miércoles, 5 de octubre de 2016

Morábito, la elegancia de la discreción


   Desdeñoso de los aparatos que impulsan la literatura actual, el autor lanza "Madres y.     perros", novela que se adentra en la soledad y la memoria.


Por: Eduardo Bautista



“El carrusel mediático en torno a la literatura ha crecido mucho", sostiene Fabio Morábito. (Édgar López)



El escritor y académico mexicano Fabio Morábito (Alejandría, 1955) observa con cierto estupor el mundo literario del siglo XXI: “Hace 50 años no se acostumbraba poner la cara del autor en los libros. Nadie quería ver su rostro; no había necesidad de exponerlo”.



Morábito es un autor discreto y taciturno, alejado de la esfera pública y las ínfulas intelectuales. Su voz pausada revela su vocación de poeta. No le gustan los eventos públicos ni las presentaciones de libros. Entiende la política sin ejercerla. Pero sobre todo tiene muy clara su posición en el mundo: la de narrador.



“El carrusel mediático en torno a la literatura ha crecido mucho. A los escritores de hoy se les conoce más por lo que dicen en las entrevistas que por lo que escriben en sus libros”, dice sin contemplaciones sobre una industria regida cada vez más por la mercadotecnia.


Acordes para el perdón

Morábito concede esta entrevista –y muchas otras–, dice, por obligación editorial. Responder preguntas no es lo que más le agrada en la vida. Pero su sinceridad no significa apatía, sino transparencia. Economía de lenguaje. La misma que exhibe ahora en Madres y perros (Sexto Piso), su nuevo libro de relatos en el que explora dos de los grandes asuntos de la humanidad: la soledad y la memoria.



Recuerda a manera de lección que muchas veces la memoria puede tener un poder sofocante y asfixiante, sobre todo cuando se vive el pasado. Entonces la conversación vira hacia el México de los vencidos de León-Portilla, hacia ese pasado dramático, dice, de una cultura y una lengua salvajemente aplastadas.



“Igual que en uno de mis cuentos, en México ocurrió un incidente cuyo sentido nunca terminará de comprenderse”, dice al reflexionar sobre las otras funciones del recuerdo: búsqueda de raíces, autoconocimiento y prevención de posibles errores futuros. “La memoria también pude tener un poder despótico y tirano”.



Nacido en Egipto y de padres italianos, Morábito llegó a la Ciudad de México hace casi medio siglo. No conocía una sola palabra en español y sabía que aprenderlo a los 15 años resultaría complicado. Hoy habla, piensa y escribe en la lengua de Cervantes como pocos. Es, además, uno de los investigadores más interesados en la oralidad de los pueblos indígenas.



“No me siento de ningún lado. No me siento italiano, nunca fui egipcio y me siento más mexicano que otra cosa. Escribir es una profesión apátrida. Mi condición extranjera se casa muy bien con esta profesión. Porque el idioma literario es el idioma extranjero por excelencia. Nunca aprendemos a dominarlo del todo. Y cuando lo hacemos, nos convertimos en otra persona. El que escribe no es el mismo que vive”, reflexiona.



La soledad es un tema inherente a su literatura. ¿Pero acaso es posible sentirse solo en una ciudad de casi 10 millones de habitantes? Responde Morábito: “En las urbes se agudiza siempre ese sentimiento. La comunicación siempre nos deja insatisfechos. Los diálogos son escasos, truncos, escurridizos, ideales para detonar sensaciones solitarias. Y lo peor es que se trata de una soledad difícil de explicar, porque no estamos de cara al ermitaño, sino frente al hombre que se codea con los demás y no puede conocer ni darse a conocer”.



Ante esa naturaleza trunca –como él mismo la llama– no hay mucho qué hacer. Los personajes de su nuevo libro son bichos urbanos; todos con inquietudes ordinarias, siempre en un contexto cotidiano que no deja de tener algo de aterrador.



“Necesito atrapar la atención del lector de manera obsesiva: ésa es la labor del cuentista”, afirma. Y sostiene que el cuento es uno de los géneros más complejos de la literatura. “En principio, tendría que satisfacer más que la novela”.



La lectura de un cuento, asegura, no da posibilidad de tregua: “Requiere de una lectura exigente. Por eso se lee poco. Una frase mal entendida puede cambiar el sentido de la historia. En la novela no, porque ella se va corrigiendo a sí misma”.



En otro de sus relatos narra la historia de dos hermanos que prefieren la vida de una perra que la de su propia madre. Dice al respecto: “Nunca tuve mascota. Me sorprende el grado de intensidad afectiva que algunas personas guardan hacia sus animales, como si se tratase de sus hijos. Algo de eso me indigna un poco, debo confesarlo, pero también entiendo la situación. Los seres humanos necesitan alguien a quién proteger. Muchos terminan teniendo animales porque la compañía humana es más problemática. Hoy las relaciones duran pocos años; antes toda una vida”.



El escritor seguirá en su oficio con rigor inquebrantable, desdeñando “los actos culturales fallidos” que otros llaman presentaciones de libros. Porque lo único que debería importarle a un autor, dice, es escribir y ser leído. Y si las ferias ayudan a eso, adelante: “no es tiempo para ponerse muy puros”, concluye.

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