Compartimos con los lectores de La Crónica, un fragmento del libro de reciente publicación "El largo instante del incendio. Ensayo biográfico sobre José Vasconcelos" (El Colegio Nacional, 2023), de Rafael Mondragón Velázquez.
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(Adelanto editorial)
Dentro de la literatura mexicana, José Vasconcelos es uno de los escritores que más duelen. En este libro quiero hablar de las razones de ese dolor. Demasiadas promesas, pero también fracasos. Sueños hermosos y traiciones insoportables heredadas en los gestos de traidores del futuro. La promesa de una ética basada en la alegría de vivir, pero también la pregunta de qué hacemos con el resentimiento en los momentos en que la vida nos lastima. Qué hacemos cuando los grandes proyectos de transformación social son detenidos por la violencia organizada de las élites y por la inercia de algunos grupos populares acostumbrados a vivir en servidumbre voluntaria. La pregunta de qué hacemos con nosotros mismos y nuestra implicación en el fracaso: cómo cambiamos de posición. Cómo reconstruimos la felicidad en medio de la desgracia colectiva de un país. Qué hacemos con esas narrativas redentoras, con sus mártires, sus mesías y sus judas, que comenzamos a contar para hallarle un sentido a la desgracia y que terminan convirtiéndose en cárceles donde se incuba el fascismo social. Ése es el tema de los últimos años de la vida de Vasconcelos, pero también del tiempo en que escribí el presente libro.
Hoy casi nadie se atrevería a llamarse a sí mismo vasconcelista, pero la figura y las actitudes de Vasconcelos están más vivas que nunca: retornan silenciosamente como la herencia reprimida de un pueblo que aún no ha sabido qué hacer con sus grandes problemas: la desigualdad, el racismo, la violencia, el autoritarismo, la corrupción. Retorna en lo peor de nosotros, pero también en lo mejor. Quizá este libro pueda ayudar a hablar del tema para que podamos honrar lo mejor y también abjurar de lo peor.
José Vasconcelos dedicó la mejor parte de su obra a contar su vida, y desde entonces muchas personas han regresado a ese relato: lo han tomado como punto de partida para elaborar una narración propia de su existencia y sus afanes. Aquí quise seguir un camino distinto. Después del primer capítulo casi no recurrí a sus memorias. Renuncié a la exhaustividad: preferí la biografía de cuatro instantes intensos. A ratos tejí un collage con las voces de testigos, pues “Vasconcelos” fue, muchas veces, el nombre de un sueño colectivo; un movimiento popular que cada quien imaginó a su manera: un ser construido de deseos. En otras ocasiones preferí imaginar el sentido de algunos afanes colectivos a partir de la lectura detenida de ciertos textos de época. Las citas de esos textos son largas porque quieren invitar a la lectura de obras hoy poco visitadas.
Aunque sea el resultado de una investigación, éste no es un libro académico, sino un ensayo dirigido a la gente joven, sobre todo a los jóvenes provincianos que desean con afán heroico: que hacen viajes para conquistar la libertad en ciudades más grandes o se quedan en los lugares en que nacieron y luchan para construir pequeños espacios de dignidad. Yo fui uno de ellos y cada año los veo llegar, esperanzados, a las aulas de la universidad donde doy clases. Quiero alimentar esa esperanza y ayudarlos a reflexionar sobre ella. Se me ocurre que quizá, al abrir este libro, encontrarán una historia que les parecerá familiar. Éste es también un libro que reflexiona sobre el lugar que tiene Vasconcelos en la cultura de izquierda en México y que, en relación con ella, también se pregunta por sus promesas y fracasos.
Hay personas de esta historia que no merecían ser personajes secundarios. Adelina Zendejas, Elena Torres, Eulalia Guzmán y una decena más merecerían, cada una, su propio libro. De todas esas personas, elegí tres cuyos retratos interrumpen el relato de este libro y permiten imaginar posibles salidas a la historia que he ido contando.
Tengo que agradecer a las personas con quienes con versé este libro y que me ayudaron a llegar hasta aquí: Vivian Abenshushan, Alfredo Bojórquez, Francisco Quijano, Margit Frenk, Daniel Goldin, Rodrigo García Bonillas, Laura García, Oliva Velázquez y Rita Canto. [..] Ellas me compartieron anécdotas, lecturas, obras de teatro, recuerdos de amigos lejanos, reflexiones de Gasolina sobre los jóvenes infelices, angustias sobre el tiempo presente. Pensaron junto a mí y me ayudaron a construir en la escritura un espacio de salud. Ellas me aguantaron cuando, sin avisarles, invité al tío Vasconcelos a alguna cena o reunión familiar, y cuidaron de mí en la depresión que me causó leer los textos sobre los que trata el capítulo 4. A ellas y ellos, gracias.
La música del mundo
Era 1905. En su tesis de licenciatura, un joven oaxaqueño llegado a la Ciudad de México imaginó para sí mismo y para los demás un vasto sistema musical de fuerzas que ordenaban el mundo. Una especie de cosmogonía secular en cuyo centro aparecía él, que hab.a vivido de ciudad en ciudad y que se nos muestra, en sus memorias, como alguien devorado por el monstruo sagrado de la envidia: todo el tiempo anhelando; todo el tiempo incompleto. Las vecinas de su época de estudiante le hab.an puesto un apodo: “el Loco”, “el Loco Dios”, porque siempre andaba perdido en sus pensamientos, cansado, pálido y con el cabello sin cortar. Aunque el mote lo enojara, él mismo reconocería años más tarde que su temperamento colérico lo llevaba a exaltarse en las discusiones con sus amigos y “a proferir enormidades que luego el amor propio impedía rectificar”.
La revelación de esa cosmogon.a musical servía para que ese joven provinciano pudiera darles razón de su descontento a los demás. ¿Por qué vivía siempre enojado? ¿Por qué hablaba mal de la gente que admiraba? ¿Por qué hería a sus amigos? ¿Por qué no podía conformarse con el destino halagador que parec.an construirle su migración a la capital, sus estudios de Derecho, la relación amistosa con otros jóvenes prometedores? “Hay que vivir descontentos”…
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