Por: Roger Salas
Constantemente encuentro en blogs, Youtube, Facebook y otras redes sociales fotos de bailarinas y bailarines de ballet haciendo “proezas”, o lo que el entusiasmo (casi siempre más balletómano que científico) entiende por proeza corporal, es decir: grandes saltos, grandes extensiones, vídeos de muchas acrobacias, pies de empeines prodigiosos y líneas cada vez más alargadas. Sintiéndolo mucho, tengo que ratificarme en que todo eso tiene poco que ver con el ballet como resultado artístico.
Quiero decir que esas “proezas” en sí mismas no reflejan nada de arte ni pueden ser consideradas como avances significativos en las formas y las maneras de bailar. Bailar es reunir sobre la música las cualidades del movimiento, mientras más depurado mejor, pero siempre dentro de los límites y cánones que marcan el estilo y la estética propios del baile que se representa. La técnica del ballet se ha esforzado en una loca carrera que la acerca peligrosamente a los deportes de competición, siendo cada vez más ampulosa en su exigencia y alejando los límites más allá de lo aconsejable si de arte estamos hablando. Digamos que todo esto empezó hace un cuarto de siglo más o menos, en un creciente anhelo por dibujar cada vez pasos más arriesgados y figuras más extremas. La discreción en la exposición de cualquier dibujo coreográfico se tiene hoy conceptualizada como timidez y descalifica al intérprete.
Hoy en día los límites de las figuras básicas, del “arabesque” al “attitude” o el “arabesque penchée” (esquemáticamente hablando, con sus variantes y combinaciones) no están dados por la estética, sino por su extensión, su extremo. Mientras más alto mejor, y esto es parte del desastre. ¿Por qué la bailarina debe rascarse la oreja con la punta de la zapatilla cada vez que eleva su pierna al aire buscando un dibujo que antes fue preciso y armónico y ahora sólo significa “extensión”? Todas las alumnas de ballet de más de tres generaciones han crecido con un póster de Sylvie Guillem en su habitación.
Ahora Guillem ha sido sustituida en ese iconostasio por Svetlana Zajarova. El efecto es el mismo y es igual de nocivo. Cuando la Academia Vaganova y el Teatro Mariinski de San Petersburgo empezaron a exportar hace 20 años a sus nuevas bailarinas, mucho más delgadas, uniformes y con largas piernas siempre mirando el cielo, tanto el público como la crítica, saludó la llegada de un nuevo perfil de artista; había sido un proceso lento de estilización, pero no siempre en la dirección adecuada; también se hablaba de la influencia americana, de la idealización de la bailarina según Balanchine. Eso es mezclar churras con merinas.
El Ballet de la Ópera de París y su escuela adjunta también se movieron ya durante décadas en la misma dirección, hacia los mismos resultados plásticos. Ya Guillem entonces no era la “excepción francesa” en solitario, y en los conservatorios se luchaba contra natura porque todas las futuras “ballerinas” (ya fueran de fila, ya fueran con aspiraciones solistas) tuvieran ese perfil magro y muy vertical. ¿Cómo se combinaba esa línea forzada con el estilo de las obras, con la musicalidad y con la potencia necesaria? Eso pareció no importar ni a maestros ni a directores de grandes compañías; los coreógrafos eran parte interesada también. Mandaba (y manda hoy) la línea. Una línea que a la vez es la agonía de otros elementos formales de la danza misma. La terrorífica idea del clon se hizo más patente cuando, en los requisitos para acceder a las audiciones de los grandes conjuntos, y de repente, la estatura mínima se elevó varios centímetros, para ellos y para ellas.
Los métodos en la didáctica afincaron las sesiones de estiramientos y se ha llegado a un verdadero comportamiento adictivo en la sala de trabajo para obtener líneas más largas y pies más dignos de una foto en Facebook o de un concurso; en paralelo, el control sobre las dietas es una batalla casi perdida en todas partes. Hace unos años, un crítico inglés advertía que siempre ha habido excentricidades en lo técnico en ballet, que la alarma, y lo serio, lo grave del asunto estaba en que esas mañas y trucos físicos se habían establecido como una corriente principal dentro del gran ballet (muy aplaudida por la balletomanía) y que estaba afectando seriamente su estética. La morfología del cuerpo del bailarín y de la bailarina es algo delicado y particular, una combinación llena de pericia tras los años de aprendizaje donde se combinan la flexibilidad con las posibilidades de la tensión muscular. Pero es arte, sobre todo arte y búsqueda artística. No puede alimentarse fanáticamente una fotogenia afectada y enfermiza que a fuerza de estilizar, desvirtúa la figura humana. Hay una creciente contaminación entre el ideal estético de la modelo de pasarela y la bailarina de ballet: otro drama.
Los fotógrafos retocan indolentemente las imágenes publicitarias, pero, como me explica un médico especializado en estos asuntos, para un bailarín la presencia de una cierta cantidad de grasa corporal es útil, es necesaria, es la fuente matriz de combustión para sus momentos de gran despliegue corporal, de gasto. La moda de los hombres delgados y muy verticales, también hace estragos en las nuevas generaciones, aunque por fortuna, los chicos deben mantenerse entrenados en su sector fuerza para poder elevar a las bailarinas (que cada vez pesan menos) y eso los lleva frecuentemente a los gimnasios como ayuda. Evidentemente, el problema es más grave, agudo y evidente entre las mujeres, pero también compete a los varones. La situación es de emergencia y está envuelta en el fragor del tul y el brillo, del aplauso fácil y del resbaladizo terreno de las dependencias, tanto emocionales como puramente fisiológicas.
Suele invocarse la necesidad de salvaguardar el repertorio académico y clásico pero a la vez debemos aprender a salvar a las bailarinas y a los bailarines, sanear la apreciación estética de una moda que ciertamente será pasajera, pero puede lastrar para siempre al arte de la danza (su ideario) y sacrificar de paso a muchos artistas que se miran en un espejo equivocado.
FOTOGRAFÍA 1: Lucçia Lacarra y Marion Dino en el Adagio del 2do. acto de "El lago de los cisnes". Teatro Real, Madrid. 14-3-2013. (Cortesía de Jesús Vallinas) FOGRAFIA 2: Svetlana Zajarova en el 3er. acto de "El lago de los cisnes".
No hay comentarios:
Publicar un comentario