Por José Ernesto González Mosquera
Un año ha pasado desde la partida física de una de las grandes figuras de la danza cubana y universal; un hombre que con su sapiencia y estudio dibujó a Cuba en el mapa del selecto mundo del ballet y de las artes danzarias en general.
Sin embargo, la tumba sin nombre donde descansa Fernando Alonso, padre de la Escuela Cubana de Ballet, cofundador del Ballet Nacional de Cuba, artífice de la proyección del Ballet de Camagüey al mundo, estaba vacía. Ni una flor o corona, ni un recuerdo por la obra, ni una mención entre voces en las instituciones que forjó o en los medios. Solo amigos y familiares, los pocos que cuentan, no dejaron que esta fecha, por dura que fuera, pasara en vano.
Podría aducirse que los aniversarios de muerte no deben celebrarse, que lo grande se elogia en vida. Tal vez ese tiempo pasó y nunca fue suficiente el elogio para el Premio Nacional de Danza, de Enseñanza Artística y Premio Benois de la Danza.
Hay que decirlo, Fernando Alonso lo entregó todo al ballet y la danza. Y siendo justos con la historia, no existiera escuela de renombre y bailarines aplaudidos en medio mundo, ni compañías de prestigio internacional, sin la labor que el Maestro realizó durante muchos años.
Cierto es, y sería faltar a su memoria y a la verdad si se negara, que la virtud de Alicia como bailarina fue el molde y la guía de trabajo diario; y que la capacidad coreográfica de Alberto fue motor impulsor de un movimiento danzario cubano; pero Fernando asentó todas esas virtudes en una herramienta y metodología que hoy se celebra a voces.
Tomó de aquí y de allá, buscó errores y ventajas de escuelas precedentes, adecuó movimientos, compuso un entramado teórico basado en profundos análisis danzarios, físicos, kinesiológicos y sociológicos que dieron forma a la tan nombrada Escuela Cubana de Ballet.
Labor que no se quedó en papeles o perfiles educacionales, el arte lo llevó a los salones de ensayos y a los escenarios más grandes. Fue el primer director del Ballet Nacional de Cuba, en una época en que la danza en la Isla creció vertiginosamente desde el punto de vista coreográfico y artístico. Dicen que nadie ensaya el cuerpo de baile de una compañía clásica como él. Dicen que sus correcciones eran tan exquisitas y profundas que pocas veces algún otro profesor percibía el error en el movimiento del bailarín o del conjunto de bailarines. Personas con su agudeza faltan hoy.
Fernando aún camina por los pasillos de la Escuela Nacional de Ballet de Prado, o se sienta bajo los mangales en la sede del Ballet de Camagüey, o en su butaca del García Lorca para ver a sus hijos mayores, sus compañías, desarrollarse y crecer.
Para explicar las dimensiones de su obra tal vez no existan palabras suficientes ni justas. ¡Y tan poco se le reconoció en vida! ¡Y tan poco se le recuerda! El Festival Internacional de Ballet de La Habana estará dedicado a William Shakespeare y tampoco se le menciona a un año de su deceso.
La joya del ballet cubano Aurora Bosch, durante las sesiones del VIII Congreso de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), propuso que la Escuela Nacional de Ballet fuera nombrada Fernando Alonso en honor al gran pedagogo de la danza cubana, como retribución por toda una vida de esfuerzos y sacrificios para desarrollar este arte en Cuba y proyectarlo a nivel mundial. Esperemos que se cumpla este acuerdo unánime, más que justo, del cónclave de los artistas cubanos y no quede entre gavetas.
La obra de Fernando no morirá mientras exista un bailarín cubano; no importa dónde, será siempre reflejo y cuerpo de un saber y amor infinito por la danza. La historia está llena de ingratitudes y sombras, sin embargo, no puede ocultarse. El legado de Fernando Alonso queda aunque en el lugar donde reposa eternamente solo unos pocos recuerden su grandeza artística y moral.
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