sábado, 9 de agosto de 2014

La suma de los ceros

 
“No me interesa leer a Nietzsche para decir 'Qué bonito' y quedarme tranquilo”. La frase la dice Eduardo Rabasa, uno de los fundadores de la editorial Sexto Piso, y parece definirlo por completo. Su primera novela, La suma de los ceros (Sur+), colecciona arrebatos: la pasión amorosa, la conflictiva relación entre un padre y un hijo, y sobre todo, la crítica a la democracia en clave de sátira política. Con la historia de la candidatura del joven Max Michels a la presidencia de Villa Miserias, Eduardo plantea una inesperada vuelta de tuerca a la novela de crítica social, un laboratorio narrativo de donde el autor espera obtener la fórmula que sirva para pensar y entender el presente. El desafío de Max al orden preestablecido tiene el fracaso asegurado, pero su autor es de los que piensan que toda aventura es reveladora. La suya personal, la creación de la novela, le permitió ahuyentar fantasmas personales y construir una nueva apuesta por la literatura que no le teme a mirarse al espejo de su tiempo. En esa tarea, por lo que dice poco después de pedir un refresco en su café favorito de Coyoacán, estuvo nada menos que siete años. Un trabajo demoledor pero ideal para el inquieto permanente, el mismo que invita al placer de la literatura desde su doble función de editor y escritor.
 
 ¿De veras tardaste siete años en escribir La suma de los ceros?
Eduardo Rabasa: Bueno, es verdad que dije eso, y admito que al decirlo fui víctima de mi propia exageración. De escritura, fueron tres. Lo que pasó es que el proceso de creación de la novela empezó siete años antes de terminarla, cuando ocurrieron algunas cosas que me llevaron a escribirla.
 
¿Qué cosas?
Principalmente, dos. Una, personal: tuve una crisis muy fuerte y hasta me enfermé. Como estaba enfermo, fui a ver a muchos médicos y nadie encontraba una respuesta, en parte porque lo que tenía era una somatización de esa crisis por la que pasaba. Me retacaban de medicinas, y en mi desesperación empecé a pensar en la relación entre la mente y el cuerpo, qué pasa cuando se desconectan y cuando no reconoces a tu propia mente ni sabes cómo combatirla. Esa escisión personal sería, luego, uno de los temas de La suma de los ceros. Y la otra cosa que me ocurrió, y ocurre aún, es cierto desajuste con la época que nos tocó vivir. Me refiero a lo político, lo social y lo laboral.
 
¿Por ejemplo?
Situaciones con las que tropiezas todo el tiempo. A mí me llama mucho la atención que la gente hable de sí misma como mercancía, que alguien diga “Me vendí muy bien” o “Hay que saber venderse”. ¿Cómo es eso de “Saber venderse”? El otro día conocí a una persona que trabajaba en American Express y me decía que allí es muy importante mejorar tu personal branding, es decir, que te consideres una marca. Y eso me choca, porque una cosa es que el sistema o el mercado te impongan las marcas, y otra es que tú desees convertirte en una. Así es nuestra vida cotidiana, y a mí me interesa ver el correlato político de todo eso.
 
¿Qué te resulta más difícil, escribir o editar?
Editar. Para mí, la edición implica una responsabilidad mayor. Nosotros publicamos muchos libros que son caros de hacer, y si te equivocas puedes perder mucho dinero. Al editar tienes una responsabilidad muy grande con la propia editorial, con el autor, con el público, con la prensa... y, en cambio, al escribir haces un poco lo que te da la gana.
 
No me esperaba esa respuesta, en general para los escritores nunca hay nada más difícil, riesgoso y trágico que la escritura.
Es que, a veces, los escritores se dan demasiada importancia. Y es difícil lidiar con egos tan desmedidos. Me ha pasado de conocer a autores cuyos libros me gustan mucho, y una vez que los conozco no vuelvo a leer una línea más suya. También hay excepciones, claro, porque hay gente sencilla y la verdad es que tengo muy buenos amigos escritores. Pero ellos son la minoría, la excepción.
 
¿La egomanía del escritor aumenta en una época en la que muchas veces parece que la figura del autor es más importante que sus libros?
Sí, por supuesto, eso es clave. Yo he visto a editores que a la hora de publicar un libro tienen muy en cuenta si el autor es guapo o feo.
 
 
Otra vez, el personal brand.
¡Te juro que es cierto! Hace unos años nosotros publicamos Los pájaros amarillos, un libro maravilloso de un ex soldado estadunidense que estuvo en Irak, Kevin Powers, y yo escuché a su editor en inglés decir “No sabíamos que era tan guapo, ¡en la editorial nos abrazábamos cuando vimos su foto!” Y yo no lo podía creer.
 
¿Cómo te convertiste en editor?
Mientras estudiaba en la UNAM. De hecho, el primer editor de Sexto Piso fue nuestro profesor de Filosofía Política, Luis Alberto Ayala Blanco. Nos hacía estudiar muchos textos poco ortodoxos, rompedores, y en un grupo de estudio que formamos con él surgió la idea de crear una editorial para publicar algunos de esos libros que veíamos en sus clases. Por supuesto, nadie sabía nada de edición, y en el fondo eso nos ayudó. Si hubiéramos sabido cómo era la cosa y todo lo que exigía, a lo mejor nos hubiéramos echado para atrás. Decíamos “Sacamos un libro, y con lo que vendemos publicamos uno o dos más”, y obviamente no es así. Sin embargo, ese no saber nos ayudó a ponernos en marcha. Nos aventamos a ver qué pasaba, y de a poco, con el paso del tiempo, aprendimos. 
 
En su último libro, El idioma materno, Fabio Morábito dice que el autor escribe porque quiere leer ese libro que aún no existe. En tu caso, que estás en contacto con tanta literatura actual por tu trabajo como editor, escribiste La suma de los ceros porque echabas de menos una literatura como la que planteas, de ideas y reflexión política?
Me va a resultar más fácil responderte en abstracto. Creo que hay cierta tendencia, con notables excepciones, de ausencia de originalidad en la literatura mexicana contemporánea. Se mueve un poco por modas. Me llama mucho la atención que, una vez que publican su primer o segundo libro,  los escritores jóvenes ya empiezan a hablar de “generación”. “Mi generación tal cosa, mi generación tal otra...” ¿Por qué? La escritura es un acto solitario, que te conecta con el mundo de tu intimidad. En todo caso, los críticos, dentro de muchos años, harán ese trabajo de establecer tendencias, pero es curiosa esa especie de obsesión...
 
¡...de personal brand!
Sí, un poco, sí. Y los temas: o escribes sobre el narco, o abiertamente declaras que tú no vas a escribir sobre el narco, pero entonces sigues gravitando en torno a eso. O, en la esquina opuesta, la “narrativa del Yo”, con el típico sujeto hastiado y la misma formulita del escritor misterioso y desaparecido, que Bolaño puso de moda sin saber el daño que hizo. Es como si el mundo no existiera más. Yo no digo que la literatura comprometida vaya a cambiar algo, pero me parece que por irse contra eso, contra lo que fue el boom, llegamos a una “literatura del Yo” que a mí no me interesa.
 
Entre otras cosas, La suma de los ceros es una crítica a la democracia. ¿Crees que está en sintonía con otras críticas de la época, como la de los Indignados españoles?
Sí y no. Creo que el desencanto y la crisis de legitimidad que permitió el surgimiento de los “indignados” es un ambiente de la época que coincide con el de mi novela. Pero lo que a mí no me convence de esos movimientos es que rechazan lo que hay pero no tienen claro hacia dónde ir. Tienen esa cosa inocente, sin sustancia política, que recuerda la pereza intelectual del idealismo hippie. Yo no digo que haya que proponer una ruptura violenta, pero la verdad, si estudias la historia, es muy difícil pensar en una ruptura con el sistema que no sea violenta. Morris Berman decía algo así como “lo que hoy necesitan los radicales es teoría, no tanta acción”. Es decir: vamos a pensar. Y creo que tiene razón. Para llegar a la propuesta, hace falta más crítica a lo existente. Eso es justo lo que nos falta hoy.
 
Los intelectuales liberales, como Mario Vargas Llosa, suelen decir que la democracia no es perfecta, pero es el mejor sistema disponible. ¿Coincides?
Yo pregunto: el mejor sistema, ¿para quién? El mejor para esos intelectuales, porque seguro no es el mejor para mucha otra gente. Hace unos años, el Latinobarómetro, que es un estudio que mide la opinión pública en América Latina, presentó un trabajo en el que un altísimo porcentaje de la población del continente decía que prefería una dictadura militar si eso mejoraba sus perspectivas económicas. Y eso yo lo entiendo. Para un intelectual liberal eso es un horror porque representa una amenaza de las libertades del intelectual, que ya no puede publicar. Pero ¿qué le importa la libertad de expresión a la persona que se muere de hambre? ¿Por qué le tendría que importar la democracia?. 

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