domingo, 1 de noviembre de 2015

El Pan de Muerto una tradición que data de la época de la Conquista



 

De entre las múltiples tradiciones que en este país surgen y se desarrollan en relación con la gastronomía, el Pan de Muerto es una especial, porque  asociado a la celebración del Día de Muertos, sus raíces en nuestra cultura son fruto del mestizaje entre los pueblos originarios y aquellos que llegaron de Europa para marcar el futuro de las sociedades producto de tal choque; así, este pan no es de consumo cotidiano (aunque puede prepararse desde julio) y aunque la festividad se celebra a principios de noviembre, en cada región se prepara de maneras distintas y su producción se concentra, por lo general, en el Centro y Sur del país, a pesar de que se le conoce a nivel nacional y diferentes franquicias ponen a disposición de sus clientes sus “versiones” de esta delicia azucarada.
 
 

 De acuerdo con investigadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), el Pan de Muerto tuvo su origen en la época de la Conquista; inspirado por los rituales prehispánicos y sus símbolos (lo que se refleja en los detalles de su estructura), no es extraño que este “pan de fiesta” se haya integrado a las ofrendas tradicionales para celebrar a los difuntos durante la noche del 1 al 2 de noviembre.
 
 

 Lo anterior, porque su elaboración deriva de una época en la que los sacrificios humanos se celebraban por parte de los pueblos originarios de esta zona de América y, cuando llegaron los españoles a lo que llamarían “Nueva España”, en 1519, observaron que, como parte de un ritual ofrecido a los dioses, el corazón de una princesa sacrificada se depositaba en una olla con amaranto (se dice que quien encabezaba el rito mordía al órgano vital).



Como era de esperarse, los españoles rechazaron estas prácticas y, como parte de una de muchas formas de imposición cultural, decidieron elaborar un pan de trigo en forma de corazón, cubierto originalmente con azúcar de color rojo para simular la sangre de la doncella; claro que no se trata de la única historia, otras refieren la creación de una figura gigante de Huitzilopochtli hecha de amaranto, cuyo corazón estaba hecho de pan y, durante un ritual, era retirado de manera simbólica para después repartirse entre los asistentes.
 
 

 El Pan de Muerto conserva significados tradicionales; su forma circular representa el ciclo de la vida y la muerte, la bolita superior es un cráneo, las usuales cuatro “canillas” representan los huesos y se colocan en forma de cruz para hacer referencia a los cuatro rumbos del universo o los cuatro puntos cardinales (cada uno señalado para un dios: Tezcatlipoca, Tláloc, Quetzalcóatl y Xipetotec); por último, adicionado con posterioridad, el sabor a azahar se relaciona con el recuerdo de los muertos.
 
 

 Existen, desde luego, muchas y variadas formas para estos panes, en algunas regiones se espolvorea con ajonjolí y en otros no puede faltar la esencia de azahar; en ciertas zonas, el pan de muerto es el mismo que se consume a diario (como el que se prepara en Oaxaca), lo que no es otra cosa que un gran “pan de yema” al que se le incrustan elementos de una figura que representa el esqueleto (o “alfeñique”) y alude al ánima a quien se dedica el pan.
 
 

 En la región mixteca poblana, este pan se prepara con la misma masa que los bolillos, pero se le da forma humana y se espolvorea con azúcar blanca si es pan para el altar de los niños, o con azúcar roja, si se destinará al altar de los adultos; en los lugares donde no se elabora de forma cotidiana, el pan se comienza a vender a mediados de julio o principios de agosto y baja su producción a mediados de noviembre.
 
 

 Muchas son las clasificaciones y en cada sitio del país, dadas las características particulares que rodean su preparación, el pan de muerto puede lucir o tener un sabor determinado; a lo largo de la historia mexicana han surgido numerosas clasificaciones y, para académicos y especialistas, cunde la que los registra con base en su morfología: los que representan la figura humana (antropomorfos); los que tienen figura de animales (zoomorfos) —característicos de Tepoztlán, Mixquic e Iguala de Telolapan—; los que semejan vegetales diversos como árboles, flores o enramadas (fitomorfos); y los que representan seres fantásticos (mitomorfos).
 
 

 Después de todo, lo que les define popularmente es formar parte de la celebración de los difuntos, lo que hace que el pan de muerto sea elemento fundamental en el banquete de una celebración donde los alimentos guardan lugar de privilegio, lo que se prueba gracias al uso tradicional de las naranjas, las guayabas, los plátanos o la calabaza en los altares (todo de color amarillo, porque según las culturas originarias era el de la muerte).

 

Finalmente, el pan de muerto se identifica claramente por sus elementos visibles; tiene siempre de cuatro o seis “huesos”, con o sin cráneo; es regularmente azucarado (el más común y comercial en el país, pan sencillo espolvoreado de azúcar blanca, como lo preparan muchas cadenas de panaderías o tiendas de autoservicio) y se elabora con harina de trigo convencional (a la manera de un pan sencillo que se distingue por su forma, solamente).

 

Más en específico, en zonas de Puebla, el pan “sencillo” se cubre con semillas de ajonjolí (en Michoacán se hace de forma semejante, pero con “pan de hule”, más oscuro y de brillo notable); la versión azucarada de la zona mixteca emplea azúcar roja, para las ofrendas; en Oaxaca se usa “pan de yema” y se agregan sabores de vainilla o naranja.

 

Para la mayor parte del país, el pan de muerto es accesible porque sólo presenta sus elementos tradicionales básicos y se vende en casi cualquier establecimiento; sin embargo, la modernidad no deja de influenciarlo y es probable encontrar variedades hechas con pan de chocolate, sea cubierto de azúcar o de más chocolate, así como relleno con figuras (como una rosca de Reyes).
 
 

 Para concluir, después de un camino de cientos de años, el pan de muerto es un alimento que, como pocos, se ha convertido en costumbre nacional –con independencia de sus variantes– y es un signo auténticamente nacional de nuestra cultura gastronómica, cada vez más rica (en todo sentido).

 

 

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