lunes, 19 de octubre de 2015

Y sí… hacíamos la Playboy por los contenidos

 
 
Por: Mónica Maristain
 
En los largos y desafiantes años que tuve la fortuna de dirigir la revista Playboy, primero para México y luego para Latinoamérica, viví la experiencia de un periodismo estimulante que a menudo, lejos de cansarnos, recicla y enerva la energía siempre con vistas al próximo número, la nueva edición.
 
 
Eran tiempos formidables, acompañada por un equipo que tomaba como suyas las ideas nacidas en el escritorio del editor y que también proponía aventuras inverosímiles, que por un arte extraño de confluencias milagrosas, lograban llevarse a cabo.
 
 
En las juntas editoriales corría una broma reiterada: cuando algunos de los subeditores proponía algún proyecto genial, se aclaraba que en realidad esa idea había surgido primero del editor, pero que por ósmosis o equivocación había anidado en la cabeza del colaborador.
 
 
Todos reíamos. Reíamos mucho y discutíamos otro tanto, siempre teniendo como horizonte los contenidos de la revista.
 
 
Teníamos colaboradores en todo el mundo y se debatía tanto lo visual como lo textual con un fervor inusitado y envolvente que nos hacía vivir en una suprarrealidad donde a diario nos enorgullecíamos por haber elegido el oficio de periodista.
 
 
Sabíamos que el éxito de la revista dependía de darle un color local y un propósito destinado a traducir lo que pasaba en nuestra realidad más cercana y no faltaban las juntas en que observábamos con cierto escepticismo las postales estáticas y repetitivas de Arny Freitag, el famoso fotógrafo de la Playboy USA.
 
 
Queríamos hacer nuestras propias imágenes, queríamos encontrarle la vuelta a los desnudos y hacer de ellos una expresión de la potencia femenina. Queríamos volver a la esencia original de la publicación y sólo editar a los grandes escritores contemporáneos, con textos especialmente confeccionados para la revista.
 
 
A veces las cosas nos salían más o menos, pero cuando nos salían muy bien, dábamos un paso más hacia extraña aventura que consiste en ganar lectores en los sitios más inusitados. Por ejemplo, desde que la madura actriz Margarita Gralia publicó el pictorial hecho por su esposo, el escenógrafo Ariel Bianco, sin que mediara la “magia” del PhotoShop, aumentó el número de mujeres lectoras.
 
 
Y cuando el fantástico fotógrafo Diego Carballo, el que más captó la necesidad de llenar de contenido los reportajes de desnudos en un mundo donde lo estrictamente visual ya no era una sorpresa, hizo su hermoso reportaje con alcatraces, emulando el famoso cuadro de Diego Rivera, logramos un hecho inédito: que nuestra revista matriz publicara por primera vez un pictorial de otro país que no fuera Estados Unidos.
 
 
Enrique Vila-Matas, César Aira, Alberto Fuguet, Juan Villoro, Roberto Bolaño, Alan Pauls, Quino, Roberto Fontanarrosa, Hanif Kureishi… la lista de firmas literarias de primer nivel es interminable y conforman uno de los testimonios que explican el éxito que tuvo la Playboy México.
 
 
En este punto recuerdo con dulzura cuando Juan Villoro nos dijo que los contenidos eran demasiado jugados y profundos, que alguna vez se iban a dar cuenta y el sueño iba a terminar. Que lo disfrutáramos a pleno mientras durara.
 
 
Lo cierto es que para nosotros aquella broma que consiste en decir que uno lee Playboy por los contenidos, no resultaba una broma cuando hacíamos la revista.
 
 
Hasta que la crisis del periodismo impreso comenzó a mostrar sus afiladas fauces, hasta llegar a este estado terminal que hoy padecemos.
 
 
Un editor no tiene amigos sinceros. No tiene una fuerza consistente que avale y perpetúe su trabajo. Al contrario. Si en una operación quirúrgica jamás a nadie se le ocurriría darle instrucciones al cirujano, en nuestro oficio crecen sin medida los que están convencidos de que lo harían mucho mejor que el editor de turno.
 
 
Ni los empresarios periodísticos, ni los jefes de ventas, ni los que compran pauta publicitaria, ven con buenos ojos a los editores. La única fuerza genuina que tiene un editor son los lectores.
 
 
Y en la gran crisis de los medios impresos, la reacción de la industria fue precisamente desatender a los lectores. No juzgo esa acción, pero esa fue la acción. Los colaboradores comenzaron a ser moneda de cambio, una masa gris y pesada a la que tardaban en pagarles, cuando no los dejaban directamente sin su salario, sin más ni más.
 
Comenzaron a pedir mano de obra gratuita y a ofrecer como “contenido” los boletines elaborados por las agencias de relaciones públicas que comenzaron a proliferar aquí y allá.
 
 
El día que me llamaron a la oficina del jefe para decirme que debía aligerar los contenidos, porque de otro modo era probable que yo ganara el Pulitzer, pero la empresa iba a llegar a la ruina, supe que el vaticinio de Juan Villoro se había cumplido.
 
 
El sueño había terminado.
 
 
Ni yo gané el Pulitzer ni la empresa llegó a la ruina.
 
Por eso no pude dejar de llorar cuando supe que la revista Playboy en los Estados Unidos dejaría de publicar desnudos completos y que de 4 millones de lectores de contenidos en su página web habían pasado a 16 millones.
 
 
Al final, sí importan los contenidos.
 
Y si bien siempre creí en el efecto positivo de la autocrítica más que en el del autoelogio, no puedo dejar de pensar en mi equipo de trabajo y abrazándolo a la distancia decirle: -Teníamos razón.

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