Por: Cecilia Kühne
Tranquilícese. No piense ya en las fechas ni en el color del semáforo. Verde, naranja o amarillo, poco importa. Hemos estado en alto todo el año y la luz de precaución se quedará encendida. El mundo se va acabar con o sin voluntad política y a pesar del talento o la idiocia sanitaria. Pero todavía no es tiempo de rendirse. Despojémonos del miedo, el ansia de fiesta, las ganas de multitud y calle y miremos hacia otro lado. ¿No es verdad que el calor de la estufa, el inmaculado brillo de los azulejos de la cocina y la hermética seguridad de su refrigerador le proporcionan una sensación de seguridad que le parecía perdida? La cocina. Un lugar sin conexión, donde ni jefe, ni maestro, ni acreedor podrá encontrarlo, el WhatsApp no funciona y la peor acusación que pueden hacerle a su honra es que el asado se le pasó de sal. No se arredre ni se avergüence, lector querido. Ya estamos en una época en que nadie piensa que el peor papel de un hombre es ponerse el delantal y darle vueltas al cado. Es, por el contrario, una muy alta virtud...y a veces un indicio de grandeza.
Vayan algunos ejemplos de historia culinaria para su diversión, consuelo y apetito. El virrey Marqués de Mancera, político de talento, un día de ánimo alegre y despreocupado, se olvidó de sus asuntos y se las ingenió para inventar una taza-plato en la que pudieran convivir golosamente los bizcochos y el chocolate en qué sopearlos. Ninguna calle, tratado, galaxia, declaración, libro de poemas o máquina de guerra se llamó como su invento, pero, hasta la fecha -como si no hubiera habido nada qué hacer en la Nueva España- su taza- plato se ganó el nombre de “mancerina” y se usó durante años. El escritor Marcel Proust, consciente de que a veces paladear y oler un buen platillo le quitaba lo insípido a las musas, una tarde de noviembre tomó una taza de té y mordió algunas magdalenas recién salidas del horno. Acto seguido se acostó en su cama y escribió, casi sin levantarse, En busca del tiempo perdido, los nueve tomos más impresionantes de la novelística del siglo XX.
Nadie se avergüenza, por ejemplo, de que genios como Leonardo Da Vinci hayan inventado, además del helicóptero, una máquina para rebanar fácilmente los huevos duros, escribiera un escrupuloso cuaderno con notas de cocina y haya sido el primero que se preguntó cómo llamar a un platillo que tuviera carne entre dos rebanadas de pan. (La historia de Lord Sandwich es un mito). Como muchos genios, Leonardo Da Vinci tuvo una familia disfuncional donde fue alimentado a base de confites por su padrastro ymuchas veces regañado por Verrochio, por ser el más glotón de sus aprendices. Buscando supervivencia trabajó como mesero en una taberna y se convirtió en excelente cocinero Descubrió nuevos sabores y manjares, inventó recetas y tomó nota de todo. Incluso de cuáles eran las reglas de etiqueta para sentarse a la mesa, tanto junto a un rey, como al lado de un asesino. Acabaría convirtiéndose en consejero de fortificaciones y maestro de banquetes en la corte de los Sforza, donde además de pintar, esculpir y diseñar aparatos de guerra, terminó sus anotaciones culinarias.
Hoy, son un libro maravilloso que se llama indistintamente Codex Romanoff o Notas de cocina de Leonardo Da Vinci.
Otro ejemplo culinario, glorioso y más cercano, fue Sor Juana Inés de la Cruz. Hay evidencia de que además de excelsa literata era golosa: le gustaban las jiricayas, los buñuelos de queso y la cajetas y, en algún momento, en admirable labor de copista, armó un recetario para su hermana. Verdad también que sabía de la confección de diversos platillos pues vivía en un convento y recordaba los guisos de fogón de la cocina de su madre. Sin embargo le gustaba más comer y estudiar lo que de química, física y música tenía la cocina que cocinar y fregar cacharros.
Para su absoluta desazón llegaría el día en que fue obligada a dejar sus libros y el estudio. A la terrible carta del obispo, que se firmó con el nombre de Sor Filotea, y donde la acusaba de evadir las labores de una monja piadosa, Sor Juana, amablemente irónica contestó:
“Pues ¿qué os pudiera contar, Señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria; ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos, que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí y juntos no. Pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? “ A pesar de sus excelentes argumentos, la castigaron y nada resultó. Muy mala impresión le causó al obispo su última frase: “Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”.
Cuarentenas interminables, quizá volverán, lector querido, y después tal vez no seremos los de antes. Pero siempre seremos lo que comemos, lloraremos lo que no podemos comer y tendremos la cocina como alternativa.
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