Por: Daniel Barrón
En Las evocaciones requeridas, José Revueltas acaso el autor menos afín a la excentricidad cosmopolita de Salvador Elizondo, hace un repaso de sus contemporáneos —Rulfo, Fuentes, Fernando del Paso e incluso José Agustín—, y le dedica una sola frase al autor del Farabeuf: “Una realización desde el principio”.
Para un autor que luchaba por encontrar su voz, que se debatía entre sus pasiones literarias e ideológicas, Salvador Elizondo parecía representar el misterio de literatura absoluta, aquel saber que es inaccesible por otra vía que no sea la composición literaria y que está escindida de todo vínculo de obediencia con respecto a una ideología, moda cultural o necesidad, que no sea la propia literatura.
Salvador Elizondo cumpliría 80 años este 19 de diciembre. Sus novelas Farabeuf y El hipogeo secreto son un santo y seña entre iniciados, casi un rito de pasaje dentro de la Literatura Mexicana. ¿Y quién mejor para recordarlo que su viuda, la fotógrafa Paulina Lavista? Consigo su teléfono y hago una cita. Días después, la señora Lavista me recibe quejándose teatralmente porque llegué 10 minutos antes de lo pactado y porque hasta ese momento sólo este redactor se ha interesado en entrevistarla con motivo de los 80 años que cumpliría su marido.
Paulina Lavista hace recordar a Gloria Swanson en la película Sunset Boulevard, habla con manos crispadas, acentúa con miradas de película silente, parece fumar no por placer ni por vicio, sino por estética, hace girar la brasa del cigarrillo como si quisiera hipnotizarte, mientras cuenta la historia de su marido como si estuviera vengándolo de una invisible afrenta.
— Salvador Elizondo fue mi marido por 37 años. En esta casa solíamos sentarnos en las tardes a platicar. Es quizás lo que más extraño. Es la casa familiar, porque un escritor no se puede comprar una casa con sus derechos de autor.
— ¿Considera que fue un escritor excéntrico?
— Sí, porque su vida fue muy peculiar. Fue hijo de Salvador Elizondo Pani, el Cecil B. de Mille del cine mexicano, director de los Estudios Clasa, fue él quien propició la era de oro del cine mexicano, bajo su producción se filmó Distinto amanecer, todo lo de Julio Bracho.
— Hubo escultores y dramaturgos en la familia.
— ¡Fidias Elizondo y Juan José F. Elizondo fueron sus parientes! Este último escribió con el pseudónimo de Pepe Nava, fue el autor de Chin-Chun-Chán. La madre de Salvador, doña Josefina Alcalde González Martínez, era sobrina del poeta don Enrique González Martínez.
Paulina Lavista, viuda de Elizondo. Foto: Cuartoscuro.
— Ese, el Octavio Paz de entonces. Salvador nació en 1932 en la Ciudad de México, fue hijo único y ochomesino. Y luego, debido a un puesto diplomático de su padre, Salvador se fue a la edad de tres años a Berlín. Más tarde, lo inscriben a la escuela y la primera lengua que aprende a leer y a escribir es el alemán. Hitler estaba en el poder cuando él llegó a Berlín. Pero él vive ajeno a todo eso, es sólo un niño, aprende a comer platillos alemanes, viaja en un Bentley por Europa junto con mis suegros, y regresa a México en uno de los últimos viajes del Orinoco. Me contaba que para él fue muy impresionante regresar a México. Berlín era oscuro, frío y llega aquí y mira la luz, el sol. Y lo primero que hacen sus papás es llevarlo a los toros…
— Su primera afición.
— Sí, llegó a vestir traje de luces. El vive una niñez excéntrica, su padre descubrió a María Félix, entonces él jugaba de niño con María, inclusive actuó en tres películas.
— ¿Cuáles?
— Ahora sólo recuerdo una El rápido de las 9:15 [dirigida por Alejandro Galindo]. Y yo también vengo del mundo del cine.
— Lo sé, su padre fue Raúl Lavista, compositor de música para el cine.
— El caso es que cuando sus padres se divorcian lo mandan internado a estudiar a Elsinore, una secundaria en Estados Unidos. ¡Y no sabía ni una palabra en inglés!, pero en dos semanas lo habla bien. Tendría unos 11 o 12 años. Y se compra una navaja para poder dominar a sus compañeros, recuerda que es mexicano, prieto y chaparro, así que le toca defenderse. Se recibe de cadete y aprende a disparar armas. Y es de esa experiencia de donde saca el tema para escribir su última novela, Elsinore.
— Y de allí surge su pasión por el inglés…
— Fue su placer en la vida, leer a Joyce, a Conrad, incluso sus lecturas de Dostoievski fueron en inglés porque no sabía ruso. Pero lo más importante es que en la época de Elsinore comienza sus diarios. Él decía que ese era su gran trabajo.
— ¿Y el francés?
— Lo aprende en Canadá cuando tiene como 16 años.
— ¿Y cuándo decide ser pintor?
— Más o menos a esa edad, su maestro fue Jesús Guerrero Galván, sus cuadros son muy intelectuales. Luego, en uno de sus viajes a Europa cuando ve los cuadros de Paolo Uccelo cuelga los pinceles. Dice que después de verlos que no tiene nada qué hacer allí. Sin embargo, es una afición que nunca dejará. Incluso tiene una exposición bastante mala, con un retrato de Irasema Dilián.
— ¿Cuándo comienza la revista S.Nob?
— A su regreso de París. Allí escriben Juan García Ponce, Jorge Ibargüengoitia, Emilio García Riera, algunas fotos son de Kati Horna, y las ilustraciones de Leonora Carrington. Era una revista semanal, de la que sólo salieron siete números. Y se acaba la revista.
— ¿Su primer texto?
— Lo publica en la Revista de la Universidad, se llama Sila, un cuento muy rulfiano. Salvador decía que Rulfo fue fundamental para que él quisiera ser escritor, lo respetaba mucho.
— ¿Cómo surgió el tema de Farabeuf o la crónica de un instante?
— José de la Colina que colaboraba con Salvador en la revista Nuevo cine, le llevó un libro que lo marcaría: Las lágrimas de Eros de Georges Bataille donde viene la fotografía de un chino siendo torturado con la Tortura de los Mil Cortes, el Leng T’ché, y al mismo tiempo había encontrado un manual del Dr. Farabeuf, que sí existió, especialista en amputaciones y que había ideado una serie de instrumentos para practicar dichas amputaciones. Y además, él estaba en el Colegio de México estudiando chino, fue uno de los primeros alumnos que se recibieron en sinología; y como sabes era un estudioso de Eisenstein, y le interesaba mucho la teoría del montaje, él declaró muchas veces que El acorazado Potemkin era la película más importante de la historia cinematográfica por su trabajo de edición. Con todos estos elementos escribe Farabeuf, pero es tan tímido que no lleva el manuscrito al editor.
— Entonces, ¿cómo llega a manos de Joaquín Díaz-Canedo?
— Lo llevó Gustavo Sainz. Yo no lo podía creer, me lo contaba Salvador y no lo podía creer, hasta que el propio Gustavo me lo dijo y me mostró un recibo que decía: “Recibí de Gustavo Sainz el original a máquina de Farabeuf de Salvador Elizondo”. Al mismo tiempo, Gustavo entregó Gazapo.
— Y con esa primera novela ganó el premio Xavier Villaurrutua de 1965.
— Sí, justo eso lo impulsó a seguir escribiendo, no es que lo haya dejado de hacer, pero no sabía si a eso quería dedicarse hasta que ganó ese premio. A partir de Farabeuf escribe un libro tras otro.
— Sin embargo, hay escritores contemporáneos como César Aira quien asegura que la mejor obra de Elizondo es El hipogeo Secreto (1968).
— Puede ser, aunque es un libro aún más complejo que Farabeuf, ese libro no es otra cosa que una descripción de ambientes arquitectónicos, en ese momento él estaba muy interesado en la arquitectura, le fascinaban las perspectivas truculentas de Francesco Borromini, las cárceles imaginarias de Piranesi, es un mundo que tiene que ver con la pintura, en aquel momento era muy amigo de la pintora Sofía Bassi. El hipogeo secreto, un libro muy complejo, que nunca nadie lo ha entendido del todo. Ambos Farabeuf y el Hipogeo son sus libros más traducidos, están en francés, inglés, portugués, hasta en chino.
— ¿Y la poesía?
— Él siempre se consideró poeta, aunque era muy crítico consigo mismo. Retiró de la circulación su primer libro de poesía, y con razón porque era muy malo. Pero hizo cosas maravillosas en ese ámbito. Fue maestro de Poética en la UNAM, él no tenía los créditos o el título para dar clases, pero entra por oposición, le hicieron un examen rigurosísimo y desde luego lo pasó, y se hizo profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, y allí desarrolla un libro muy bonito que se llama Museo poético: una antología de poesía mexicana que escribió para su curso. Allí formó a muchos escritores jóvenes, le gustaba mucho dar clases.
---- ¿Qué hay del periodismo?
— Como muchos escritores vivió durante años de dar clases y del periodismo, escribió una columna en Excélsior, luego en unomásuno una colaboración dos veces a la semana, en ese entonces no había becas.
— Hábleme sobre la entrevista a José Gorostiza, sé que usted estaba presente.
—¡Yo le tomé una foto a escondidas! Gorostiza no quería. La entrevista la realizó Salvador gracias a Vilma Fuentes, y fue la última entrevista que se le hizo a Gorostiza. Él estaba tan entusiasmado que se quitó el tanque de oxigeno para hablar con Salvador. Él le pregunta, ¿qué método siguió para escribir Muerte sin fin? Y Gorostiza le contesta, “poniendo ladrillos como se hace una casa”.
—¿Se conserva la entrevista?
—No, él la transmitió en la radio, en un programa que tenía en Radio Universidad, pero borraron todo, y no tienen ese programa. Sólo hay dos testimonios, mis fotografías y lo que él consigna en su diario. [En una entrevista al propio Salvador Elizondo, realizada por Fernando García Ramírez, el autor señala que también estuvo presente el poeta David Huerta quien grabó el encuentro: “David Huerta lo grabó, pero quién sabe qué fue de esa conversación”].
— ¿Cómo fue su relación con Juan García Ponce? ¿Es verdad que había rivalidad?
— García Ponce se casó con la primera esposa de Salvador, Michèle [Alban], así que imagínese, claro que había un conflicto, los dos tenían su carácter, pero lo respetaba mucho como escritor y aunque se pelearon muchas veces había reconciliaciones fantásticas, aquí vinieron a comer Michèl y Juan [García Ponce] muchas veces.
— ¿Y cómo recibió el libro Crónica de la intervención de García Ponce, donde Elizondo es uno de los personajes?
— Salvador respetaba mucho eso, decía: cada escritor puede hacer lo que quiera.
— ¿Cuál fue las relación entre Elizondo y Octavio Paz?
— Cuando Octavio Paz regresa de la India, de inmediato y muy inteligentemente, entabla contacto con los jóvenes escritores y funda Plural, que era un grupo en el cual Salvador ocupará el lugar que le corresponde. Paz le escribió un texto muy importante, “El signo y el garabato”, y Paz lo impulsa mucho, lo ayuda a entrar al Colegio Nacional. Salvador también fue muy amigo de Carlos Fuentes, porque además ambas familias, la de Salvador y la de Fuentes se conocían. La abuela de Fuentes y la de Salvador eran amigas y cuando se retiraron pusieron juntas una casa de huéspedes, a la que nunca llegó nadie.
— Finalmente, ¿qué importancia tienen sus diarios en la obra de Elizondo?
—Para él, la escritura de los diarios era lo más importante. Era su vida, allí dibujaba, allí se quejaba y denunciaba.
—¿Se están publicando?
— Saldrá una primera antología el próximo año en el Fondo de Cultura Económica, el libro se llama La punta del iceberg porque es a penas el 1 por ciento de los diarios, una selección mía. Y también están los “Noctuarios”, un buen día su diario se desdobló y comenzó a escribir otro sólo por las noches, porque tenía insomnio, y es una serie de cinco cuadernos que tardó diez años en escribir y eran solamente los pensamientos que le venían a la mente a las altas horas de la madrugada, hay una parte de ellos publicada en Atalanta, en el libro El mar de iguanas. Y yo pienso publicar en unos dos o tres años sus primeros cinco cuadernos íntegros sin selección. Él quería que comenzaran a publicarse 20 años después de muerto, tenía cierto recato con las personas que menciona en sus diarios; pero lo que yo pienso hacer es empezar por los primeros, cuando él era muy joven y las personas allí mencionadas están muertas.
— ¿Cuál es el legado de Salvador Elizondo?
— Una obra que sigue interesando, sobre todo a los más jóvenes. Al gobierno no le interesa, no sé consideró su biblioteca para La ciudad de los libros, y es una tontería, yo me voy a morir y, ¿dónde van a quedar esos diarios?, los originales. No la quisieron, y Salvador se murió antes que Monsiváis. Conaculta no ha querido tener nada que ver con Salvador o conmigo, yo les propuse una exposición y tampoco quisieron. Excepto el Villaurrutia, no le dieron el premio FIL, ni el Octavio Paz, sólo el Fondo de Cultura Económica se ha interesado por publicar cosas. Es decir, para algunos, sigue siendo un hombre ininteligible, un hombre singular, y para otros el gran escritor mexicano.
Entre los mil cortes que pueden hacerse para revelar el sistema nervioso en la obra de Salvador Elizondo, cinco escritores (narradores y poetas) de diversas generaciones, nos ofrecen una instantánea de su relación, a veces sólo literaria, con el autor de Narda o el verano.
Jorge F. Hernández (Ciudad de México, 1962) es autor de La Emperatriz de Lavapiés que quedó finalista en el primer Premio Internacional de Novela Alfaguara 1997. Su libro más reciente El álgebra del misterio.
“La importancia de Elizondo radica en que estamos ante una Literatura, mientras otros escribían obras; a diferencia del escritor a secas, Elizondo era auténtico grafógrafo: pintaba las letras y dibujaba con mucho tesón, y también prudencia, cada tono del adjetivo. Era políglota y extraordinario lector, era melómano y se nota en la calidad sinfónica de sus párrafos, en la sonata nada fácil de Farabeuf y en los pequeños grandes conciertos con los que narró su propia vida, ya en cuentos como en el Kirov o en sus muchas libretas… la mar océano del verdadero escritor”.
Mario Bellatin (Ciudad de México 1960) es uno de los autores más relevantes de nuestro país, galardonado hace apenas unos días con el premio Antonin Artaud. Invitó a Salvador Elizondo al Congreso de Dobles realizado en París, donde un “doble”, un joven estudiante entrenado por el propio Elizondo se hacía pasar por el autor para hacer declaraciones sobre escritura. Su texto más reciente es El libro uruguayo de los muertos.
“Cuando todo parecía caer en lo gris de un pensamiento en común. Cuando se instalaba una suerte de dictadura de las ideas -donde se acuñaba la frase que Latinoamérica estaba llamada a salvar a la literatura de los embates del avance de literario- surge la extraordinaria voz de Salvador Elizondo para hacernos recordar que la verdadera escritura no se forma creando una suerte de equipo de fútbol”.
Julio Trujillo (Ciudad de México, 1969) es uno de los poetas de la generación nacida después del 68 con una obra sólida y reconocida, es autor de Una sangre, El pero de Koudelka, Pitecántropo y Ex profeso, entre otros volúmenes de poesía.
“Me interesan mucho los ensayos de poesía de Salvador Elizondo, sobre todo sus incursiones –personalísimas– en la obra de González Martínez, Tablada y Gorostiza que se pueden encontrar en la recopilación de ensayos Teoría del infierno. Me parece que dichos ensayos están bañados por la luz de una evidente anglofilia de Elizondo. Así, a los mencionados poetas mexicanos se les puede leer bajo el influjo elizondiano de Blake, Joyce y Pound. No hay que olvidar la pasión que Elizondo le profesaba a López Velarde. Igualmente, la antología de poesía mexicana hecha por Elizondo en los setenta para los alumnos extranjeros de la UNAM, Museo poético (hoy reeditada por Aldus), es su visión de lo que entonces era la poesía mexicana”.
Daniel Saldaña París (Ciudad de México, 1984) es poeta y ensayista, su libro más reciente es La máquina autobiográfica.
“Como poeta, me interesa la narrativa de Salvador Elizondo más que sus ensayos sobre poesía. Creo que la veta abierta por Elizondo en su obra narrativa, el cuestionamiento del lenguaje y la conciencia crítica que son la base de libros como Farabeuf o El hipogeo secreto, tiene más descendencia en la poesía que en la narrativa nacional…
Elizondo es difícil de leer, me parece, y eso hace imposible una recepción masiva o una fiesta de aplausos alrededor de su obra. Ahora bien, dentro de todo, creo que se ha conocido más su literatura, fuera de México, en los últimos años”.
Armando González Torres (Ciudad de México, 1964) es ensayista y un poeta de grandes hallazgos, sus más recientes libros, Sobreperdonar y Peste, son compendios de una sabiduría punzante.
“Salvador Elizondo no sólo escribió numerosos ensayos sobre literatura y poesía mexicana, sino que tiene una antología clásica, Museo póetico, que no es un mero florilegio sino una propuesta de ordenamiento de la tradición mexicana, su evolución y genealogías internas y sus correspondencias con la poesía de Occidente. Se trata de un libro indispensable por su rigor y novedad de perspectiva que descubre no sólo un conjunto de autores sino un método de lectura”.