domingo, 20 de octubre de 2019

Virginia Woolf: la antiheroína


Por: Algarabía

Se dice por ahí que “sólo los locos pueden ser felices” porque no ven la realidad tal cual es, porque viven en un mundo propio que se han construido para no lidiar con el vacío, con lo efímero y banal que es el existir de los seres humanos. Al lado de ellos, nos encontramos con una gran masa infeliz que parece feliz porque tiene una “paz barata”, que prefiere “no ver” y “no pensar”.

Sin embargo y por buenaventura, hay también otra clase de personas que hace la noria girar, que se atreve, que se inconforma y se cuestionan todo, que es apocalíptica y que, la mayoría de las veces, no es feliz o, si lo es, es porque han aprendido a vivir con el vacío, con lo que no está —y no estará nunca.

Una luz aquí requiere una sombra allá

Virginia Jackson Stephen Duckworth es uno de esos seres, no sólo por no haberse conformado con su destino o por haber disentido y osado lo que osó en su época y lugar, sino también por haber sufrido y deseado, y por ser una mujer de contrastes. Heredera de la cultura falocrátrica de la época victoriana, luchó incansablemente contra ese tiempo que le tocó vivir y contra una enfermedad morbosa fatal.

Su padre, Leslie Stephen, casado con Julia Jackson Duckworth, fue un crítico literario que poseía una amplia biblioteca. Cuando ella cumplió los 16 años, por fin pudo entrar sola a aquel lugar prohibido y explorar todo lo que deseaba. Aun así, Virginia sintió durante toda su vida que su educación fue deficiente por ser mujer; sin embargo, tanto ella como su hermana Vanessa habían heredado la independencia, la inteligencia y el gusto por el arte, una por las letras y otra por la pintura.

Pronto padeció la joven Virginia la primera de sus depresiones a los 13 años de edad tras la repentina muerte de su madre. Poco después, la muerte de su padre dio pie a una segunda crisis nerviosa que incluso la incapacitó: no hablaba, no comía y se la pasaba en cama sufriendo con angustia y tristeza, o bien, tenía periodos maniacos en los que no paraba de moverse, hablaba incoherencias, alucinaba y no dormía. Esta enfermedad sería el sello distintivo de Woolf, la definió, fue el hilo conductor de su vida y la razón de su muerte.

Con su hermana Vanessa —pintora que se casaría con el crítico Clive Bell— y sus dos hermanos, se estableció al poco tiempo en el barrio londinense de Bloomsbury. Su casa se convirtió en centro de reunión de antiguos compañeros universitarios de su hermano mayor, entre los que figuraban intelectuales de la talla del escritor E. M. Forster, el economista J. M. Keynes y los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, y que sería conocido como el grupo o círculo de Bloomsbury.

En 1921, a los 30 años, se casó con el escritor Leonard Woolf, economista y también miembro del grupo, y a pesar de su bajo rango social y económico, la pareja compartió, no sólo el apellido, sino un lazo muy fuerte que duró 30 años. La ética del grupo de Bloomsbury estaba en contra de la exclusividad sexual, y en 1922, Virginia conoció a la escritora Vita Sackville-West, a quien le dedicó una de sus obras más emblemáticas: Orlando (1928), que narra la vida del héroe homónimo de dos sexos que abarca tres siglos.

El artista, después de todo, es un ser solitario

A lo largo de su trabajo como novelista, sobre todo en Orlando, El cuarto de Jacob, Flush, Al faro y La señora Dalloway, así como en su libro de ensayos Una habitación propia, puede verse desarrollada la premisa que abanderó a lo largo de su vida y obra: el ser humano se encuentra siempre atrapado entre el paso del tiempo, la muerte, el devenir, la fertilidad imparable que margina a la mujer; la guerra, los conflictos de la mente, la infancia que se convierte en destino y el sinsentido del acontecer cotidiano.

Si no dices la verdad sobre ti, no puedes decir la verdad sobre otras personas
Entre sus ensayos se encuentra un texto conocido como Tres guineas, que escribió en 1935 como respuesta a la carta de un prominente señor que le preguntó: “¿en su opinión, qué se podría hacer para parar la guerra?”. Responderla le llevó tres años de su vida porque Woolf, absolutamente consciente de ser mujer, se paró en y desde ese lugar para pensar, investigar y elaborar una respuesta en profundidad escrita en más de mil cuartillas a máquina. En este texto, Woolf realmente hace una disquisición sobre el ser mujer, pero no desde el feminismo a ultranza, no desde el coraje o el enojo, ni desde la revancha, sino desde la inteligencia, la sensatez y el sentido común que debería ser el común denominador de la mitad de la población del mundo.

El flujo a la inconsciencia

Woolf construiría la narración y los personajes en dos niveles: el histórico, externo y concreto, más literal, y el psicológico, interno y subjetivo, que se mide por la intensidad emocional. Íntimamente relacionados en muchos momentos, los eventos externos se disparan y repercuten en lo más profundo de los protagonistas, prolongándose más allá del incidente mismo. No obstante, en la mañana del 28 de marzo de 1941, Virginia se encaminó al río Ouse, cerca de su casa de campo en Sussex, metió piedras a su abrigo y se sumergió en el agua y en la muerte. Era un día frío y luminoso, tenía 59 años y había dejado dos cartas, una para su hermana Vanessa Bell y otra para su marido Leonard Woolf, las dos personas más importantes de su vida.

María del Pilar Montes de Oca Sicilia es amante de la buena literatura, de la clásica, de la que juega magistralmente con la lengua, de la que perdura y acompaña y libera, como la de Virginia Woolf, pero es, ante todo y sobre todo, una ferviente apocalíptica, que ha aprendido a vivir con la falta y el vacío y por tanto puede considerarse feliz, a ratos.

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