lunes, 10 de enero de 2022

Jesús Nieto: Sesiones con Roberto. Una larga entrevista con Roberto González (1952-2021), músico mexicano

Roberto González. Concierto «Rockdrigo Siempre Vivo», Multiforo Cultural Alicia, Ciudad de México, México. Foto: ProtoplasmaKid.


Por: Jesús Nieto*

“Yo soy un chilango con raíces veracruzanas. A pesar de la cercanía geográfica, hay una serie de diferencias que a mí me parecen abismales entre Alvarado, donde nací, y la Ciudad de México. A mí me marcó esta experiencia, para bien y para mal”.

Estamos en la casa de Roberto González en la zona de Copilco, a unas cuadras de Ciudad Universitaria en la delegación Coyoacán. Apenas inicia el año 2016 y tengo un acuerdo con mis tutores de tesis: entregar un borrador completo ese verano. Por teléfono, el músico muestra cierta reticencia a ser entrevistado; pero, al final, mi tarea de persuasión rinde fruto y cede. Me recibe en su sala un martes a media mañana y me ofrece café recién preparado.

Roberto no es amigo de las grabadoras de voz. Y, en general, no se siente tan cómodo hablando, siendo sujeto de una entrevista. Hace poco le pasó que dijo algo a partir de una pregunta y luego le quedó la sensación de ser citado fuera de contexto. Pero hay algo más: a Roberto siempre le ha implicado un esfuerzo extraordinario la interacción social.

“Yo me llegué a sentir más cómodo cantando, en vez de hablar con la gente. Lo social siempre me costó trabajo. Hice la primaria en siete escuelas, en tres ciudades distintas. Eso me hizo sentir siempre como alguien que no pertenecía, alguien que era diferente y no en el buen sentido. Por ejemplo, en Alvarado, en Córdoba, en Ciudad de México se habla y se vive de manera diferente. En Alvarado, una mentada de madre es un saludo fraterno; aquí, una mentada de madre acababa en madrazos. Pero al tener una guitarra, entendí otra manera de comunicarme”.

Le dije por teléfono que me interesaba hablar con él acerca del sujeto de mi investigación de tesis, el ícono del llamado movimiento Rupestre, Rodrigo González, “Rockdrigo”. Ahora que estamos sentados frente a frente en su casa sé que tengo que ir ganando terreno poco a poco, porque al principio se resiste a hablar del tema. Me dijo también por teléfono que no tenía mucho qué aportar. Pero eso me habían dicho varias de las personas a las que intenté entrevistar, como si al final Rodrigo fuera alguien que conocía a medio mundo pero con pocos intimaba.

Esto último me lo confirmó Fausto Arrellín, el guitarrista y compositor que supo ver el potencial de lo roquero en Rodrigo, el que lo invitó a trabajar en un grupo y desembocaría en la banda Qual que se presentaba en esos foros marginales de la periferia donde el rock se convirtió realmente en algo popular. Se sabe que tras el festival de Rock y Ruedas en Avándaro, en septiembre de 1971, el gobierno -de la mano de las “buenas conciencias”- determinó que el rock era una nefanda influencia extranjera corruptora de la juventud y que había que abrazar nuestras verdaderas tradiciones, hermanarse con los países más allá de la frontera sur pero no con el norte anglosajón. Y se prohibieron las tocadas; entonces, emergieron los llamados hoyos fonqui, sitios clandestinos con pésimas condiciones de sonido (y de seguridad en todos sentidos) en los que el rock siguió respirando. No sólo eso, ganó fuerza en otros ámbitos sociales. Pasó de ser entretenimiento de clases medias a espacio de expresión de los sectores oprimidos de la sociedad. El Three Souls In My Mind devino en El Tri, por ejemplo, y dejaron atrás las canciones en inglés. En algún sentido, al gobierno le salió el tiro por la culata. 

Llegó un punto en que Rodrigo supo aprovechar las circunstancias (bastante limitadas por el contexto) y, al tiempo que tenía un pie en las tocadas masivas en zonas marginales de la capital, también dialogaba con el público de las clases medias, ubicado más hacia el sur de la metrópoli. A Roberto, en cambio, le costó más trabajo estar aquí y allá. Por eso, él jamás se podría haber puesto Rockberto, ni le gustó mucho la idea de pertenecer a algún grupo por demasiado tiempo. Roberto fue ante todo un solista que amaba la militancia de la soledad, como diría Luis Cernuda. 

Pero ya llegaremos a los años setenta. Vayamos por ahora a la infancia de Roberto González, quien nació en Alvarado, Veracruz, el 24 de septiembre de 1952.

“Vine a vivir a la Ciudad de México. La primera vez tenía seis años y me costó trabajo. No pude adaptarme y regresé con familiares a Córdoba. A los diez, once años ya me quedé. Me hice a la idea. Yo cuando llegué pensaba y hablaba como jarocho, luego me convertí en chilango. Empecé a escuchar la música de la ciudad. La gente de mi edad oía rock clásico, de los sesenta. Y, por otro lado, estaba la música folclórica latinoamericana en un ambiente un poco intelectualizado, politizado, ubicado en la universidad, el politécnico, o en espacios culturales. Y sí eran dos mundos separados. La gran mayoría de los grupos de rock en México cantaba en inglés. Casi todos. Había cosas interesantes como el Pájaro Alberto, de los pocos que no hacían cóvers”.

Para Roberto, la música estaba desde siempre en casa. 

“Yo, afortunadamente, tenía desde chico la influencia del son. Mi abuelo materno era músico, entre otras cosas. Era baterista, y casi caimán. Tocaba en un grupo que se llamaba Los Tigres del Jazz. Era una instrumentación clásica: metales, bajo, percusiones. Tocaban música para bailar, afroantillana, cumbias, son veracruzano”.

Incluso antes del abuelo, ya estaba la música.

“Mi bisabuelo materno era panadero y tocaba el contrabajo y el clarinete. Los domingos en el centro de Alvarado a las siete de la tarde hacían la serenata. Subía la banda al quiosco y tocaba. Eran los festejos domingueros. Tuve mucha relación con el bisabuelo que estaba más en casa. Iba a la panadería muy temprano. Yo lo veía cuando regresaba a eso de las ocho de la mañana. Me dejó muchas cosas. Lo oí tocar. Sacaba el clarinete y lo tocaba en el patio. Y ejemplificaba cosas. Decía que el son debía tocarse aflamenca’o. Quizás porque en su evolución constante, estaba perdiendo ciertos acentos flamencos en ese momento y él como que lo extrañaba un poco”. 

Entre la jarana y la guitarra.

“Aquí en la Ciudad de México escuchaba las rocolas. Me acuerdo de una cafetería en una esquina del parque de la Pagoda. Y allí se escuchaban los Beatles, los Rolling Stones… los Kinks. Allí empecé a aprender. Entonces yo tenía estas dos vertientes: sí oía ambas cosas, sí las llevaba adentro. Dejé la jarana y agarré la guitarra porque eso era lo que había en el medio, aunque en los primeros grupos a los que pertenecía había una jarana. En Un Viejo Amor (el breve grupo en el que estuve con Jaime López, Emilia Almazán y Guadalupe Sánchez), por ejemplo, la usábamos. Cuando tocábamos juntos cosas de Pablo Zamudio, de Cri-Cri, cosas populares, tocábamos jarana. Creo que siempre tuvimos esas dos posibilidades y apreciamos tanto una como la otra. No veíamos mal a los roqueros que cantaban en inglés, al menos yo no lo hacía. Tampoco me disgustaba la gente que hacía folclor y se ponía poncho. Sentía que ambas cosas me pertenecían, que allí estaban y eran parte de mi identidad, no las escogí”. 

Pero lo común en la época no era la aceptación de las influencias.

“No había mucha relación entre estas dos vertientes y sí hablaban despectivamente de los otros. Los folcloreros decían que aquellos eran imperialistas, que cantaban en inglés, que tocaban instrumentos ajenos como el bajo eléctrico, que estaban despolitizados. Y los otros decían que los folcloreros eran anticuados, que estaban en el pasado. Que estábamos viviendo una época de liberación, de globalización de la cultura. En fin, cada grupo tenía sus argumentos. Había también los románticos y bolereros, que normalmente tienen más acercamiento con lo comercial. También los músicos cultos, los jazzeros. Y se van haciendo cofradías. O los clásicos, que también llegan a pensar que lo único que importa es lo suyo”. 

De ahí hacemos una pausa en 1971, ese año fundamental.

“Yo fui a Avándaro casi por casualidad. Tendría unos 18 años y en ese entonces no conocía a toda esa gente. Un día fui a casa de un conocido, ahí en la misma colonia, que era un poco mayor que yo; creo que yo iba a buscar a su hermana, que era más de mi edad. Ella no estaba pero justo él se iba ese día a Avándaro en un coche y remolcando otro porque iba a correr a Avándaro. No olvidemos que era una carrera de coches fundamentalmente. Ahora me pregunto por qué ese tipo no tenía con quién irse… En fin, me fui con él. Creí que iba a una carrera de autos. Cuando llegamos, aquello era un desmadre… ¡Montón de gente entraba caminando, en coches, autobuses! Un montón de tráfico a la entrada; la pista llena de gente acampando encima. Yo perdí al cuate este con el que había llegado. Me quedé ahí sin dinero, solo. 

“Creo que el festival empezó en la noche. Recuerdo andar deambulando entre imágenes extrañas, entre lodo y gente desnuda bailando… Oí muchas bandas. El Pájaro Alberto, por ejemplo, cantando en español, esas rolas, vestido como iba con esas fachas. ¿Cómo se llamaba el grupo donde tocaba? ‘Porque la justicia toma tiempo, yo no pienso esperar / prefiero en mi cerebro caminar…’ La tal “Caminata cerebral” [**]. Una de esas bandas importantes por lo que aportaron, la actitud que tuvieron. Había pasado ese primer impacto del rock de Enrique Guzmán, Angélica María, Los Rebeldes del Rock. Y estos seguían una cosa un poco alternativa. Me gustaron, sentí una cierta relación con ellos. Me impactó mucho porque, además, había sido algo sorpresivo. Yo me sentía como un fantasma viendo la realidad emocional y mentalmente muy distante, muy sorprendido. Pasaba un cuate repartiendo ácidos. Ese fue mi Avándaro, como si hubiera sido depositado allí al azar. Fue muy simbólico”. 

Después de Avándaro, ya no sería tan fácil quedarse en el mundo de la música tradicional.

“Tenía relación con personajes de lo alternativo. Mi idea no era cantar huainitos. A mí la gran mayoría de la música me fue estorbando. La música tradicional, por ejemplo, me parecía que tenía mucho contenido conservador, misógino. Y yo estaba más buscando ciertas libertades”. 

¿A dónde pertenecía ese chilango veracruzano? El objeto que capturó mi atención desde el momento en que entré a la casa es un disco de acetato recargado sobre el piano. Se trata de Sesiones con Emilia (1980) de Roberto y Jaime, que marca un antes y un después en las composiciones del rock de los ochenta en México. Canciones como “La soga” o “Morir como mueres hoy” muestran las posibilidades de composiciones de algo que podríamos llamar folk mexicano. Letras ingeniosas, a veces más cerca del humor, otras próximas a la canción protesta; juegos corales, guitarra, armónica. “Libertad, libertad / aduéñate de la Tierra. Libertad, mi libertad / ven y toma mi ciudad” dice una de las rolas escritas por Roberto. Luego está esa otra de Jaime que dice: 

En toda la extensión de la palabra amor 

caben unas cuantas dudas, 

otras tantas muy agudas: 

cien respuestas de cien gentes, 

cien preguntas en la mente, 

dos monólogos o más 

y los gritos de las masas 

en toda la extensión de la palabra amor…

[...]

En toda la extensión de la palabra amor,

además de la alcahueta,

caben tríos y parejas,

burros, víboras y gansos,

los de uno y otro bando

hermandades y mecenas.

Es más, cabe hasta la suegra

en toda la extensión

de la palabra amor.

La canción paradigmática de la compilación es la que en todos los encuentros el público le pidió a Roberto durante los siguientes cuarenta años, “El huerto”:

Hay también quien afirma que tan sólo es sufrimiento, soportable nada más en el olvido, que el que canta va buscando a algún sediento para echarle encima su vaso vacío.

Yo no sé hasta dónde se resiente lo vivido, pues saberlo es simplemente estar ya muerto...

Seguiré siempre cantando lo prohibido, y gozando de los frutos de este huerto...

¿Dónde se movían estos músicos?

“Primero andábamos medio desbalagados y empezamos a tocar. Alguna vez incluso estuvimos en una fiesta en una casa alternando con el Tri y con otros roqueros. Y podíamos hacer eso. Tuvimos luego más relación con los folcloreros porque ahí teníamos más chance de chambear. Aunque también nos decían qué bonitas canciones pero por qué hacerlas en esos ritmos. No estábamos peleados, tocamos mucho en peñas.

“A Jaime López lo debí haber conocido a principios de los setenta. Estábamos en la misma prepa, la 5. Vivíamos en la colonia Country Club. No nos conocimos allí, aunque vivíamos cerca, en la misma manzana. Alguna vez, en la prepa, entré al grupo de teatro y allí andaba Jaime con su guitarra. Estaban montando una obra en la que él actuaba y cantaba. Lo vi, me llamó la atención y me acerqué a él. Nos empezamos a ver en nuestras casas y compartimos nuestras canciones e incluso llegamos a componer juntos. De ahí, yo conocí a Lupe y a Emilia, y les propuse que hiciéramos un grupo. Desde luego personajes como Jaime y Emilia fueron muy importantes para mi formación. 

“En esa misma época conocí a otros músicos de esas generaciones: José Cruz, un poco más joven. Tuve la dicha de compartir el escenario con él. Tocamos juntos. El primer Real de Catorce lo construimos Ábrego, José y yo. Ese grupo nació de un trío que existía entre Emilia y José. Hicieron un dueto en el que tocaban blues de ambos. Y yo les propuse acompañarlos en el bajo. Eran puras canciones de ellos. Luego Emilia decidió irse. En ese momento se acercó a nosotros Ábrego, ‘yo toco la batería’, nos dijo. Salió una tocada en el gimnasio de Coyoacán y fue cuando nos pusimos Real de Catorce. Yo lo propuse. Ellos no estaban muy de acuerdo, pero se quedó. Tocamos muchas veces juntos. Nos separamos porque a mí no me interesaba tocar en una banda blusera, con un estilo tan definido. Incluso tocábamos algunas cosas mías, pero también bluseaditas. No me acuerdo si me fui o me corrieron. Cambiaron el nombre. Un tiempo se llamaron Blues y Fuerza. Luego volvieron a Real de Catorce. José, para mí, fue importante.

“También conocí a León Chávez Teixeiro. Todos ellos: Emilia, Jaime, José, León estaban muy definidos por una cierta cultura. Cada uno tenía una propuesta distinta. A veces más politizados, más esteticistas, más críticos. Y en esa época conocí a Rodrigo. Pero todos ellos tenían en común el estar lejos del sistema”.

De pronto, aparece una opción, todavía en el ámbito de recelo por parte de las autoridades hacia el rock pero en el sur de la ciudad, lo cual ya era raro de por sí pues en la división geográfica, ese era territorio más favorable al mundo del folclor, y a la trova.

“El foro Tlalpan fue importante. Funcionó un par de años, a principios de los ochenta. Sergio García, el cineasta, siempre hizo superocho. Y es importante porque mantuvo una propuesta alternativa y él registró mucho de la cultura alternativa de México. En ese momento un amigo suyo tenía una casa en Tlalpan. Sergio se la pide para hacer una especie de cineclub. Creo que es el único lugar que se especializó en proyectar superocho aquí en México. Y Jaime conoce a Sergio y quedan de acuerdo. Los sábados es el cine y a Jaime le dan lugar para hacer música los viernes. Íbamos cinco siempre: José Cruz, Jaime, Emilia Almazán, el Cox (Jorge Luis Gaitán) y yo. A veces tocábamos solos, o en duetos, tríos. Se llamaba algo así como La respuesta está en los viernes. Y otro año se llamó Cada quien sus rolas. Allí yo conocí a León, y Rodrigo también llegó a tocar allí. Así se amplió el grupo de folcloreros, roqueros y grillos. Se armaron estas organizaciones; el asunto era vincular la actividad cultural a lo social y lo político. Sergio tuvo problemas con las autoridades en algún momento porque se tocaba rock y cerró el lugar”.

Después vino la relación con los Rupestres. Rodrigo González, oriundo de Tampico, había abandonado la carrera de Psicología en la Universidad Veracruzana para dedicarse a la música en la capital. No imaginemos un escenario prometedor. Llegó a tocar en donde se pudiera: camiones, calles, eventualmente cafeterías y restaurantes. Le pedían covers de todo tipo de grupos populares. 

De pronto, ve la necesidad de unirse a otros músicos para hacer equipo, consolidar un espacio de apoyo mutuo. Lejos de la militancia partidista, había una lógica un tanto más anarquista, de autogestión. No obstante, aprovechaban cualquier espacio que ofrecieran las instancias culturales del gobierno, las universidades o alguna otra organización. Así es como llegan a armar un festival de la canción rupestre en el Museo del Chopo. 

“Hubo un momento en el que la organización era muy amplia: había pintores, actores, escritores. Después hubo desencuentros y fueron quedando solo músicos. Había una intención de funcionar como una especie de sindicato, buscando tocadas para todos los integrantes. Yo llegué a tocar. Siguió habiendo pleitos y prácticamente se quedó Rodrigo solo con un séquito de unos cuantos que andábamos por ahí: con Fausto Arrellín, que era prácticamente su incondicional, tenía una relación muy cercana. Rodrigo hacía las rolas y Fausto hacía la banda, por decirlo de alguna manera. Andaban por ahí Nina Galindo y Beto Ponce, el Catana, Eblen Macari que era como un desbalagado. Eblen no se ubicaba ni aquí ni allá, creía más en encontrarse a sí mismo. 

“Rockdrigo era el más activo, el que más hablaba, y el más lúcido. Sobre todo, el más movido. Todos sabíamos que las instancias de la UNAM y las del Estado estaban ahí pero él era el que se movía. Él empezó a invitarme a tocadas en donde iba solo. Hacía muchas tocadas en hoyos fonqui, en el norte de la ciudad, masivos. Iba con la banda Qual. Pero de repente también trabajaba en el sur de la ciudad, en librerías, foros culturales; esas tocaditas las hacía él solo. Normalmente me invitaba y alternábamos. Yo abría, luego tocaba él. Cobrábamos una lanita y, muy amablemente, la repartíamos”. 

Rockdrigo incluso se encargó de redactar un Manifiesto Rupestre, un tanto en serio un tanto en broma, como siempre, en el que se consignaban las propuestas de ese grupo sin grupo tan poco definido pero con muchas ganas de agitar el avispero. Dice el final del manifiesto:

Los rupestres por lo general son sencillos, no la hacen mucho de tos con tanto chango y faramalla como acostumbran los no rupestres pero tienen tanto que proponer con sus guitarras de palo y sus voces acabadas de salir del ron; son poetas y locochones; rocanroleros y trovadores. Simples y elaborados; gustan de la fantasía, le mientan la madre a lo cotidiano; tocan como carpinteros venusinos y cantan como becerros en un examen final del conservatorio.

Hasta que llegó el fatídico 19 septiembre de 1985.

“Y, finalmente, el día antes de su muerte tocamos juntos en un lugar que se llamaba librería Bolívar en el sótano de un edificio en frente del Hotel de México. Esa noche había unos reventones, que era parte del folclor de ese ambiente. Había una fiesta en casa de León Chávez en Santo Domingo, en la parte popular de Coyoacán. Creo que era una fiesta de un amigo y él le prestó su casa. Yo había quedado de ver a Emilia, que ese día tocó en Los Talleres, en Francisco Sosa. Ya no tocábamos juntos, pero  habíamos quedado de ir a esa fiesta. Y yo invitaba a Rodrigo, pero él no quiso ir. Traía un equipito de sonido, de él: una consolita y un par de bafles que siempre usaba para estas tocaditas. Y también traía una camioneta de un amigo, Frederic, un mimo y actor que hacía performance y cosas así. Además esa noche estaba con él Françoise, su novia que acababa de regresar de vacaciones un par de días antes. Entonces, me dio un aventón a Coyoacán. 

“Llovía un chingo. Me acuerdo que hicimos más de una hora. Rodrigo venía despacito, del lado derecho sobre Insurgentes. Y habló mucho esa noche, de su obra, de otros compañeros. De alguna manera es como si presintiera su muerte. E hizo una reflexión final sobre las cosas que le parecía que estaban bien y las cosas que creía que no, de él mismo. No podría decir que supiera que iba a morirse, conscientemente, pero había algo que flotaba en el aire”. 

Según el recuerdo de Roberto, esa noche Rodrigo habló, entre otras cuestiones, de cómo quería dejar de ser la referencia de lo humorístico. Empezaba a hacerse de cierta fama. Mucha gente iba a escucharlo al Wendy’s, ese lugar en la glorieta de Insurgentes en el que cuenta Javier Bátiz que él fue quien lo invitó a subir al escenario la primera vez. Ya no le gustaba ser el cantante chistoso, no era su intención ser un bufón o un payaso. Así que estaba mejor tratar de seguir por el camino de esas otras canciones con una carga reflexiva, hablarle a quienes empatizaban con “No tengo tiempo (de cambiar mi vida)” o la “Balada del asalariado” más que a quienes esperaban que tocara la de “El Ete” o la de “Canicas”. No parece casual que se lo dijera a Roberto, pues si alguien era dado a componer canciones concienzudas y contundentes como la legendaria “El huerto”, que aparece por primera vez en el casette de la agrupación Un viejo amor, era ese muchacho alvaradeño.

“Él valoraba ese ritual que era tocar con un grupo pequeño de personas, le daba importancia a eso, que era un momento en el que se podía encaramar en la conciencia de los demás y jugar con eso. Yo creo que eso es importante, y él tenía esa habilidad, esa capacidad de manejar distintos estratos de una cierta cultura. Finalmente había estudiado psicología y leía de muchos temas. En un concierto con un público grande también hay un ritual, pero es distinto”.

La lluvia amainó y llegaron a Coyoacán. Esa noche, Roberto y Emilia fueron a la fiesta en casa de León Chávez Teixeiro. Rodrigo González y Françoise Bardinet volvieron a su departamento en la calle Bruselas, colonia Juárez. Era la noche del 18 de septiembre de 1985, antes de que la vieja ciudad de hierro se resquebrajara una vez más.

“Yo me enteré al día siguiente. Llegué en la madrugada a mi casa. Vivía en Romero de Terreros en una unidad habitacional. A la hora del terremoto me di cuenta porque se movió un móvil que había a los pies de la cama. Se cayó. Me di cuenta de que había temblado y me volví a dormir. Ya más tarde desperté y después del medio día prendí la tele y vi lo que había sucedido. Como vi que había sido muy fuerte el temblor por esa zona donde vivía él, le llamé por teléfono y sonaba ocupado. Fue cuando me acerqué más definitivamente al Comité Mexicano de la Nueva Canción porque sentí la necesidad de organizarme, de participar de alguna manera. Y estuve ahí. Ya conocía a estos personajes que eran, por ejemplo, León, el Mastuerzo, Briseño. Eran las cabezas visibles. Y otros personajes, un cantante y guitarrista oaxaqueño, Víctor Martínez, que cantaba folclor latinoamericano: canciones chilenas, argentinas, él era trotskista; René Villanueva, de los folcloristas, de tendencia leninista o maoísta, del Partido Comunista. Eran músicos que tenían una militancia. Pero el comité se abocó en ese momento a la acción. 

“Tres o cuatro días después me tocó estar en el momento en que alguien que se había quedado de guardia en el edificio de Rockdrigo, que se había caído, nos llamó para decir que ya estaban sacando los cuerpos de Rodrigo y de Françoise, y que los llevaban a la delegación Cuauhtémoc. Estaba en el comité Maika, una mujer que tenía una peña en Coyoacán, pero que luego se fue a vivir a un lugar en la costa oaxaqueña. Hasta la fecha creo que vive allí. Nos informaron que lo iban a llevar a la delegación. El compañero de Maika, Víctor, un baterista, tenía una combi. Pasamos primero a la Benito Juárez, que porque allí estaban dando ataúdes. Había una cola, y había que hacer un trámite, pero de pronto vimos que estaba allí una pickup con los ataúdes, y los tomamos, nos pareció lo más adecuado. 

“Fue un desmadre cruzar la ciudad porque además nos fuimos por el centro en vez de salir al Periférico. Encontramos los cuerpos en bolsas de plástico. Él tenía la marca de un golpe fuerte en la cabeza, seguramente fue eso lo que lo mató, y ella no tenía ninguna marca, seguramente murió asfixiada. Llegamos de nuevo al comité, en la calzada de Tlalpan. Lo primero que hicimos fue sellar los ataúdes con cera. Seguramente empezaban a oler, pero nosotros no lo sentimos mucho porque habíamos cruzado la ciudad y todo olía a muerte, un olor de podredumbre dulzona. Los estuvimos velando. Vino el padre de Rodrigo, con algunos otros familiares, seguramente su hermana Genoveva entre ellos. Y se llevaron el cuerpo a Tampico. Y los padres de Françoise también vinieron y se llevaron el cuerpo de ella a Francia. 

“Con el comité después estuvimos tocando en brigadas, en distintos barrios. En ese entonces yo me empecé a conectar con otra banda de la Roma. 

“Y esa fue mi relación con esos personajes por quienes yo sentía admiración; ahora me doy cuenta de eso, no entonces. El trabajo de Rockdrigo aunque está muy cerca de la oscuridad por los temas, siempre tiene una lucidez y una brillantez en la manera de exponer. Algunas frases suyas brillan con luz propia. Freud, Marx, Kafka, incluso Einsten, eran personajes que nosotros sentíamos que teníamos que conocer. Leíamos a Simone de Beauvoir también, quienes podíamos comprar un libro. Por eso, la manera en la que Rockdrigo menciona a Freud de manera tan natural, es algo muy de esa época: ya lo digo Freud, casi casi mi cuate. O esa canción de las Ratas… A pesar de esas oscuridades, el fondo puede ser muy dark, pero lo que está allí expuesto da luz. Él era un tipo que siempre estaba elucubrando ideas, metáforas. 

“No sé si pueda decir que fui su amigo, porque las relaciones de amistad, nunca las entendí. Yo, con Rodrigo, era alguien que no lo endiosaba, como muchos que ya lo veían como el maestro, pero tampoco competía con él, como otros tantos. Y yo creo que eso le llamaba la atención. Mi relación con él era distinta a la de los demás. Y yo creo que apreciaba mis canciones porque me invitaba a tocar con él, yo me sentía incluso privilegiado. Teniendo él tantos conocidos, me invitaba a mí. Pero mi limitante era que no sabía yo tener amigos. Nuestra relación era como muy livianita. Nunca fuimos a una cantina a beber y contarnos nuestras penas”.

Uno de los escritos más valiosos que dejó Rockdrigo es aquel en el que propone una relación entre el blues y el huapango como dos géneros que coinciden en una serie de cuestiones tanto de estructura musical como en las temáticas. Resulta muy interesante, pues en ello podría decirse que se basa buena parte de las experimentaciones que hacían tanto él como muchos de su generación, entre ellos Roberto, quien agrega:

“El blues es una forma de música afroantillana. Sus raíces están ubicadas en un espacio determinado que es el norte de Sudamérica, Centroamérica, el Caribe, y el Golfo de México, el sur de Norteamérica. Todo ese espacio geográfico tiene muchas cosas en común, y otras que lo diferencian. Se pueden vislumbrar dos visiones: la latina y la anglo. El blues es una forma más de la música afroantillana. No nos es tan ajeno como incluso yo llegué a creer en su momento”.

Lo cual, por otra parte, invalida en cierto modo la tesis que buscaría separar al rock de lo demás como extranjero. (Como si la música que escuchara García Lorca en sus estancia en Nueva York fuera totalmente ajena a los sones que oyó luego en Santiago.) En un momento incluso, le pregunto a Roberto off the record si le parece muy exagerado decir que “Twist And Shout” tiene mucho en común con “La bamba” y Roberto dice algo así como que esa canción popularizada por los Beatles era una bamba roqueada. Y ahí están Ritchie Valens y luego Los Lobos. Pero antes de eso, le pregunto también sobre las coincidencias/influencias entre la música de sus colegas y la nueva trova cubana.

“Seguramente a todos nos influenció la trova cubana. Hay un cierto prejuicio porque somos contemporáneos y hacíamos cosas similares, hablamos el mismo idioma, con una historia similar (la Colonia, las Independencias), cosas a las que no se les puede dar la vuelta. Y que además, a veces uno puede reconocer, por ejemplo en Rodrigo, cosas que se parezcan a la nueva trova. Y algunas de esas cosas pueden ser influencia y otras similitudes, resultados similares. No creo que la influencia de la nueva trova sea determinante en Rodrigo. Sus formas fundamentales están dadas de antemano, no creo que personajes como Pablo Milanés sean determinantes en él, pero sí personajes como León. Porque seguramente estaba más abierto a escucharlos. Y claro que también escuchó y seguramente le gustó, y tocó la nueva trova y hasta a Serrat con su amigo Gonzalo. 

“También hubo una cierta disyuntiva porque la nueva trova tuvo más penetración en México que personajes que hacían música más cercana a nuestra idiosincrasia, que nos habla más de nosotros mismos, pero que tuvo menos difusión. Ellos tenían un respaldo del Estado y su relación con el exterior se daba a través del Estado cubano. No solo tenían ese apoyo sino que tenían el de las instituciones culturales en México, y eso les valió para tener una gran penetración en nuestro país. Y nosotros, que hacíamos cosas similares, éramos rechazados. Silvio y Pablo tenían las puertas abiertas. Nada se les regaló, hicieron su trabajo, pero luego tuvieron el respaldo institucional. Otros supieron incrustarse en los ámbitos culturales, como por ejemplo Óscar Chávez, creo que supo hacer su carrera. O Briseño, a través de la militancia pudo tener su escuela. Pero pienso en León, o en José Cruz, siempre al margen de la industria, produciendo sus discos de forma independiente o peleando por el acceso a los espacios culturales”.

Además de Un viejo amor (1979) y Sesiones con Emilia (1980), ambos en colaboración con Almazán y López, Roberto grabó los discos: Lentejuelas (1982), Aquí (1988), Flor de poder (1991), Alvaraderías (2009), Madre Mesoamérica (2010) y Por ahora (2011). En varios de los homenajes realizados a Rockdrigo en el Multiforo Cultural Alicia, Roberto solía cantar “Ánimas”, homenaje póstumo a Rodrigo González que surge de la relación entre los dos músicos. 


Ánimas ligeras,

almas descarnadas,

sombras silenciosas que se posan

sobre nuestra ciudad.

En el viento hay un presagio,

por las calles una voz.

Uno de los muertos canta,

sale un blues de algún rincón:

mientras más tiempo pasa 

más te extraño, Rodrigo.

Roberto González murió el 20 de mayo de 2021. Sirva esta entrevista como un homenaje mínimo y una invitación a escuchar sus canciones.


C/S.

Los carteles fueron diseñados por Música Contra el Poder (Andrés Mario Ramírez Cuevas) para el Multiforo Cultural Alicia, que acogió a los Rupestres entre otros músicos urbanos durante los pasados 26 años. Este 2022 será el año en el que el foro cierra su ciclo.

[**] González dice recordar que escuchó al Pájaro Alberto en el Festival de Rock y Ruedas, lo cual no coincide con oros testimonios, pues el grupo Love Army tuvo un accidente el día previo al encuentro en Avándaro, por lo que no pudo llegar al festival. ¿Se confunde con Peace and Love? ¿Escuchó al Pájaro Alberto en otra tocada y en la memoria se mezclan los eventos?

*Jesús Nieto es autor de los poemarios Memoria itinerante (Ultramarina, 2019) y Preludio del Alba (Itacatl, 2021). Estudió Sociología en la UNAM y se doctoró en Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona con una tesis acerca de Rockdrigo. Se desempeña como profesor en varias universidades. También escribe ensayos, y artículos de opinión sobre música y literatura.

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