero me limité a seguirlo, y en cada capítulo él y sus perseguidores me sorprendieron paso a paso. Le Noir se enfrenta a nuevos jabalíes y fantasmas, a momias egipcias, a seres que mueren trágicamente, e incluso al monstruo que inspiró la escritura de El conde de Montecristo, pero yo no esperaba encontrar ninguna de esas piezas. Me costó abandonar la seguridad de los recursos realistas que ya conocía, pero una vez que lo hice fui de sorpresa en sorpresa, porque descubrí los detalles de la aventura al mismo tiempo que mis personajes.

Para terminar de responderle a Vicente, no sé si a cada persona le asignan tres monstruos al momento de nacer, pero sospecho que sí nos asignan una serie de escenas e historias, y si no las escribimos jamás nos dejarán en paz. Borges tiene un cuento en donde una multitud de monjes se hallan en un desierto frente a unos pizarrones, y cada vez que un hombre habla en la Tierra tachan una palabra dentro de una lista, y cuando el hombre pronuncia todas las palabras que le fueron asignadas, ese hombre muere. Yo creo en esto pero por la vía inversa: mientras sigamos escribiendo las escenas que nos imaginamos, tenemos razones para vivir. No hay nada mejor que tener una historia que contar; si uno la tiene encuentra a como dé lugar las condiciones para hacerlo. Es la vía de Shariar y Scherezada: contar cada día una nueva historia para que la vida prosiga y no se detenga.

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