sábado, 29 de agosto de 2015

Condenados al olvido: Enrique Serpa y su legado

 
 
Por: Luis Cino Álvarez
 
Aunque ya poco se habla de él, Enrique Serpa (1900-1968) fue uno de los más importantes escritores y periodistas cubanos del siglo XX.
 
 
Su cuento Aletas de tiburón no puede faltar en las antologías del cuento cubano.
 
 
Contrabando, de 1936, es considerado un clásico de la novelística cubana. Al respecto, el ya desaparecido crítico literario Imeldo Álvarez consideraba que “antes de Carpentier y de Lezama Lima, las tres mejores novelas de autores cubanos eran Pedro el negrero, de Lino Novás Calvo, Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, y Contrabando, de Enrique Serpa.
 
 
Dicen varios críticos –y todo parece indicar que fue así– que Aguja, un cuento de Serpa aparecido en la revista Carteles en mayo de 1934 y posteriormente en su libro Felisa y yo, de 1937, sirvió de inspiración a Ernest Hemingway para escribir El viejo y el mar.
 
 
Refería la escritora Loló de la Torriente que Hemingway, luego de leer Contrabando, cuando conoció a Serpa en El Floridita, le dijo que era el mejor novelista de Latinoamérica, y le preguntó por qué perdía su tiempo como reportero y no se dedicaba a escribir novelas, a lo que el cubano le contestó: “Porque aquí no pagan 20 000 dólares por un cuento corto para el cine, y mi familia y yo tenemos que comer”.
 
Pero Serpa no ejercía el periodismo sólo para ganarse el sustento. Era tan excelente en los géneros periodísticos, particularmente en la crónica, como en la narrativa de ficción. De hecho, las crónicas de Serpa, aparecidas en las revistas Carteles y Bohemia y en el periódico El Mundo, están entre las mejores que se han escrito en Cuba.
 
 
A Serpa, que entre 1952 y 1958 fue agregado de prensa de la embajada cubana en París, los comisarios culturales de la revolución, aunque le permitieron seguir publicando en las revistas Bohemia, Mar y Pesca y Unión, y el diario El Mundo –donde trabajó hasta que el periódico  fue destruido por un incendio en el verano de 1968, unos meses antes de su muerte– no le perdonaban haber sido diplomático del régimen de Batista –que no de la República de Cuba–.
 
 
A pesar de que en su juventud se desempeñó en humildes oficios como zapatero, tintorero, tipógrafo y pesador de caña en el central matancero Mercedes Carrillo, y de su amistad con el poeta comunista Rubén Martínez Villena, los comisarios le reprochaban a Serpa “su pasado burgués”.
 
 
Incluso su amigo el escritor Manuel Cofiño, quien solía ser visita frecuente en casa de Enrique Serpa, en el prólogo del libro Aletas de tiburón –publicada en la Colección Huracán en los años 70– parece que, para anotarse unos puntos en la emulación entre intelectuales come-candela, lamentaría que “Serpa, condicionado por las características del quehacer del periodista en la época de la pseudo-república y entrampado en la estructura burguesa, no haya calado hondo en los problemas socioeconómicos y se limite a darnos imágenes periféricas, casi turísticas, aunque de indiscutible plasticidad”.
 
 
Y uno que conoce bien y sufre la grisura sin remedio del periodismo oficialista, se alegra del condicionamiento de Serpa no al panfleto, sino a esas características del quehacer del periodismo pre-revolucionario que tan brillantes plumas dio y que lamentaba el pobre Cofiño, quien moriría infartado a consecuencia de los disgustos que pasaba con los regaños de los comisarios de la UNEAC, a pesar de su disciplinada dedicación al realismo socialista.
 
Enrique Serpa al menos tuvo una suerte que muchos otros escritores –como Guillermo Cabrera Infante y Lino Novás Calvo, por ejemplo– no tuvieron: la de ser incluido en el Diccionario de la Literatura Cubana, confeccionado en 1984 por el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba.
 
 
Hoy, en el número cinco de Alta Arriba, la calle de unos 400 metros que va de la Calzada de Diez de Octubre a la Loma del Burro, en la barriada habanera de Jesús del Monte, está lo que queda de la casa donde pasó la mayor parte de su vida Enrique Serpa y donde murió en diciembre de 1968.
 
 
Clara Elena Serpa, la hija del escritor, con las pocas pertenencias que logró salvar de los derrumbes vive replegada en un cuarto en el patio, que antaño servía para guardar trastos y herramientas. La anciana, que vive orgullosa de su padre y pendiente de todo lo relacionado con su obra, atesora algunos cuentos mecanografiados, aún inéditos. La papelería del escritor la donó hace varios años al archivo del instituto de Literatura y Lingüística, donde se conserva.
Fuera de la casa de Enrique Serpa no hay una placa que lo recuerde. Adentro, el techo se desplomó hace años y sólo quedan las paredes, a duras penas en pie, a punto de ser devoradas por la vegetación.

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