Por: Darío Alemán
Es verano de 2019 y en las calles de San Juan, Puerto Rico, ya van diez días de protestas que parecerían de fiesta, de no ser por algunos enfrentamientos con la policía y por una consigna que entre canción y canción retumba en el aire: ¡RICKY, RENUNCIA! Mientras tanto, en La Fortaleza, residencia del gobernador Ricardo Roselló, las paredes se estremecen con el sonido de los gritos y el polirrítmico background del reguetón.
Hay bocinas dispuestas en las plazas y también en las tarimas levantadas para la ocasión. A través de ellas resuenan las voces de Residente (René Pérez), Bad Bunny (Benito Antonio Martínez) e iLe (Ileana Mercedes Cabra), tres músicos boricuas de géneros urbanos. Cantan “Afilando cuchillos”, un tema urgente, hecho al calor de las manifestaciones, que algunos consideran el himno de estos agitados días.
Si el pueblo entero quiere que te vayas, cara dura, y tú te quedas, entonces, estamos en dictadura…
La revuelta, cocinada al sol despiadado del Caribe y aliñada con los sudores diarios de decenas de miles de personas, tuvo su origen el 8 de julio, cuando la prensa reveló los RickyLeaks: más de cien páginas de un chat de WhatsApp entre Roselló y sus asesores. Las conversaciones, además de racistas, misóginas y homofóbicas, contenían burlas hacia los afectados por el paso del huracán María, en septiembre de 2017. Cuatro mil seiscientos sesenta y cinco puertorriqueños murieron a causa de este desastre, mientras que un porcentaje considerable de la población perdió sus viviendas y sus trabajos. La administración corrupta e ineficiente de Ricky Roselló sólo dilató el estado de devastación del país.
La furia es el único partido que nos une.
En las calles, la masa avanza humillada y resentida. Pero también grita y canta y baila. No hay que dejarse confundir por ese detalle. Para entender las formas de esta furia hay que integrar la masa y gritar, cantar y bailar con ella, no ya para ser escuchado, sino para ser. El boricua no es sino mediante el júbilo del cuerpo. En esta isla musical no existe el tiempo, sino el tempo. Aquí el ritmo lo canaliza todo, desde la alegría hasta la contagiosa ira popular que ahora mantiene al poder en estado de sitio. Una cintura entregada al perreo, unas piernas ágiles y calibradas por la percusión y un culo dibujando círculos perfectos en el aire pueden ser en estos días lo mismo que un puño en alto, un cóctel molotov o una consigna política repetida por un altavoz.
Arranca pa’l carajo y vete lejos, y denle la bienvenida a la generación del YO NO ME DEJO…
Una revolución, incluso una 2.0 como ésta, necesita líderes, gente que arengue, que se suba a una tarima, ondee una bandera y diga en pocas palabras lo que todos piensan. En las calles de San Juan y desde las redes sociales, son principalmente reguetoneros quienes asumen este rol. Es lógico, al menos aquí, donde el discurso político más certero puede ser una canción.
Nicky Jam, Daddy Yankee, Farruko, Anuel AA, Residente, Bad Bunny y otros artistas como Ricky Martin y Olga Tañón canalizan y dan orden al rencor caótico del pueblo de la misma forma en que se ordenan sonidos para crear melodías. Ellos también sienten ese rencor, ellos también son boricuas y muchos de ellos, exitosos, ricos, famosos, también marchan como uno más.
Flow, perreo, reguetón, música del arrabal. Los jóvenes de Puerto Rico han impuesto sus propios códigos de protesta. El cambio generacional ha propiciado un cambio discursivo que no sólo rompe, sino que se burla de cualquier paradigma estético y político tradicional. El arte de los caseríos ya se cansó de mantenerse al margen de los procesos políticos, por eso tomó la batuta y ahora exige que se marche a su ritmo.
Y no se trata de hablar malo en las conversaciones. Malo hablo yo en mi casa y en to’as mis canciones. Se trata de que le has mentío al pueblo con cojone’.
El reguetonero, incluso el exitoso, a veces parece desdeñado por el arte y abrazado por la industria. Así lo hace ver esa entelequia conocida como alta cultura, que si sobrevive es a golpe de dejar caer el peso de su (pre)juicio sobre las cabezas de todo aquello que considera un producto de mercado con fecha de caducidad próxima, mercancía barata dirigida a quienes sólo les alcanza para consumirla. Esta visión, clasista hasta la médula, es un asunto ya viejo y superado, pero no faltan las élites y los círculos conservadores que todavía se empeñan en hacer pasar lo marginado por marginal.
Sin embargo, creer que los reguetoneros boricuas representan la realidad de los marginados de su país resulta facilista e involuntariamente hipócrita y condescendiente. Ningún reguetonero —o al menos la mayoría de los que apoyan las protestas— ha sostenido su fama musicalizando el drama de los caseríos de donde salieron, lo cual tampoco marca distancias entre el músico y su origen, más bien lo contrario. El éxito de estos reguetoneros no está en reflejar la vida de quienes habitan los barrios pobres de Puerto Rico, sino en darle forma a sus fantasías más exageradas, aunque sin perder el anclaje social. Las ropas caras, las mansiones, los coches de carrera, las fiestas interminables, las prendas de oro, los dólares cayendo como confeti, todo esto pierde significado si no se le canta también a las tentaciones erógenas, al sexo instintivo y desprovisto de formalidades, al estatus que edifica la violencia y a ciertos códigos de honor arrabalero. El reguetón, el trap y el hip hop caribeño no son entonces simple música comercial, sino géneros performáticos y contraculturales con que los marginados vuelven mainstream sus apetencias y sueños, obligando a medio mundo a bailar a su compás.
Frente a La Fortaleza, el reguetón vuelve a hacer lo suyo: cantarle al deseo inmediato de los puertorriqueños, que es la renuncia de Roselló.
La protesta continuará dos días más con su música, sus bailes, sus cacerolazos y sus consignas. Durante ese tiempo, el flow se habrá afianzado como estrategia de batalla; el ritmo del bajo como tambores de guerra, y el movimiento de la cintura como un ejercicio militar. El 24 de julio, Ricky Roselló anunciará desde su escondite la renuncia en un discurso grabado al que nadie atenderá, excepto por la noticia de su salida del poder. Afuera, en las calles, los manifestantes se abrazarán y celebrarán de la única forma en que se puede celebrar una victoria así: perreando hasta el suelo.
Tarde del domingo 4 de abril de 2021. La Habana, Cuba
San Isidro, uno de los barrios habaneros más pobres y olvidados, es sitiado por la policía. Varias patrullas rondan la zona, mientras otras se aparcan a ambos extremos de una calle, como para cerrar el paso a los curiosos y a cualquier periodista independiente que pretenda acercarse. Hay policías uniformados por doquier y también agentes del Ministerio del Interior vestidos de civiles, que en vano intentan pasar por simples ciudadanos. El gobierno dio la orden de capturar al rapero contestatario Maykel Osorbo (Maykel Castillo) cueste lo que cueste, pero se le ha hecho tarde. Al interior del perímetro marcado por la policía, una multitud de vecinos ha salido ya de sus casas, creando una suerte de círculo protector alrededor del perseguido.
Hace apenas unas horas estuvo a punto de suceder lo de todos los días: una patrulla intercepta a Maykel, los policías le piden su identificación, él les dice que se la quedaron unos oficiales del Ministerio del Interior que le apresaron e interrogaron hace más de un mes, luego lo someten, lo esposan y lo mantienen 24 horas tras las rejas de un calabozo. Ésta ha sido la vida de Maykel durante las últimas semanas, un bucle pensado para naturalizar una injusticia. Sin embargo, esta mañana los vecinos de San Isidro decidieron romper la inercia del régimen enfrentándose a la policía, disputando con ella el cuerpo del rapero y colocando después sus cuerpos frente a la patrulla para que él huyera.
Maykel Osorbo se refugió muy cerca, en la sede del Movimiento San Isidro (MSI), una casucha destartalada en el corazón de este barrio. Aquí se reúnen, cuando pueden, varios artistas contestatarios que, como él, conocen las prisiones, las salas de interrogatorios y la violencia del régimen cubano. Junto a unos pocos amigos, Maykel se encierra en este sitio. De los sucesos de esta mañana, sólo conserva una de las anillas de las esposas cerrada en su muñeca.
Cuando tenía diez años, su madre le dijo que saldría a la esquina y nunca más volvió. Era 1994, el año en que decenas de miles de cubanos se aventuraron a cruzar el estrecho de la Florida en improvisadas balsas para escapar de la hambruna. Aunque quedó bajo la tutela de su abuela materna, realmente fueron las calles pobres de La Habana quienes le criaron. En su nuevo hogar, esa otra parte de la ciudad que el gobierno se esfuerza en esconder de la vista de los turistas y los extranjeros nostálgicos de la Revolución, sólo abundan cinco cosas: edificios que se derrumban, negros, familias hacinadas, pobreza y violencia.
La juventud de Maykel no transcurrió en un pupitre escolar, sino tras los barrotes de una prisión, de donde salió con una nueva idea de sí mismo y de su entorno. Entonces comprendió que en verdad no era un marginal, como tampoco lo eran muchos de sus compañeros de celda ni los muchachos que crecieron en las mismas calles que él. En todo caso eran marginados, olvidados, población desechable y despreciada por una élite autoritaria. Nadie más que esa élite cargaba con la culpa de las casas que se venían abajo, de la miseria que obligaba a los niños a escoger entre comer e ir a la escuela y de la hambruna que le separó de su madre. Así nació su conciencia política, la cual canalizó mediante el rap. Durante los siguientes años, vivió como un artista underground censurado. Ahora, la dictadura le considera un peligroso enemigo, y por eso en televisión nacional le llama delincuente, presidiario, y critica su lenguaje vulgar, el que se habla en la Cuba de los solares. Para defenderse de Maykel y otros raperos contestatarios, el régimen cubano responde con violencia y se escuda en su ridículo elitismo.
Desde sus postas, los policías observan con impotencia las bocinas que en la sede del MSI reproducen a todo volumen “Patria y vida”, y también a Maykel, que se pasea por este trozo de acera, sintiéndose protegido por la multitud que corea “¡Se acabó! Sesenta años trancado el dominó”. Él también la canta. De hecho, una de las voces que sale de la bocina es la suya, junto a las de El Funky, Yotuel, Descemer Bueno y el popular dúo Gente de Zona.Que la gente conozca esta canción es una punzada directa al corazón del régimen, el cual la ha prohibido y hasta ha ordenado apresar a quienes la reproduzcan públicamente o a los que escriban una porción de la letra en la fachada de sus casas. La represión, sin embargo, todavía no ha podido irrumpir en la intimidad de un par de auriculares. Este coro da fe de ello.
La dictadura está en decadencia, putrefacta, en caída libre. De otra forma no se defendería de una simple canción como una fiera herida y atrapada, lanzando erráticos zarpazos al aire. Primero dice no reconocer a Maykel como artista, luego difunde que otro de los intérpretes, casado con una cantante española, es un “jinetero”, y después los llama a todos homosexuales, sólo porque en el videoclip uno de ellos aparece con el torso desnudo y estar junto a alguien así “no es cosa de hombres”. Finalmente, la propaganda política les echa en cara el color de sus pieles, como si tal cosa fuera un insulto, a la vez que les exige gratitud y obediencia. Sin la Revolución, agrega la maquinaria mediática de la dictadura, no serían cantantes, sino “negros limpiabotas”.
“Patria y vida” es un desafío al régimen totalitario cubano desde su título, pues reconfigura el dramatismo necrológico de una de las consignas favoritas del castrismo. (“Ya no gritemos ‘patria o muerte’, sino ‘patria y vida’”). La canción es, además, el retrato de una joven generación que no ha sido vencida por el adoctrinamiento, que aguanta el peso de una dictadura sólo por el miedo y la frustración heredadas de las generaciones anteriores. “Hoy yo te invito a caminar por mis solares, pa’ demostrarte de qué sirven tus ideales.” La razón de su éxito y su prohibición ha sido la misma: contraponer a la propaganda política la realidad del país, nada más.
El coro continúa, arengado por un Maykel desatado, a quien una cámara inmortaliza en una imagen épica. El torso descubierto, un rugido que no necesita escucharse para sentirse, la furia dibujada en el rostro, el brazo levantado, el puño cerrado, la anilla de las esposas que no pudieron aprisionarle las manos colgando como un trofeo. La escena, inevitablemente, transmuta, viaja en el tiempo. Maykel es ahora un cimarrón, un negro insurgente que ha deshecho sus cadenas y sin otra forma de decir “Soy libre” que no sea un grito de guerra que le exorcice de toda una vida de esclavitud. Como cimarrón, Maykel se siente un animal salvaje, un depredador de monte, indomesticable. Su selva, el entorno silvestre que reconoce como su hogar, es una jungla de edificios derruidos, y su palenque, los marginados que esta mañana le regalaron un día de libertad.
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