Muro de Berlín (Ger Danigel)
Por: Héctor Orestes Aguilar/ Laberinto
Al llegar a Berlín a principios 1992 vivía en un departamento de la Manfred-von-Richthofen-Straße, una de las calles que conducen directamente a la Platz der Lufbrücke, la célebre Plaza —más bien una gran rotonda― del Puente Aéreo, que conmemora la respuesta aliada ante el bloqueo que padeció la parte poniente de la ciudad por parte de la Unión Soviética entre junio de 1948 y mayo de 1949: ante el bloqueo de los medios de comunicación que permitían el acceso y el abastecimiento de todo tipo de recursos a Berlín occidental, los países aliados proveyeron a los ciudadanos de la otrora capital prusiana mediante aviones militares, incluidos bombarderos, durante esos largos meses de gran tensión política y militar. Situada al sur del centro citadino, en Neu-Tempelhof, la calle guía además hasta el viejo aeropuerto de los tiempos hitlerianos, mole impresionante por entonces usada apenas como desembarcadero para fletes y para uno que otro vuelo de cercanías, que transmitía, sobre todo al anochecer, una sensación de impenetrabilidad, como si todo el complejo aeroportuario, en especial las salas de la terminal y los túneles de embarque, hubiesen sido construidos como una fortaleza, un búnker planeado no para proteger a los que estuvieran adentro, sino para resguardar a todos los que vivíamos afuera de algo indescriptible, incalificable, concentrado y oculto allí durante decenios. Más de una vez, sacando provecho de su libre transitabilidad y de las acerinas noches de enero, caminaba sus prolongados pasillos hasta llegar a una cabina telefónica arrinconada cerca de los hangares, donde podía encerrarme a hablar durante horas, literalmente, sin que nadie se percatara de mi presencia.
Mi casera era una berlinesa por adopción; le calculaba unos 62 o 63 años. Nunca supe con certeza si era viuda, pero vivía sola desde hacía mucho tiempo, sin duda. Con ella conversaba por las mañanas, durante el desayuno, la hora en que coincidíamos. Había conocido a Erich Kästner, uno de los autores de la postguerra más queridos de los alemanes, en especial por los niños, quienes agotaban tirajes de miles de ejemplares de sus novelas de detectives infantiles, y por quienes apreciaban la vena satírica de sus poemas, lectura muy agradecible, muy disfrutable en tiempos difíciles. Incluso recuerdo que ella me llevó de la mano a un antiguo teatro berlinés, conocido solo por iniciados, a ver un cabaret montado a partir de cuentos y poemas de Kästner puestos en música. Frau Flößner fue, digamos, mi primera interlocutora civil en Alemania. A través de sus evocaciones y su mirada fue que pude atisbar, por primera ocasión, lo que significaba la caída del Muro para una ciudadana de a pie que había alcanzado a vivir en su niñez el fin de la Segunda Guerra, la reconstrucción de su país en la juventud y como adulta la partición granítica de su ciudad. En sus poco más de 60 años, que bien vistos no son demasiados, había vivido una suma extraordinaria de situaciones limítrofes. En retrospectiva pienso ahora que, como para todos los alemanes occidentales en la edad de Frau Flößner, la idea de una Alemania reunificada era mucho más una enorme interrogante que una certidumbre, un libro abierto que estaba por escribirse.
Berlín, hoy, es una de las capitales europeas donde se experimenta, de forma muy perceptible y vivaz, la acumulación de momentos históricos decisivos para el siglo pasado. Ni siquiera la inmisericorde gentrificación a la que fue sometida la mitad oriental de la nueva capital de la República Federal —que avanzó a distritos antaño muy combativos de la parte occidental, como Kreuzberg— ha podido extirparle del todo el brío contracultural y la memoria de gestas cruciales. Si bien muchos fenómenos de la historia inmediata alemana parecen contradecir o mitigar la pulsión tenaz con que se ajustan las cuentas con la historia en ese país, la voluntad por inspeccionar los acontecimientos del pasado de manera crítica persiste como una actitud cultural, al menos en la literatura. En especial, entre los escritores alemanes emergentes.
En muy pocas ocasiones un lugar común ajusta mejor para describir lo que sucede para los escritores, sobre todo los escritores de ensayo y ficción, en la Alemania del 2014: el pasado ya no es lo que era. En este último cuarto de siglo ha tenido lugar un fenómeno de magnitudes imprevisibles en la escena literaria germana, con énfasis en la ficción, el teatro y el ensayo pero que también abarca e impregna a los demás géneros, la eclosión de autores en lengua alemana con pasado o antecedentes migratorios, como muy burocráticamente se ha venido designando a todo un grueso contingente de escritores de muy diversos orígenes nacionales y étnicos que han escogido el alemán, su industria editorial y su mercado del libro para desarrollar una serie de obras surgidas, en muy buena medida, de un proceso de hibridación cultural de más de cuatro decenios, durante los cuales Alemania transformó su composición demográfica de forma radical.
El feroz y temible crítico literario Marcel Reich-Ranicki publicó en 1970 un libro imprescindible, Literatura alemana en Occidente y Oriente (Deutsche Literatur in Wes und Ost),en el que dejaba claro que las reminiscencias de los años nacionalsocialistas y las heridas abiertas por la fractura de Alemania eran ejes compartidos por los escritores de las dos repúblicas germanas en la posguerra. En aquellas páginas, Reich-Ranicki también hacía énfasis en el papel social que desempañaban los escritores alemanes de aquella época, quienes, según sus palabras, eran moralistas sin una doctrina ética inflexible, como ilustraba bien el caso de Heinrich Böll. Para los autores centrales de la cultura literaria alemana, incluidos los austriacos y los suizos, de acuerdo al crítico, la memoria común del III Reich y la experiencia compartida ante el establecimiento de los grandes bloques geopolíticos habían impregnado profundamente sus textos, le dieron un sentido crítico y moral a la recepción pública de sus libros y una razón de ser a su accionar civil como voceros de una conciencia ilustrada.
Para los escritores multiculturales con pasado migratorio de la Alemania unificada de hoy, ni la República de Weimar ni los tiempos de la dictadura hitleriana ni la escisión del país son necesariamente parte de su principal patrimonio histórico o biográfico. Son poseedores de memorias históricas tan diferenciadas como sus orígenes. ¿Qué estructura profunda de la conciencia puede compartir una escritora como Yoko Tawada, de origen japonés, con Zé do Rock, brasileño postmoderno? ¿Qué vincula a Feridun Zaimoglou, de raíces turcas, con uno de los veteranos de este grupo, Franco Biondi, italiano? En uno de los estudios introductorios de uso más común en nuestros días, la Historia de la literatura de lengua alemana desde 1945 (Geschichte der deutschsprachigen Literatur seit 1945), publicado en 2003, Ralf Schnell anota que la literatura escrita en alemán por toda una legión de creadores provenientes de países muy diversos, propagada de forma extraordinaria a partir de la caída del Muro de Berlín, es un conjunto de escritos situados “entre las culturas”, en una frontera o en varios territorios fronterizos entre las culturas y, por tanto, como puede concluirse, carente de unidad en su mirada y percepción de Alemania.
El principal territorio de la memoria histórica que comparten las nuevas voces de la literatura “germana” es el presente. En un cuarto de siglo, el fin del comunismo, la reunificación, las guerras de los Balcanes y las inmensas olas migratorias desde el Mediterráneo, África, Medio y Lejano Oriente, los más remotos y enigmáticos territorios exsoviéticos y América Latina le cambiaron el rostro al pueblo alemán. La Alemania que estudiamos a través de su lengua y su literatura desde el México de finales de los 1980 se ha transformado vertiginosamente en un complejo mosaico inexplicable con nuestras antiguas referencias. Lo que antes era tema de sesudas y farragosísimas discusiones teóricas es, en nuestros días, una realidad abrumadora: una nación multiétnica y multicultural. El tiempo se ha compactado para Alemania. Los muchos e indescifrables pasados de su nueva sociedad se acumulan en la historia inmediata y ofrecen a sus escritores un magma extraordinario para seguir pensando, narrando, poetizando y escenificando las transformaciones de la civilización que es vértice y sustancia de la Europa contemporánea.
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