Por: Marco Antonio Campos
Cuidadoso repaso, y comentario crítico, de la obra cuentística de uno de los grandes poetas del siglo XIX en México: Manuel José Othón (1858-1906). Observador minucioso del paisaje tanto humano como geográfico, su agudo sentido del humor y un estilo a la vez intenso y eficaz, su narrativa, se afirma aquí, si “no tuvo la gran altura de sus poemas, los cuentos finales lo destinan a cualquier antología que se haga de la época”.
Manuel José Othón (1858-1906) es una de las figuras más entrañables del siglo XIX y la transición de siglo. Su prominente poesía no tuvo la suerte o la necesaria circulación para ser reconocido fuera del país, como tuvieron las de Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Herrera y Reissig, José Asunción Silva, José Santos Chocano y Amado Nervo, siendo mejor poeta al menos que dos o tres de ellos. Ubicado por sus años en el modernismo, fue nota aparte en ese movimiento, al cual aborreció; del movimiento literario, en cambio, sí estuvieron cerca entre nosotros Bernardo Couto, Alberto Leduc o algún Amado Nervo. A los modernistas Othón los tildó de “tropa de raquíticos y enfermos” y le reventaban sus “extravagancias y oscuridades estrambóticas”. Sólo coincidió con el modernismo porque escribió sus mejores poemas y piezas narrativas en los años de oro del movimiento, y porque los historiadores o críticos que lo han incorporado a él han creído o querido hallar rasgos compatibles. En sus narraciones o en sus cartas dejó nombres de quienes leía y, por ende, prefería: Esquilo, Virgilio, Dante, Shakespeare, Garcilaso, Cervantes,¹ en fin, y también, los grandes de los Siglos de Oro y poetas, narradores y dramaturgos del siglo xix español. La biblioteca que dejó, después de vivir como “abogado de la legua” por villas y villorrios del norte del país, se redujo a unos cuantos libros, de los que quedan algunos en la casa-museo de la ciudad de San Luis Potosí.
Sabemos por una carta a Juan b. Delgado del 6 de marzo de 1905 que quería reunir “un libro de cuentos y novelitas que se llamaría Vida montaraz, pero todos son viejos”. Un año y diez meses después murió y el proyecto no pudo realizarse.
Othón y su esposa Josefa Jiménez vivieron casi siempre en una pobreza honesta. Quienes lo trataron dejaron constancia del gran cariño que tuvieron por ese hombre alto, caído de hombros, pelado a rape, de ojos que relampagueaban, buen católico, ingenuo y sencillo, con notable sentido del humor. Donde llegaba se hacía querer. Nadie que lo trató olvidó decir que tenía una gran alma de niño. Su ejemplar amigo José López Portillo y Rojas lo consideró “el hombre más modesto de la república” y citaba aun la frase de Salvador Díaz Mirón de que el poeta de San Luis “tenía seis alas blancas como los serafines”; era “un muchacho grande”, dijo de él Luis G. Urbina. Cuando visitaba Ciudad de México se sentía querido, y quiso al final de su vida vivir en ella, como escribió en cartas de noviembre y diciembre de 1900 a su esposa Josefa, diciéndole que era una ciudad para él, para ambos, y quería vivir aquí pero con ella, “pues de otra manera se me haría pesada y triste”.
En Cuentos completos, el sacerdote potosino Joaquín Antonio Peñalosa² reunió once ficciones, de las cuales las cinco primeras no delatan del todo su talento narrativo: “El padre Alegría” (1879), “El último trovador” (1890), “Una fiesta casera” (1890), “El exclaustrado” (1891) y “Un nocturno de Chopin” (1891). Pero desde 1895 vendrían los mejores, como “La nochebuena del labriego”, “El pastor Corydón”, “El montero Espinosa” (probablemente de esas fechas), y de 1903 aquellos que suelen clasificárseles como cuentos de espantos, “Encuentro pavoroso”, “Coro de brujas” y, asiduamente antologado, “El nahual”. Othón dejó asimismo un buen número de esquemas, de fragmentos y de cuentos inconclusos, que guardaba su viuda Josefa Jiménez, los cuales pudo rescatar, cuando estaban a punto de tirarse al fuego, el sacerdote Rafael Montejano y Aguiñaga, quien, tal vez con Peñalosa, son los dos othonistas mayores. Once cuentos en veinticuatro años, por donde se vea, es un número exiguo.
Cuadros de costumbres, responsos y música de Chopin
Escrito a sus veintiún años, “El padre Alegría” es un relato inconcluso,³ o así lo parece, en el que recrea una anécdota que no sólo circulaba en San Luis Potosí, sino en varios lugares del país, incluyendo Ciudad de México. En el relato Othón estaba apenas tanteando encontrar un estilo. Los hechos ocurren en la capital potosina en 1814, en plena guerra de independencia. El padre Alegría, pese a la sotana, era un bon vivant. En el relato sale de una fiesta para irse a su domicilio, pero en el regreso ve una casa iluminada y cree llegar a otro festejo, sin imaginar la experiencia macabra que tendría.
“El entierro de Zorrilla” es menos un cuento que un responso, el cual debe leerse en voz alta con el tono apropiado. Redactado tres años antes de la muerte del “último trovador”, es un emotivo homenaje al poeta y dramaturgo vallesoletano en su imaginario velorio y su imaginario entierro en una iglesia española, y al cual asisten, de la historia europea, reyes, emperadores y pontífices, inolvidables damas de sus dramas y leyendas (Inés de Ulloa y Margarita la Tornera), y poetas de gloria de antes de los dos siglos de oro (Juan de Mena, el Marqués de Santillana y Jorge Manrique). Al final el poeta potosino hace un guiño al lector. En el mármol del monumento se halla escrito un epitafio con sólo dos palabras: José Zorrilla, “pero el sarcófago está vacío”. El guiño de Othón consiste en que, si en el sarcófago no hay nadie, es porque el poeta aún vive. Zorrilla moriría tres años más tarde. Muy seguramente no se enteró del alto homenaje que le rindió un joven poeta que apenas un año después escribiría un poema mayor de la poesía en lengua española (“Himno de los bosques”), el cual Zorrilla, de haberlo leído, me doy por fantasear, lo habría mentalmente añadido a su libro México y los mexicanos.
Menos que un cuento, “Una fiesta casera” es un nuevo cuadro de costumbres, género en el que era tan diestro José t. de Cuéllar. Ambos tenían una notable vena satírica. El texto es un retrato provinciano de quienes, por fingir lo que no son, hacen una gran fiesta y empeñan hasta lo que no tienen. Hace un retrato de paso de los currutacos de provincia, del comportamiento de jóvenes casaderas a la caza de un buen partido y de la plaga de los niños mimados y maleducados… Desde los nombres de los dueños de la casa y la descripción del inmueble Othón retrata la cursilería, que la familia no ve ni cree que lo es. Los nombres de la pareja de propietarios son dignos de una canción de Chava Flores: Manuel Majaderano, de oficio burócrata, y Doña Angustias Mantequera de Majaderano, ama de casa. Othón describe la vivienda con su invernadero, un zoológico a la altura acumulativa del Arca de Noé y un mueblaje de perfeccionado mal gusto. En el relato realza que nada puso de su cosecha. O tal vez, diríamos, se trata de una síntesis de tantos festejos similares de aquel lugar y de aquel tiempo. Es una de las narraciones favoritas del poeta Armando Adame, fervoroso divulgador de Othón y conocedor de infinitas minucias potosinas.
“Un nocturno de Chopin” desconcierta por dos motivos: uno, es el único cuento netamente romántico escrito por el neoclásico Othón,⁴ con sus exhalaciones fúnebres y caracteres sombríos, y claro, versa sobre un amor imposible; el otro, la profusión de frases marchitas e imágenes trilladas. Versa sobre un raro triángulo amoroso, donde el tercero, el gran rival, está muerto. Los protagonistas son María Teresa, su marido Federico y su pretendiente Teodoro. Los dos primeros viven apasionadamente la música, y el tercero, quien narra la historia, es algo parecido a un escritor. Calculadamente, Othón pone al protagonista el nombre de (Frédéric) Chopin. La figura trágica del músico polaco es la sombra que cubre la narración, sobre todo en los momentos claves, como cuando Federico o María Teresa tocan el primer “Nocturno”.⁵ Con gran vena como intérprete, Federico es un fracaso como compositor. En Milán, donde la pareja ha ido después del matrimonio, Federico, luego de tocar alguna noche el primer “Nocturno”, enloquece, lo trasladan al manicomio y dos meses después muere. María Teresa vuelve a México y se asienta en una finca. Su vecino casual es Teodoro. Callada, obstinadamente, todo parece llevarlos a una relación. Sin embargo, la viuda culposa, a pesar de estar enamorada, luego de tocar para Teodoro el primer “Nocturno”, luego de una noche que vaticinaba el milagro de la unión, deja al otro día su finca, abandona México y va a recluirse a un convento europeo. Dije tres protagonistas. Debí decir cuatro. El otro, quizá el principal, quien define las vidas del morboso triángulo, es el músico muerto en 1849, varios lustros atrás.⁶
La integración del hombre con el paisaje
Los relatos cambian. O dicho por Peñalosa en su Introducción: “De aquellos intentos románticos de sueños inasibles, pasa Othón a la vida, a escenarios y personajes auténticos, la reproducción del natural así del paisaje como del hombre.”
Algunos de sus cuentos, a partir 1895, comenzando con “La nochebuena del labriego”⁷, y luego “El pastor Corydón”, “El montero Espinosa”, “Un encuentro pavoroso” y “El nahual”, están íntimamente ligados a su poesía, sobre todo en la vívida descripción del paisaje, y aún más, la integración del hombre con el paisaje. Es lo mejor de Othón en el género. Esta naturaleza es ante todo la del noreste mexicano y en menor medida la del subtrópico del Golfo de México de fines del siglo xix.⁸ “Yo estoy habituado a la soledad en los campos, en las montañas, en los bosques y las llanuras”, escribió.
En esos paisajes del noreste sobresalen “comarcas casi deshabitadas y salvajes”, llanuras semidesérticas, la prolongada sierra con sus crestas “abruptas y escarpadas”, cerros yermos, peñascos calizos, cañadas con una maleza casi inextricable, ásperos breñales, horizontes que dan en una mirada la dimensión de la distancia, abismos vertiginosos, pero también, en dos o tres casos, una naturaleza exuberante que nos hace asociar de inmediato con la región de la Huasteca. Según la estación del año, los climas de la sierra suelen ser contrastantes: o de un frío filosamente seco o intensamente abrasador; en cambio, los del subtrópico son de un calor húmedo asfixiante, que a fin de cuentas no son otros que los mismos de sus poemas y ante todo de los dos imperecederos (el primero, “Idilio salvaje”, el otro “Himno de los bosques”).⁹ En las representaciones paisajísticas traslucen colores como el verde de los bosques, el pardo, el ceniciento, el plumbago, el ópalo, los azules según el paso del día, la blancura del alba y del mármol, la negrura de la noche profunda y del abismo…
Estilísticamente, en estos cuentos abundan, como en su poesía, imágenes y metáforas de gran intensidad. Es un estilo seco como lo era la mayor parte de los lugares yermos que retrató. Es la espléndida prosa de un poeta que además sabe contar bien. Ciertamente en esto hay una mancha: alguna adjetivación. En su poesía y en su prosa abundan adjetivos tremendistas creyendo tal vez que así se acentúa lo escabroso cuando el efecto puede llegar a ser el debilitamiento de la frase: lúgubre, macabro, espantoso, aterrador, terrible, pavoroso, horrorizante, terrorífico, horrendo…
En cuentos que tienen de escenario el campo y las haciendas, los personajes, como si evocaran al propio autor o viceversa, suelen andar a caballo, en mula o a pie. Como jinete Othón se consideraba a sí mismo “medianamente diestro”, y como aficionado a la montería, un “tenacísimo e infatigable perseguidor” de la presa, fuera perdiz, conejo o venado. A la hora de la caza se sentía “con la libertad de los pájaros silvestres y de las bestias montaraces”.
En la introducción a los Cuentos completos, Peñalosa, quien los estudió línea por línea, deduce las regiones y los pueblos de sus cuentos, los cuales son, de manera prevalente, potosinos: Noria del Águila, Valle de las Canoas, Rincón de Lobos, Cañada Verde, San Juan de los Álamos, Villaurbana, el pueblo al que sólo pone c…
En las ficciones finales, que de inicio parten de un realismo directo, encontramos vívidas descripciones de esos lugares que Othón conoció tan bien y retratos de los personajes ignorantes y rústicos con los que tuvo trato. Hallamos un mundo primitivo y áspero, no exento en ocasiones de humor, de amor y ternura, con netas jerarquías sociales, donde en haciendas o rancherías sobresalen el dueño, el administrador y la peonada, y en los pueblos próximos, el cura y el juez, y claro, el tendero, el barbero, el maestro de escuela, las beatas… Media un abismo social y económico entre vivir en un casco de hacienda o en un jacal mísero. En esos pueblos y rancherías alejados de la mano de Dios surge muy fácil la ira, el rencor, el miedo, el terror, la venganza, el abuso. Pueden encontrarse corazones puros, como el del cura triste y sin luz de “El exclaustrado”, pero también, como dijera su admirado Victor Hugo, aquellos que “cuando menos tiene su corazón, más odio les cabe”. La violencia en lo relatado está a flor de piel, principalmente en “El montero Espinosa”.
Othón no fue un gran cuentista, pero tuvo el nervio narrativo y el don de la amenidad. Su vocación sin declive fue la poesía; lo demás –dramaturgia, narrativa, crónica– fueron satélites, pero de éstos en lo que más destacó fue en el cuento. Curioso o paradójico: como prueba su biógrafo Rafael Montejano y Aguiñaga, lo que le abrió ventanas en Ciudad de México desde muy joven fue el teatro, en especial el drama Después de la muerte, en 1885. Montejano precisa que el drama fue una imitación “afortunada, inteligente y bien lograda” de El gran galeoto, del español Echegaray. Entre quienes trataron a Othón lo reconocían no sólo como cuentista, sino como un relator de cuentos orales, o como hoy se dice, cuentero o cuentacuentos. Esa habilidad de Othón tiene ecos y resonancias en su ficción escrita, pues casi todos los cuentos los narra en primera persona como personaje principal o como testigo o con lo que oye de viva voz de otros (“El montero Espinosa”, “El exclaustrado”).
La cofradía (lopezvelardeana) de los othonistas
Lo importante para Othón en sus últimos cuentos fue narrar bien una historia, y, sin grandes complejidades, crear una atmósfera de terror o una narración dramática y dar al final una variación o crear un anticlímax. Por ejemplo, en “Encuentro pavoroso”, ve horrorizado la aparición de un espectro “palpable y real” montado en un asno en la soledad del bosque, pero muy rápido se encuentra una partida de cinco hombres y descubre de qué se trata; en “El nahual”, un “viejito desmedrado” y repugnante, ha amaestrado de tal forma a un coyote, que lo vuelve como una suerte de nahual, y el coyote, causando el miedo en la población, comete los robos para que ambos, viejo y animal sobrevivan, hasta que alguno se queda solo. Su reconocido sentido del humor se encuentra casi de principio a fin en “Coro de brujas”, que es una divertida burla de las supersticiones rurales, pero también el ariete lanzado, que al final no da en el blanco, de la venganza femenina
El magnífico boceto “La nochebuena del labriego” anticipa ese mundo de miseria y crueldad intensas que hay en novelas de Rafael Delgado y José López Portillo y Rojas, en la narrativa de la Revolución y en cuentos que Juan Rulfo convirtió en piezas de violencia magistral. En el relato varios peones se cuentan el día de la Nochebuena los robos que han llevado a cabo para sobrevivir, pero descubiertos son evidenciados públicamente y mandados en fila a la cárcel. En general, en los cuentos finales de Othón la fiera del hombre más voraz se come a la más débil.
Una mujer muy atractiva puede ser el gran infortunio en la vida de algunos varones. En dos cuentos dolorosos, los cuentos que prefiero, “El pastor Corydón” y “El montero Espinosa”, la pasión por una frondosa y fogosa mujer lleva a los esposos al “azote de los celos”, luego a la venganza y al último al asesinato del amo, en el caso de Espinosa, o al suicidio, en el caso de Odilón (Corydón). En ese pequeñísimo mundo pletórico de rumores envenenados, en que los instintos prevalecen a menudo sobre la razón y el alcohol inutiliza y ciega, el goce sexual es menos importante que la posesión bestial. En “El pastor Corydón”, el personaje en verdad se llama Odilón, pero es apodado por Sixto, el sacristán indiscreto y aprovechado, con el nombre del pastor de la segunda égloga de Virgilio. A causa de su joven mujer, Odilón llega a una degradación y envilecimiento tales, que lo único que el lector desea para aquel paralítico, quien ha vivido todas las desgracias, incluyendo la pérdida de los hijos y la sequía que lo deja sin empleo, es que ese estado de miseria y de abyección termine lo más pronto posible. Alejandra (Aleja), la esposa de Odilón, es el opuesto moral de Paula, la mujer del montero; aquella se acuesta con el que se le antoja, sin importarle marido ni hijos; Paula, bajo toda suerte de amenazas, se sacrifica acostándose con el administrador para que la deje casarse con Espinosa, quien al enterarse del hecho, su corazón es atravesado como por un cuchillo.
Si la narrativa de Othón no tuvo la gran altura de sus poemas, los cuentos finales lo destinan a cualquier antología que se haga de la época. No es poco. Hay un inconveniente que puede parecer una lamentación: si hoy su poesía se lee escasamente, sus ficciones menos. No importa. En cada generación, Othón siempre ha tenido un puñado de devotos. Quizá el mayor de todos fue el joven Ramón López Velarde, que luego de la muerte del potosino, acaecida el 28 de noviembre de 1906, casi cada aniversario, escribió un artículo recordándolo en su grandeza.
Notas
¹ Virgilio fue su preferido entre los latinos y el Quijote su libro de cabecera.
² Cuentos completos de Manuel José Othón, Universidad Autónoma de San Luis Potosí, slp, 1995. Recopilación, introducción y comentarios de Joaquín Antonio Peñalosa. La introducción es notablemente completa. Parece increíble que hasta 1995 se diera una edición completa de la cuentística.
³ Peñalosa lo considera un cuadro de costumbres.
⁴ El otro podría ser “El último trovador”, pero por ningún lado tiene la estructura y desarrollo de un cuento.
⁵ Una sombra en la sombra es George Sand (Amantine-Aurore Dupin), amante de Chopin, ocupada, según el relato, en hacerle al gran músico polaco sus últimos días aún más desdichados.
⁶ No sabremos qué tanto ni cómo los oyó, pero por sus menciones, Chopin fue uno de los compositores dilectos de Othón, junto a Schumann, Beethoven, Mendelssohn, Wagner y Weber.
⁷ “La nochebuena del labriego” Othón lo consideraba un boceto.
⁸ Pero en los últimos años, ¿dónde vivió? Atengámonos a su biógrafo Rafael Montejano y Aguiñaga, autoridad respetabilísima: “En el norte: Saltillo, Torreón, Ciudad Lerdo, fue donde Othón duró más, de 1897 a 1904. Los años anteriores los pasó en Santa María del Río, en Cerritos, en Guadalcázar, otra vez en Cerritos, en Tula, Tamps, en San Luis Potosí y otra vez en Santa María. En todos estos lugares pasó los años de 1883 a 1897, pero del 1883 al 1884 y del 1888 al 1894 vivió en San Luis Potosí” (Manuel José Othón y su ambiente, “El amargor de mi ostracismo”, vi, p.127, Academia de Historia Potosina, 1984).
⁹ El también potosino Antonio Castro Leal puntualizó: “Othón conocía el paisaje. ¿Qué poeta lo conoce mejor que él? Y lo sabía pintar”. (Poesías y cuentos, p. xvi, Porrúa, 1963). Como poeta, en la descripción del paisaje, tal vez sólo Carlos Pellicer podría acercársele. Para Castro Leal –nos parece una opinión fácil y desproporcionada– “Idilio salvaje” era “acaso la más alta contribución de Hispanoamérica a la lengua española”.