Por: Carlos García Simón
Alvin Lucier, compañero de John Cage, profesor, compositor de una las obras más emblemáticas de la historia del arte sonoro, I Am Sitting in a Room, y con una de las trayectorias musicales más ricas y complejas de la historia del arte sonoro, ha fallecido a los 90 años por complicaciones derivadas de una caída fortuita.
Emancipada la disonancia tras los esfuerzos de Arnold Schönberg y su entorno, y llevada esa emancipación al campo de la duración y la dinámica con Pierre Boulez en lo que se llamó serialismo integral, algo se quedaba en el tintero para lograr una emancipación integral de todos los componentes del fenómeno musical. Se trataba de visibilizar y emancipar la fisicidad misma del sonido, es decir, su timbre en un sentido aproximado. En los años sesenta resultaba evidente para los compositores que esa emancipación total del sonido musical era la tarea a realizar y en esa dirección fueron los esfuerzos. En Francia, los espectralistas —Gérard Grisey, Tristan Murail y Hughes Dufourt— se pusieron a ello dentro de la órbita del IRCAM, instituto de investigación dirigido por el citado Boulez. En Estados Unidos, y bajo el ascendente de John Cage, aunque los resultados fueran musicalmente hasta antagónicos (así lo intenta hacer ver la crítica cuando tiene ocasión), se tenían en la cabeza horizontes similares. De entre todos esos americanos, el que llevó más lejos y con más resultados más logrados esa emancipación del timbre fue sin duda Alvin Lucier, que el 1 de diciembre murió a los 90 años como consecuencia de una caída fortuita.
Lucier estudió composición y teoría musical en las universidades de Yale y Brandeis, y fue profesor de la Wesleyan University —principal centro difusor de la obra escrita de John Cage— desde 1970 hasta 2011. En 1966 fundó junto a Robert Ashley, David Berhman y Gordon Mumma, el Sonic Art Union; sin embargo, ya un año antes había estrenado una de sus obras más importantes, Music for solo performance —obra para ondas cerebrales enormemente amplificadas y percusión, según reza el subtítulo de la pieza—, en una première en la que también se escuchó por primera vez Rozart Mix, de John Cage.
Sin embargo, la pieza que más repercusión tuvo de toda su producción, convirtiéndose en una de las más ejecutadas de todo el repertorio del arte sonoro, llegó en 1969: I Am Sitting in a Room. Fue tal su influencia que el Whitney Museum decidió titular con ese nombre su monumental retrospectiva del arte sonoro americano (I Am Sitting in a Room: Sound Works by American Artists 1950-2000). La idea es sencilla: en una estancia dada, se graba con un magnetófono una retahíla de voz que, acto seguido, se reproduce al tiempo que se graba con otro magnetófono, y así en un bucle de duración determinada que va sobreponiendo sobre la cinta grabación tras grabación. El resultado es la pérdida paulatina de las cualidades del sonido: primero, altura, duración y dinámica, pero cierto tiempo después, también el timbre. Cuando pasa el tiempo suficiente, lo que queda es la mera reverberación del espacio: el sonido del espacio en el que la pieza es ejecutada.
Como deseaba su compositor, y queda expresado en la colección de partituras explicadas del autor y publicadas bajo el nombre de Chambers (Wesleyan University, 1980), la pieza ha sido y sigue siendo ejecutada en la más variopinta diversidad de espacios, lenguas, duraciones y procedimientos, teniendo siempre un resultado diferente, imprevisto y, habitualmente, fascinante para el oyente; de ahí, seguramente, parte de su éxito. La más difundida es una versión de 45 minutos exactos ejecutada por el propio Lucier y publicada por Lovely Music en 1980, pero existen algunas de hasta 24 horas de duración realizadas en espacios mucho mayores, como la realizada en una capilla de Oberlin, Ohio.
Generar sonidos ionosféricos, usar el espacio como filtro, trabajar con conchas, la retentiva mental o sonares, componer con la arquitectura y no de espaldas a esta, hacer audible el espacio… Por supuesto que —como les señaló Theodor Adorno a Cage, Boulez, Stockhausen y otros compositores que escuchó en un encuentro de Darmstadt al que fue invitado— el gran riesgo que corre este trabajo es olvidar la tarea y responsabilidad propia del compositor y dejarse llevar por el fetichismo del sonido; y en muchos casos resulta evidente que así es, pero en otros, como el de Lucier, su responsabilidad como músico estuvo a la altura de su tiempo, recogiendo problemas musicales y dándoles respuestas musicales, no sirviendo estás únicamente de sebo a la especulación posmoderna, a la experimentación autoindulgente, sino siendo útiles, incluso, a la escucha. El mismo Lucier recuerda en uno de sus textos lo poco que le gustaba a Edgar Varèse que llamaran experimentación a su música: “No escribo música experimental. Cuando escribo música ya he concluido los experimentos”.
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