El pianista Mario Lavista.
En el marco del homenaje que El Colegio Nacional dedica al compositor Mario Lavista el viernes 18 de noviembre, con motivo de su primer aniversario luctuoso, compartimos con los lectores de Crónica un fragmento del discurso de ingreso a esta institución, pronunciado por el músico el 14 de octubre de 1998.
Agradezco muy cumplidamente al distinguido grupo de científicos, intelectuales y artistas de El Colegio Nacional su invitación a formar parte de esta ilustre casa. Es un honor y un privilegio ser miembro de tan eminente y selecto cuerpo colegiado. Mi gratitud especial a quienes generosamente presentaron mi candidatura para llenar una de las vacantes. En esta que es mi lección inaugural deseo examinar algunos aspectos de orden técnico y estético que han configurado el quehacer musical de nuestro siglo, y han guiado en gran medida mi trabajo como compositor. Uno de los más relevantes y significativos es el que se refiere a la diversidad de voces y de tendencias, a los formidables hallazgos y cambiantes rostros que dibujan la imagen múltiple y plural de la música moderna.
Son el asombro y no pocas veces la perplejidad, los sentimientos, si como tal pueden definirse, que determinan nuestra actitud ante las maneras tan diferentes de hacer y concebir la música de nuestro tiempo. Se trata de una auténtica torre de Babel en la que las lenguas son muchas y en cuyo ámbito conviven los compositores progresistas con los conservadores. Recordemos que el delicioso cuento musical Pedro y el lobo de Prokofiev, música neoclásica por excelencia, es contemporáneo de Lulu de Alban Berg, obra maestra del arte lírico, cuya estética se identifica con el Expresionismo, uno de los movimientos renovadores del siglo XX; al tiempo que Béla Bartók y Silvestre Revueltas conciben sus extraordinarios y novedosos cuartetos de cuerda, Gershwin y Kurt Weill estrenan comedias musicales en Broadway; mientras Moncayo escribe su “Huapango”, John Cage trabaja en el piano preparado y presenta su famosa y radical “4'33"” en la que el único elemento que se indica en la partitura es la duración; el mismo año en que Stravinski sorprende al mundo con la “Consagración de la primavera”, otro ruso, Rachmaninov, redacta una música deudora del lenguaje del siglo XIX; en 1949, año en el que muere Richard Strauss poco después de haber escrito sus espléndidas y decimonónicas “Cuatro últimas canciones”, Olivier Messiaen compone “Modo de valores e intensidades”, la primera obra en la que se serializan los llamados parámetros musicales; “Turandot”, última e inconclusa ópera de Puccini, se estrena al mismo tiempo que Arnold Schoenberg presenta sus primeras obras dodecafónicas, técnica que representa una de las tentativas más importantes para llegar a un nuevo ordenamiento del material sonoro; a principios de los años sesenta, Carlos Chávez introduce en su música el novedoso principio de la norepetición, mientras que en Estados Unidos Terry Riley y Steve Reich escriben obras minimalistas, cuyo principio estructural se basa en la repetición y transformación constante de unos cuantos elementos; en esos años no pocos compositores mexicanos siguen obedeciendo estérilmente la ideología de la escuela nacionalista, al tiempo que Manuel Enríquez lleva a cabo una renovación en el lenguaje a través de procedimientos aleatorios y el empleo de una novedosa grafía musical.
Estos ejemplos ilustran en forma harto evidente las enormes distancias que separan, tanto en el orden técnico como estilístico, a un compositor de otro.
Podría señalarse con justa razón que en otras épocas han existido también diferencias notables de estilo entre compositores de un mismo período, tal el caso de Chopin y Berlioz o de Verdi y Brahms. Pero no obstante los rasgos tan personales e inequívocos que encontramos en su música, estos compositores hablaron una sola lengua, un mismo lenguaje: el lenguaje de la tonalidad. Este sistema teórico delimitaba territorios precisos haciendo posible, por ello mismo, que la música y los músicos occidentales hablaran la misma lengua durante los siglos XVII, XVIII y XIX. Había no sólo una confianza sino una certidumbre en el lenguaje. Autores tan diferentes como Pergolesi, Rameau, Purcell, Bach, Manuel de Sumaya, Mozart, Rossini, Schumann, Liszt, Ricardo Castro y Saint-Saens, por no citar sino a unos cuantos, se sirvieron de este sistema musical para "hacer audible" todo lo que tenían que decir, todo lo que tenían que cantar.
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