Por: José Homero
En la poesía de Ramón López Velarde hay ecos de la literatura para niños y de la tradición fantástica, una veta creativa poco estudiada por la academia. De este modo, las hadas madrinas y los príncipes, personajes propios de nostalgias infantiles, conviven con sus penas amorosas.
“Tal vez solo en la infancia los libros ejercen una influencia profunda en nuestras vidas” escribió famosamente Graham Greene. Si en las líneas leídas durante la infancia se encuentra cifrado nuestro futuro, entonces en las antiguas sombras y crepúsculos donde Ramón López Velarde aprendió a leer, nacieron sus grandes tristezas pero también se fraguaron sus creencias. Sorprende, por ello, de verdad sorprende, la miopía crítica ante las migajas que nuestro poeta feérico fue dejando en el sinuoso follaje de sus escritos y que aún aguardan en el bosque nuestra espiga. En efecto, en los poemas y las prosas abundan las alusiones tanto a las lecturas de infancia como a la tradición féerica. La más famosa acaso se encuentre en El piano de Genoveva, que, además de referir a una historia que debió conmover profundamente al niño Ramón, implica al cuento de la Bella Durmiente, cuyas circunstancias debieron afectar, asimismo, vivamente al autor pues lo recordará en otros textos:
tu música es historia de poéticos males: habla de encantamientos y de princesas reales, de los pequeños novios que por robar los nidos una tarde nublada se quedaron perdidos en el bosque; y nos cuenta de la niña agraciada que recibió regalos de sus once madrinas, que no invitó a la otra a sus bodas divinas y que sufrió por ello los enojos del hada. (Velarde 98: 27)
Publicado el 8 de enero de 1912 en Pluma y Lápiz, revista omniscia que gracias al periódico El Regional, fundó Eduardo J. Correa en Guadalajara, el calce indica la fecha de creación: el 27 de diciembre de 1908. Además de la fragancia bolerística que hoy nos parece despiden sus versos, cuando en realidad sus aires son más propios de un nocturno, a su prestigio contribuye la asociación de piano y ataúd:
Me pareces, ¡oh piano!, por tu voz lastimera, una caja de lágrimas, y tu oscura madera me evoca la visita del primer ataúd que recibí en mi casa en plena juventud. (Ibid.)
Sin contexto, la semejanza pareciera enigmática y propicia para lucubraciones sobre el amor y la muerte, pero nada audaz cuando reparamos en que apenas dos lunas atrás el poeta había quedado huérfano. En “A mi padre”, fechado el 12 de noviembre de 1908, inédito hasta su exhumación por Guadalupe Appendini1, Ramón expresa su duelo con detalles pródigos, a contracorriente de la posterior argucia estilística de difuminar los rasgos y mellar las aristas de los datos hasta plasmar atmósferas trémulas y reticentes. Más reveladora sin embargo es la confidencia a su amigo editor Correa en una carta del 22 de diciembre de 1908 –precisamente una semana antes de que concluyera El piano de Genoveva.
He estado con el alma abatida por una depresión mortal. Realmente es horrible sentir que con la muerte del padre se rompe ese vínculo de respeto y amor, fuerte como acero y dulce como la mejor de las ternuras. (López Velarde 91: 87)
Hubo, sin embargo, otras ocasiones, menos populares, casi inadvertidas, en que el poeta consignó que las lánguidas y melancólicas notas musicales del piano le sugerían penas amorosas y nostalgias infantiles al punto que se convierte casi en un tema sujeto a versiones, aunque no improvisaciones. Uno de sus Renglones Líricos retoma, casi textualmente, el asunto del poema de 1908:
En la calleja solitaria tiemblan notas de ingenuidad, llorosas, que hablan de poéticos males: del espanto de los niños perdidos en el bosque, de la princesa núbil que mordió una fruta con veneno y quedó encantada, de los cumplimientos de los Siete Enanos a Blanca de Nieve…
Sí, estas notas agónicas, que se desmayan a prima noche en el barrio, evocan leyendas de infancia; más ¿de dónde nace la música pueril y tristona que nos hemos parado a escuchar, yendo por la acera? (López Velarde 90: 404)
Ejemplar cifra de esa sensibilidad tardíamente romántica que nos permite conjeturar que Gustavo Adolfo Bécquer permeó más de lo que el jerezano hubiera admitido, “Los pianos” ofrece una trascendencia con respecto al poema, cuyo enfoque es melodramático; la música proclama la pena de la intérprete y las notas son indiscretas:
Piano de Genoveva, te amo por indiscreto; de tu ama a todo el mundo revelas el secreto; cuentas, uno por uno, todos sus desengaños.
El lírico ensayo, en cambio, configura una atmósfera comunitaria, con el sentido religioso. En un auténtico alarde de dominio narrativo y de la asimilación de los recursos del cine –recordemos que López Velarde asentó su afición al nuevo arte en varias crónicas–, va de la percepción sensorial auditiva –las notas agónicas– a la visual, y tras indicar que la melodía proviene del piano que se entrevé por la ventana, el narrador procede a describir la escena, otorgando realidad a lo que era un desplazamiento retórico. Atisbando tras los cristales, nos brinda una estampa de la vida familiar hogareña en una ciudad del México provinciano de la segunda década del siglo XX.
Seguramente sale de la caja oscura de ese piano que se entrevé por los visillos de la ventana. Se mira también, sobre una mesa en que dibujan varios niños, un quinqué con caperuza verde. Está tocando, quizá, la hermana mayor. No ejecuta con maestría, es cierto, pero comunica a los sonidos que arranca al piano un temblor de emoción. Sí, estas notas agónicas, que se desmayan a prima noche en el barrio, evocan leyendas de infancia; más ¿de dónde nace la música pueril y tristona que nos hemos parado a escuchar, yendo por la acera? (López Velarde 90: 404)
Esa focalización donde el piano es el centro del hogar permite convertir la música en vehículo de los anhelos de la humanidad. La melodía, el romance, no son ya más los requiebros de amor de una solterona –una pena subjetiva–, sino que expresan los sueños colectivos; de quienes escuchan, de quienes leen. El mundo entero parece contagiarse del lirismo de la hora azul –y sí, me suena a Agustín Lara.
Señorita humilde del piano que se queja en la noche: Usted ignora cuántos sueños suben a lo azul en esta hora. Sube el sueño de usted misma, que en el teclado finca el pedestal sonoro de un monumento a la felicidad; sube el sueño de los niños que, al dibujar frente al quinqué, trazan los rasgos de una quimera que los divierte; sube mi sueño en alas de la música de usted. Y, probablemente, sube también el sueño de ese rondador anónimo que se emboza y se queda inmóvil al otro extremo de la acera. (Ibid)
Otra prosa, Dolor de inquietud, remite, de nuevo, tanto al poema como al ensayo publicado en El Eco de San Luis en 1913, con su asociación de la música en lontananza con la nostalgia platónica de la perfección:
A las veces, caminando en la noche por una calle lavada por la lluvia, las notas de un piano nos sugieren emociones sutiles, paisajes de cuento de hadas, figuras castas, como la del pincel de los frailes pintores que eran dueños de una luz celeste. (Ibid: 409).
En la corte de las Buenas Gentes
Además de este tríptico de variaciones sobre un tema único, hay otro poema contemporáneo a El piano de Genoveva de temática tan semejante que sorprende –otra vez– haya pasado inadvertida la relación. Me refiero a Color de cuento que al connotar a dos princesas de sendos relatos une las divergentes alusiones del poema a Genoveva y la vindicación de los pianos hogareños –aquel invoca a la durmiente; el segundo a la blanca–. Con ello comprendemos que las diferentes menciones no se excluyen sino que se enlazan en torno al amor de una amada que pese al patronímico del famoso poema llorón, dudo mucho que fuera Genoveva Ramos Barrera, como se ha venido repitiendo sin mayor reflexión.
Propongo que sumemos El piano de Genoveva y Color de cuento a Ofrenda romántica, que asimismo cita a los cuentos de hadas (“nada son para ti todos los cuentos / que en la remota infancia / divierten al mortal”), y los integremos al ciclo de Fuensanta. Ello resolvería el enigma de las fechas, que poco se ha atendido. Pues en efecto, al identificar a la Genoveva poética con la homónima amiga del poeta, que en 1908 rondaba los veinte años, se soslayan las incongruencias de la atribución. Por principio se desacredita el verso que declara que la doliente pianista tiene ya treinta años pero igualmente resulta ilógico tomar como protagonista de una queja por la soledad y soltería a una chica que para entonces apenas ha cumplido la veintena. La alusión a los treinta años en cambio es constante en López Velarde para connotar a su amada Josefa de los Ríos, a quien considera una belleza otoñal.
En apoyo a esta hipótesis, además de aducir el compendio vital de Genoveva Ramos Barrera (1887-1963), remito a “Las horas”, otra reveladora prosa en la que el poeta inviste a Fuensanta como una hija de las alegóricas Horas, al tiempo que se ratifica su configuración como una hermana de las hadas y con atributos principescos; de la Bella Durmiente (“las mágicas flores con que las hadas madrinas regalan a las princesas recién nacidas”) y de Blanca Nieves (“recogieron tu pelo de oro oscuro sobre tu nuca de nieve”). Para mayor claridad en la identificación, vuelven a señalarse los treinta años que convierten a la amada en una belleza marchita y declinante:
Así es como las Horas, girando en torno tuyo, deshojaron sobre tu cuna, con sus dedos rosados, las mágicas flores con que las Hadas madrinas regalan a las princesas recién nacidas. Así es como las Horas, siempre benévolas, recogieron tu pelo de oro oscuro sobre la nuca de nieve, en el amanecer de tu adolescencia. Así es como las Horas, en el apogeo de la juventud, te dieron esperanzas e inundaron de luz tus pupilas. Así es como las Horas, hoy que tus treinta años marchan melancólicamente pisando las hojas secas, te otorgan el prestigio de una declinación milagrosa. (López Velarde 90: 393)
Uno de los primeros poemas, A una pálida (López Velarde 90: 104), identifica a su “dama de las eternas palideces” por los destellos de pureza que irradia “el hada del país de la tristeza”. Aunque sin fecha, presumiblemente debió escribirlo circa noviembre de 1906, cuando asediaba a Josefa Ortiz de los Ríos. Un poema hermano –se encontraron en el álbum de José Villalobos Franco– es “Pureza”, que gira en torno a la pureza, la albura y el contraste entre el amor platónico que profesa a la destinataria y las pasiones impuras que el joven ya conoce: “sólo tú no dejas el hastío de los placeres” (Ibid: 102).
Avistamos ya un campo imaginativo en el que la música del piano se asocia con el anhelo amoroso, dolencia que aqueja a las jóvenes provincianas en perpetua espera, como al paso se menciona, por ejemplo, en “El reloj”. Más allá de la anécdota –la música nocturna procedente de una casa consistorial que resuena en las calles solitarias de la ciudad provinciana–, hay una suerte de nuez del motivo. Remontando aún más la corriente textual, podríamos situar la semilla semántica en el primer poema conocido de López Velarde, A un imposible, que insinúa el tema de la música nocturna y la asociación con el amor, revestido aquí de imágenes funestas, indicativas acaso de la puericia más que pericia del poeta imberbe:
Iré muy lejos de tu vista grata y morirás sin mi cariño tierno, como en las noches del helado invierno se extingue la llorosa serenata (Ibid: 101)
La amada de otros tiempos
Las citas a personajes, tramas y circunstancias propias de los cuentos de hadas no se agotan en la música sino que el eco se prolonga y transforma en otras sugerencias. En una de las prosas más antiguas, publicada en El Regional el 20 de junio de 1909, se encuentra –obviamente– una de las primeras menciones en prosa de los cuentos infantiles:
La añosa poesía de los príncipes de los cuentos que se iban a buscar esposa a desconocidos países, se quedará corta ante la amable realidad. Ya no sólo el príncipe, también el villano y la clase media decorarán su vida con la expedición aérea a ciudades planetarias que tendrían bastante con su novedad para subyugar al viajero (Ibid:: 341)
Si bien “Mundos habitados” dista, por su henchimiento retórico de la opima madurez de la prosa de El minutero, lo cierto es que este fruto temprano muestra varias virtudes, entre otras su afinidad con los ensayos narrativos de Jorge Luis Borges y sus visos futuristas, por lo que amerita su rescate como pieza pionera de la ciencia ficción en México. Se inspira en uno de los puntos recurrentes en los cuentos folclóricos: el viaje del héroe para obtener el objeto de su búsqueda; en este caso, se trata de un príncipe en busca de esposa. Esta función sustenta también la anécdota que se alude en El silencio: las peripecias de un príncipe que habiendo partido a otro reino en busca de esposa debió sufrir una prueba –otro tópico de los relatos, según Vladimir Propp:
Leída y soñada viene a mi memoria la aventura de un príncipe que vivió en la época de que hablan los cuentos de infancia. Al buen príncipe le impuso el padre de la novia, un rey voluntarioso, como condición para entregarle la mano de su hija, que encontrara el palacio mejor de una extensa y abrupta serranía encantada desde hacía varios siglos (Ibid: 354)
López Velarde argumenta en favor del silencio como territorio propicio a la meditación y la inspiración. Además de esta reflexión, que diríamos trivial pues no hay escritor o pensador que no aquilate el silencio para la génesis imaginaria, López Velarde ofrece una clave en la que apenas se ha reparado para dilucidar su comportamiento amoroso. Al declarar la preferencia por el platonismo, por el ideal de lo femenino antes que por las encarnaciones, dilucida esa renuencia al compromiso y la continua errancia erótica. No cito el ensayo, sin embargo, por esta clave, sugerente y trascendente sin duda, sino porque, tras privilegiar la fantasmagoría antes que los cuerpos, el ensayo vira hacia la confesión y concluye con una alocución a una misteriosa “Amada de otros días” a la que pide permanecer en el jardín y el castillo del silencio.
ven al castillo del silencio, para que vaguemos bajo sus bóvedas seculares; para que descansemos a la sombra de sus corredores, nunca profanados con el menor bullicio, y para que en la alta noche nos asomemos a los balcones abiertos del infinito y podamos percibir la sorda palpitación de la eternidad… (Ibid: 355)
Ese viraje, de una meditación en torno el silencio a la evocación de una amada lejana, descubre la llave de oro que abre la puerta al jardín de las correspondencias. La amada de otros días no es otra que Eloísa Villalobos, la referencia de dos textos de temática y nombre semejantes: La viajera –poema– y Una viajera –prosa– Por ello El silencio, publicado ya se ha dicho en junio de 1912, es correspondiente de la prosa sobre la provinciana de viaje, que apareció al siguiente año, en octubre de 1913. Comparemos:
Amada: ven al jardín del silencio, a mirar abrirse las flores, en la paz religiosa de sus prados; a gustar de las frutas de sus árboles inmóviles y a mirar cómo, en el espejo de sus fuentes, se copian las constelaciones. (El silencio, Ibid.
Jardín, silencio, frutos, aromas y estrellas que se copian y reverberan en Una viajera: vi en la calle a una lejana amiga de la infancia con la que no hablaba desde los días en que aprendimos juntos el alfabeto, la suma y la resta, el Catecismo y los nombres de algunas estrellas que, al atardecer, buscábamos en el alto cielo, desde el jardín que olía a naranjos… (Ibid: 391)
En La escuela de Angelita, el poeta rememora su aprendizaje para formular una tesis: la educación de los pequeños debería quedar en manos de las mujeres pues de este modo se atenuaría la violencia de la separación del niño de su madre:
Se gradúa todo un camino que arranca de los brazos maternales y concluye en la áspera cátedra de un áspero maestro de instrucción cívica. No deja de ser brusco arrancar de la familia a un personaje de seis años para soltarlo, de golpe y porrazo, frente a un dómine pedante, frecuentemente de melena y generalmente de folletín. Una maestra y unas condiscípulas equivalen, en cambio, a un suave y lucido factor de educación. (Ibid: 444)
Como en uno de esos mensajes infantiles que la llama revela, al cotejar y atender las correspondencias entre El silencio y La viajera se delinea el nombre de la amiga con que aprendió el alfabeto, la aritmética y el catecismo. Si López Velarde no hubiera dejado suficientes claves para resolver el acertijo de la hija del médico del lugar, bastaría este detalle para identificarla con Eloísa Villalobos, pues se trata de la misma niña con que asistió a la escuela de Angelita, a la que evocará como su compañera de juegos y que aquí se declara como la amiga con la que estudió “en la misma banca de la misma escuela” y con la que corrió “bajo la fronda de los árboles solariegos”. Desde el inicio percibimos las notas que permiten la identificación, la innominada viajera es la misteriosa narradora que le “narraba cuentos de fantástica bondad, niños perdidos en el bosque, hadas protectoras, encantamientos de princesas reales…”(Ibid: 391)
Concluyamos el tejido: al unir todos estos hilos, al seguir la senda marcada por las migajas textuales, comprendemos no sólo la presencia de los cuentos de hadas en la configuración del imaginario de Ramón López Velarde, sino también la importancia que Eloísa Villalobos, presencia femenina hasta ahora en la penumbra, tuvo tanto en la biografía como en la escritura del jerezano. Es ella la cuentista tantas veces evocada, ella con la que además de jugar por las calles cercanas y el jardín leía “la historia de Voltamad y su caballo, la de los niños perdidos en el bosque, ciertos versos de don Manuel Carpio y aquellos otros, de no sé quién, que acababan así: «¿Por qué lloré?, pero no llores»?”(Ibid)
Bibliografía
López Velarde, Ramón (1990), Obras, ed. de José Luis Martínez, México: Fondo de Cultura Económica.
López Velarde, Ramón (1998), Obra poética, ed. de José Luis Martínez. Madrid: ALLCA XX-Colección Archivos, Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores.
López Velarde, Ramón y Eduardo J. Correa (1991), Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles, 1905-1913, ed. de Guillermo Sheridan. México: Fondo de Cultura Económica.
Nota:
1. Guadalupe Appendini, A la memoria de Ramón López Velarde. Jerez: Gobierno del Estado de Zacatecas, 1988.
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