lunes, 20 de febrero de 2023

A 48 años del deceso de Rosario Castellanos, el FCE edita Cartas encontradas


Retrato de la autora chiapaneca, captado en 1972 por Rogelio Cuéllar en San Miguel Chapultepec, Ciudad de México, tomado del libro ‘Cartas encontradas (1966-1974)’. Foto Rogelio Cuéllar /archivo fotográfico CNL-Inbal


Por: Juan José Olivares

El siguiente es un comentario de Rosario Castellanos, poeta, cuentista, novelista, ensayista, maestra de filosofía, pionera del feminismo en México, diplomática… una efigie de este país.

“Mi querido maestro: ¿qué le puede decir la subscrita? ¿Que estoy prendida de las lámparas? No es rigurosamente cierto, porque las lámparas que están a mi alcance son de mesa y el gesto no resulta muy estrepitoso. Pero, en general, licenciado, me siento bastante triste y bastante dada al cuás…”

Las líneas son extraídas de una de las misivas que se incluyen en Cartas encontradas (1966-1974), pieza literaria sobre el epistolario hondo que sostuvieron la autora de El eterno femenino y su devoto amigo, Raúl Ortiz y Ortiz, ensayista, traductor y diplomático, y quien fuera director de la Escuela de Extranjeros de la Universidad Nacional Autónoma de México, recinto donde forjaron su nexo de amistad.

El fragmento de la mencionada epístola (fechada en Wisconsin, Estados Unidos, en 1966, donde impartía cursos en la Universidad Madison) cobra importancia por la expresión: “estoy prendida de la lámpara”, que, curiosamente, la autora pronunciaba cuando tenía motivos de frustración y se burlaba de sí misma, como narra el propio Ortiz y Ortiz en el prólogo del libro, que edita el Fondo de Cultura Económica (FCE).

Como se sabe, la intelectual chiapaneca murió en Tel Aviv, Israel, a consecuencia de una descarga eléctrica provocada por, justo, una lámpara colocada sobre una mesa.

Ortiz y Ortiz recuerda el hecho de 1974, cuando Castellanos fungía de embajadora de México en Israel (bajo las órdenes de Emilio Rabasa), designada por el entonces presidente Luis Echeverría, a quien en un inicio le había rechazado el cargo por su “nula experiencia diplomática”, según argumentaba la autora de Ciudad Real. Su actividad, comentaba ella, “era el cultivo y la enseñanza de las letras, su dedicación al aula universitaria y a la escritura”. También el amor a sus actividades como líder de opinión en el tema del feminismo (“mi mero mole”), como reiteraba constantemente.

Para Ortiz y Ortiz, como externa en el prefacio del libro, fue quizás el ánimo de vivir un divorcio –que se pronunciaría días antes de que ella decidiera emprender el viaje– y una nueva vida en Israel, lo que la hizo aceptar la encomienda de dirigir la embajada mexicana en ese país. Tarea nada fácil, porque según ella, cuando llegó, encontró un lugar “siniestro, un nido de contrabandistas”.

Además, Rosario Castellanos vivió en ese país la guerra de Yom Kipur, terrible conflicto árabe-israelí, sin contar –como se dice en el libro– de una carestía económica institucional que la orilló, para sustentarse en Tel Aviv, a dar clases en la Universidad Hebrea de Jerusalén.

El trágico episodio de su final al que se refiere Raúl Ortiz y Ortiz, es que el 7 de agosto del año mencionado, Rosario, quien solía conducir de Jerusalén a Tel Aviv, decidió ir a comprar a un bazar una mesita para su casa. Ella deseaba probar sus intentos de decoradora: “Puso una lámpara sobre la mesa que acababa de comprar pensando que harían buen juego. La conectó y, sin sospechar alguna irregularidad, procedió a limpiarla con un trapo mojado. Las reacción fue fatal, ya que la corriente en Israel es de 220 vatios. El accidente fue a tal grado brutal que impactó a la escritora con mortal violencia. No murió de forma instantánea, sino en una ambulancia que la llevó al hospital, y la causa de muerte fue que se ahogó con su propia lengua”.




“La literatura, mi espina dorsal”

Estos pormenores se pueden hallar en Cartas encontradas (1966-1974), que incluye, además de profundas misivas entre ambos, el mencionado y revelador prólogo escrito por Ortiz y Ortiz, quien da una puntual visión sobre la trayectoria de su amiga “entrañable”.

En las postales, cuasi literarias, se puede sentir el interior de la autora de Mujer de palabras, que expone lo que para ella era la literatura: “mi espina dorsal”; gracias a ésta “he logrado no únicamente sobrevivir (lo que es ya una proeza dadas las circunstancias en las que me crié), sino –además– conservar la razón”.

La causa de este pliego era una pretensión de la autora de retirar de la editorial Siglo XXI una novela de más de 600 páginas porque a su juicio “no tenía el mérito suficiente” para ser publicada. No era un gesto de petulancia, sino de franca integridad de Rosario Castellanos, dominadora de todo género literario y para quien la única manera de resolver el conflicto de “igualdad” entre los géneros femenino y masculino –tema tan actual– era encontrar “la complementación de las partes, no el enfrentamiento de dos adversarios que nunca podrán ser iguales”.

Detalles sobre lo cotidiano y lo profundo entre Castellanos y Ortiz y Ortiz en primera persona presenta esta sustanciosa obra, que revela a una visceral creadora que solía decir que, aun en la distancia, hablaba con su amigo Raúl, con el que “platicaba, incluso, imaginariamente”. Hay que decir que ambos intelectuales compartían su gusto por la literatura, el cine, el teatro… el arte en general, así como por los papadzules, platillo tradicional maya que continuamente degustaban en un restaurante yucateco que estaba frente al ex cine México, en la avenida Cuauhtémoc.

El nexo entre ambos fue metafísico y visceral, por lo que la permuta textual fue siempre de comentarios profundos, personales y cotidianos. En una de sus cartas, Rosario acentúa: “Este epistolario que tanto me complace… es ya, el único género de literatura que practico…” Aunque tiempo después de éste, escribiría teatro y más poesía, porque ella, por organicidad, era “poetisa, poetisastra o poetastrisa”, como ella solía calificarse.

A través de esta correspondencia nos enteramos de los conflictos de sus últimos tiempos de diplomática, de la que irónicamente comentaba: “Pensar que pude morir sin haber sido embajadora, que era para lo que exactamente estaba hecha”.

En el libro, la autora de Balún Canán, ya en ese tiempo representante de México ante el gobierno de Israel, reconocía que “nunca había tenido la necesidad económica de trabajar, pero nunca he dejado de hacerlo. Para mí, el trabajo es la forma más tangible e inmediata no sólo de libertad, sino de realización personal”.

En 49 años de vida, como conceptualiza Raúl Ortiz a Castellanos, “logró integrar un mundo en el que reinaron su mirada congruente y cauta, la agudeza crítica, su apego a la verdad. Su voz siempre se elevó ante la injusticia, la hipocresía y la simulación. Su inteligencia analítica y sensibilidad le otorgaron claridad para abordar con éxito todos los géneros literarios”.

Ahora, a 48 años de su muerte y a seis de la partida física de su amigo Ortiz y Ortiz, vuelve a escucharse este libro, surgido del hallazgo de las cartas de la sobrina de Raúl Ortiz, Claudia Vidal Ortiz, quien las descubrió, muchas de éstas en fotocopias. La estupenda edición es del poeta Alfonso D’Aquinno, acompañado por el también escritor Marco Antonio Cuevas Ciceño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario