domingo, 27 de diciembre de 2020

Mi casa, ese artefacto penitenciario



Por: Nuria Labari

Mi madre me enseñó la importancia de cuidar de la casa, de tener una casa y, por supuesto, de limpiar nuestra casa. Y yo aprendí una sola cosa de todo aquello: el deseo de abandonar esa casa, cualquier casa que fuera el reino y el encierro de una mujer. Nuestra particular lucha madre-hija no fue nada personal sino un hecho cultural inevitable. Porque la casa nunca ha sido un espacio neutral para las mujeres, al contrario, ha sido y sigue siendo el espacio donde se desmembra nuestra identidad hasta hacernos desaparecer. Y no siempre en sentido metafórico.

Este año, después de todo el camino recorrido, la covid ha vuelto a encerrarnos a todas (también a las que habíamos conseguido huir) en ese artefacto penitenciario que llamamos casa. Podría habernos metido en un bar, una oficina o un camping. Pero el confinamiento fue domiciliario. Y desde ese momento, la pandemia ha sido peor para las mujeres. Porque aunque las restricciones sean las mismas para todos, las consecuencias no son equitativas. La pandemia ha disparado la brecha de género en el empleo hasta máximos que no conocíamos desde 2007, con un 18,39% de paro entre las mujeres en el tercer trimestre, cuatro puntos por encima de los hombres. Hay más mujeres que hombres con empleos precarios y más que han tenido que dimitir para dedicarse al cuidado de la casa. Pero quizás la brecha más importante sea la que ha dividido en dos la intimidad. A un lado ha quedado el tiempo lineal del trabajo y al otro el discontinuo del cuidado, que es el tiempo de las mujeres en el hogar. Y entiendo aquí por discontinuidad cuando el tiempo está al servicio de otros, ya sean personas (hijos y mayores) o instituciones (como la educativa o la sanitaria que también se han colado en nuestras casas) y no proporciona la identidad temporal, fija y dedicada que da por ejemplo el trabajo aceptado socialmente.

Que las tareas de la casa se han repartido en esta pandemia es cosa tan sabida como que no ha sido a partes iguales. Pero existe una invisible y pesada carga mental que ni siquiera es motivo de reparto o discusión. Me refiero a esa manera de adaptarse al tiempo de los demás que ha sido durante siglos el tempo propio de la feminidad. Una alienación que muchos hombres siguen confundiendo con amor. Marguerite Duras lo explicaba así en La vida material. “Para los hombres una buena madre de familia es aquella que hace de esta discontinuidad de su tiempo una continuidad silenciosa e inaparente”. Lo escribió en 1987 pero su sentido ilumina muchos confinamientos en 2020. Esa continuidad silenciosa es la que me ha llevado en más de una ocasión a tener un solo deseo: salir de mi casa para existir al menos un instante. Una sensación que, creo, comparto con millones de madres de familia.

Este año, la pandemia ha resignificado el sentido de la palabra casa. Ha modificado hasta el precio de los pisos ahora que el alquiler turístico ha desaparecido y que los compradores sueñan con un chalet unifamiliar. Sin embargo, no ha liberado a las mujeres de la discontinuidad a la que deben someterse cada vez que cruzan el umbral. Hemos retrocedido años, puede que décadas. Y aunque 2020 nos ha dejado claro que necesitamos un tiempo nuevo quizás conviene recordar que ninguna vacuna nos lo meterá en el cuerpo. Es nuestra responsabilidad conquistarlo. Y jamás llegará si la mitad de la población vive encerrada en su propia casa. Con y sin confinamiento.


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