domingo, 16 de agosto de 2015

Que alguien me salve de Michael Petrucciani (o no)

 
 Por Mónica Maristain
Nació en Orange, Francia, con los huesos rotos, el 28 de diciembre de 1962. La osteogénesis imperfecta que padecía le impidió crecer y apenas alcanzó un metro de altura. Nada de eso importó a Michel Petrucciani, el gigante del jazz que al lado de Herbie Hancock, Chick Corea y  Thelonious Monk está considerado uno de los mejores pianistas de todos los tiempos.
Hijo y hermano de músicos, creció escuchando puro jazz, no fue a la escuela y con un soporte especial que le fabricó su padre para que sus cortas piernas alcanzaran los pedales (un adminículo que luego le fabricó especialmente la marca Stenway) se convirtió en una súper estrella que supo, quiso y pudo romper todas las normas pianísticas y ser uno con el instrumento.
 
Cuenta su tercera esposa y madre de su hijo Alexandre (que heredó su enfermedad) que lo único que le importaba era la música. Al punto tal que tocaba dormido sobre el cuerpo de su mujer, con una voluntad instintiva que lo hizo traspasar todas las fronteras previstas para un ser humano afectado por una gravísima enfermedad.
 
Dominar un Stenway es tarea difícil para cualquiera. A Michel Petrucciani se le iba la vida en ello. A menudo se le quebraba la cuadrícula, un tendón, alguno de sus huesos de cristal se partía en pedazos mientras él dejaba boquiabierto al público que caía rendido a sus pies, venerándolo como al dios de la música que fue durante su corta vida.
Tenía una mano derecha prodigiosa y el violinista y director de orquesta Lorin Maazel alabó una vez su mano izquierda diciendo que era la más hermosa del mundo.
 
No fue un santo. Fue un artista. Su arrogancia y desdén lo llevaban a herir a veces a los que más quería y del amor a las mujeres hizo una bandera que agitaba su espíritu entre tormentas sentimentales frente a las que no dudaba en comportarse como un patán.
“Casi siempre gana mi ángel bueno”, se excusaba Michel y allí están algunas de sus muchas mujeres para testificar por qué su fuego proverbial podía iluminar y fulminar al mismo tiempo, en una rueda loca donde él resultaba la mayor víctima propiciatoria.
Porque no fueron los huesos rotos los que produjeron su muerte el 6 de enero de 1999, cuando apenas tenía 36 años, sino los desmanes de una existencia donde las drogas, la falta de sueño, el exceso de trabajo (en 1998, un año antes de morir, llegó a dar 220 conciertos alrededor del mundo), esa forma que tenía Petrucciani de exigirle a su salud que pagara las abultadas cuentas que implicaba vivir a su manera, hicieron el trabajo sucio.
 
No por nada su estándar de jazz favorito era “These foolish things” (Estas cosas tontas) y no por nada, como buen francés del sur, era aficionado a las leyendas y a transformar la historia de su ya de por sí fantástica existencia con exageraciones y verdades a medias que cimentaron todavía más lo inusitado de su transitar por este mundo.
Con apenas 12 años debutó en un concierto tocando nada más ni nada menos con el trompetista Clark Terry (fallecido a los 95 años en febrero pasado) y fue su arte soberbio y exquisito lo que hizo regresar a la música al saxofonista Charles Lloyd, quien cuando conoció a Michel atravesaba una profunda crisis existencial.
Veneraba a Bill Evans y su gran empresa fue precisamente tratar de liberarse de su influencia, algo que logró en los últimos años de su vida cuando Petrucciani comenzó a sonar como Petrucciani, el pequeño gigante del jazz que desde 2003 tiene una plaza con su nombre en París.
Un hermoso y largo documental de Michael Radford, que circula subtitulado en YouTube, permite conocer más la compleja y no siempre venerable personalidad de Michel. El filme puede obtenerse también en DVD con la ventaja del libro adjunto que incluye fotografías e información de interés.
 
Nada de eso, sin embargo, puede reemplazar la experiencia trascendental de sumergirse en su música, algo que desde ya produce una técnica pianística casi sobrenatural, pero que condensa y transforma su capacidad ilimitada para transmitir los más hondos sentimientos que pueden florecer en un ser humano dispuesto a dejarse llevar hacia todos los abismos.
De Petrucciani no te salvas. No se ha inventado aún la manera de escapar de semejante tromba sensible, esa inexplicable sensación de que puedes morir escuchando tocar el piano. Su piano. El piano de Michel.
Mónica Maristain. Es editora, periodista y escritora.

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