sábado, 13 de enero de 2024

Mérida, laberinto de luz y de piedra



Por: Sara Poot Herrera

(6 de enero de 1542-6 de enero de 2024)

“Piedras que allí se ven, mayas directrices de la remota Ichcanzihó… son las ruinas de lo que fue T’Hó”, antigua ciudad maya posiblemente del siglo IV, o V tal vez, de nuestra era. Lo atestiguan esas piedras esculpidas que se desperdigan en cada una de las redondas casitas blancas de techo de paja que están entre los cinco montes que resguardan este centro que hoy —6 de enero de 1542— se llamará de otra manera y así —“vámonos inmóviles de viaje” — peregrinará desde mediados del siglo XVI, llegará al siglo XX y a los inicios del siglo XXI, y continuará su camino entre las estelas del día y bajo las estrellas de la noche. Su cultura propia —partiendo del legado maya— es su aportación Única a la nación mexicana.

Quienes desde mucho antes de aquel seis de enero ya estaban aquí, aunque ahora son mucho menos que los de aquel entonces, escuchan pasos lejanos, hispanos. Un rito está a punto de llevarse a cabo. Se trata de la ceremonia de bautizo de lo que será la nueva ciudad: se llamará Mérida de Yucatán. Su nombre es español; su apellido, con ecos mayas. “Las palabras habían salido mestizas a la luz, Mérida de Yucatán” escribe Manuel Alvar. Sus palabras mayas siguen iluminando en su filosofía, su literatura, su vida diaria.

El agua del bautismo fue la de los cenotes y con solo estirar la mano al norte costeño se trajo un granito de sal. La pila bautismal fue una laja, piedra calcárea que blanquea y resplandece a tan solo 8 metros sobre el nivel del mar. Y aquí está Mérida, paradita sobre 289 grados 30 minutos de longitud y acostadita en 20 grados y 10 minutos de latitud. En este cruce colgó su hamaca, de un arco de la luna con hamaqueros de rayos de sol, por eso Mérida es Sol y es Luna.

Se llama Mérida por su historia y por su geografía. Geográficamente, nació en un extremo y es extremidad, extremadura del cuerpo mexicano. Históricamente, nació emérita por méritos propios y por méritos que recordaban los de la Extremadura ibérica. No hubo borrón y Mérida nueva, lo que fue fundamental en tiempos de la conquista. El escudo de los Montejo marcó la genealogía ibérica en Yucatán, que poco a poco y desde un principio fue enlazándose con otras genealogías: fuimos mayas (lo seguiremos siendo), españoles, criollos, árabes, mestizos…; blancos, negros, mulatos, “atabacaditos”… la diversidad de castas virreinales se metió en la piel de los peninsulares, capitaneados en el siglo XVI por un Mozo, Francisco de Montejo y León, el Mozo.

Como la historia es inconclusa, en diciembre de 2004 (origen de estas líneas) nos sorprendió una noticia: en el acervo histórico de la Casa de los Montejo se descubrieron dos documentos del siglo XV, fechados respectivamente 46 y 12 años antes de la llegada de Cristóbal Colón a América. Es muy posible que estos dos documentos españoles —una carta de privilegio de 1446 y una cédula de traslado de testamento de 1480— hayan estado archivados en esta Mérida, ciudad que resguarda no solo el suyo sino otros pasados y que acumula nuevas historias. Aunque enflaquecidos, los archivos de Mérida han de seguirse revisando. Un regalo de cumpleaños —para cada 6 de enero, año de su fundación oficial— indispensable y trascendental podría ser la creación de un fondo de apoyo para la investigación de archivos, que han de estar abiertos libre y democráticamente a quienes estudian y se interesan por la historia de Yucatán, entretejida con otras historias.

Más sorpresas nos aguardan en esta ciudad de laberintos de agua, de luz, de piedra y de tierra blanca, arqueología del saber maya. Muchas cosas ya no existen. Como otras que dejaron de existir tiempos atrás, se fueron perdiendo a lo largo de casi cinco siglos: del XVI al XX, y ahora al XXI.

Es la fundación de Mérida motivo de nuestro festejo. En aquel 6 de enero de hace 482 años aquí estuvieron —cuenta la historia— el señor de Caucel (se ha de leer “Cauquel”) y el señor de Itzimná; al parecer, Mérida estaba sin representantes: “¿Qué se hizo Aquel de T’Ho y demás señores que se hicieron”? Acompañaban a quien oficialmente sería el primer alcalde de Mérida los primeros regidores y más de cien recién llegados. También presenciaron el acto los naturales que allí estaban. La toma de posesión fue ese día. ¿Nueva crónica y buen Gobierno? Desde entonces, muchos gobiernos han pasado por aquí y, tratándose de Mérida y del ejercicio deleitoso inacabable de hablar de ella, la alcaldía de 2003 recogió en Mérida. Palabras y miradas la voz de 71 escritores, la de un fragmento de Chilam Balam y la imagen de 11 fotógrafos. Esas palabras y miradas, entre otras que son muchas, coinciden en un punto de partida: la búsqueda del origen, de una identidad que se remonta a la fundación de Mérida. Y la alcaldía de 2017 —Mérida Capital Americana de la Cultura— publicó Mérida. Palabras y Miradas II, excelente libro que debería circular más.

La noche del 6 de enero de 1542 los de casa y los recién llegados durmieron y soñaron de otra manera: “Solo el cielo era el mismo. Cielo luminoso y claro, a ratos de gasa, por momentos de cristal”, dice el poeta (Álvarez Rendón). Tengo la esperanza de ver en este cielo de cristal a toda Mérida allí reflejada; como le sucedió de niño a Juan José Arreola en Zapotlán. “Cantando por las montañas, brincando por las colinas”, de pronto vio en las nubes el jardín de su pueblo, la iglesia, el palacio municipal, gente, a un amigo en bicicleta… Si un fenómeno ¿natural? produjo aquel milagro celestial, ¿qué prodigios podrían seguir ocurriendo en Mérida cimentada milagrosamente entre cenotes, regada por lluvias encendidas de amarillo, color del arco iris, que yo creo nace (o brota) en Izamal, y rayada por el verde de los loros que como obreros van y vienen (de norte a sur de sur a norte) en grupo atravesando cada día la ciudad.

“Nunca vi nubes tan suntuosas”, dijo Simone de Beauvoir en su viaje a Mérida. Y esas nubes, en su desmenuzamiento y escurrimiento, se eternizan transformadas en la voz de los poetas y son página blanca sobre la que se escribe la crónica de Mérida, ciudad de nuestros deseos y de nuestras verdades meridianas.

Pero, cómo hablar de Mérida en el año que comienza cuando en el año que termina un continente cambia el color azul de sus mares y el verde de sus selvas. ¿Cómo darnos el derecho de hablar de Mérida cuando los derechos humanos ni por derechos ni por humanos se respetan y donde también hay feminicidios aunque, eso sí, a menor escala? ¿Cómo hablar de Mérida a los cien años de la “muerte” de Felipe Carrillo Puerto, sin que la historia haya legitimado la realidad de un crimen colectivo con él a la cabeza? ¿Cómo hablar de Mérida cuando el fenómeno de la llamada gentrificación ha llegado a los pueblos cercanos a la ciudad, cuando hay habitantes que venden (“vender” es un eufemismo) sus solares donde ahora se construyen cotos a precios de oro, y a sus auténticos dueños se les paga en moneda corriente y devaluada? Antes, el calor era nuestro escudo de protección, pero eso era antes de nuestros abanicos de cartón, de nuestros abanicos de techo, de nuestras construcciones que tenían en cuenta los puntos cardinales.

Pero, por otra parte y contradictoriamente, ¿cómo no hablar de Mérida y de Yucatán y de sus valientes mujeres (de haberlas conocido, Sor Juana las haría inmortales en su poesía), y cuando los ideales del Quijote nos recuerdan que sus 300 años fueron celebrados por la revista yucateca La Arcadia de 1905? Y seguramente hace más de cien años también se conmemoró esta ciudad que, para empezar, es capital de Yucatán y es corazón de la península. Solo basta sentir su latido y verla en el mapa, allí arribita de tres estados que antes eran solo uno. Aquella celebración y otras que aclaman la fundación yucateca emeritense han de haber sido en esta plaza grande de “quinientos pasos a la redonda”, corazón de la ciudad. Y aquí late, tic tac, tic tac, tic tac, como el reloj de este H. Ayuntamiento que comenzó a hacerlo en 1871.

Desde los primeros tiempos de la conquista, la Catedral custodia el lado Oriente de esta Plaza Grande. Si Luis Buñuel hubiera merodeado por sus puertas, Viridiana se habría llenado de más realidad, pero bien supo Buñuel que Mérida era como un ángel que nunca lo dejaría salir de debajo de sus alas. De haber estado aquí, junto con Los olvidados habría filmado Las recordadas. Ya lo han explicado los antropólogos: la mujer yucateca cose (costura, pues) aparte.

Pero nos faltan otros tres puntos cardinales que ordenan esta plaza grande de la ciudad. Desde el Poniente, el Palacio Municipal, que esta noche del 6 de enero celebra el cumpleaños de la niña de sus ojos. La custodia del Norte la ofrece el Palacio de Gobierno —pintado de color verde ya desvanecido del oro verde que se nos fue por la borda. La custodia del Sur reside en la Casa de Montejo, que allí exhibe las relaciones de poder que empezaron a imperar desde los primeros días de la conquista. Del cuadro principal, la ciudad fue abriéndose como en abanico: Santa Lucía, Santa Ana, Mejorada, San Cristóbal, San Juan, San Sebastián, Santiago, San Cosme… Santiago fue antes pueblo de indios y es hoy espacio promisorio de novelas góticas, aunque afortunada y desafortunadamente los santiaguenses no tienen los derechos exclusivos de autoría.

Modelo de movimiento urbano el de Mérida que, rebasando sus arcos —el de Dragones, el del Puente, el de San Juan—, se desplaza por sus paseos. Caminar a media noche hacia “El siglo XIX”, como lo hicieron congresistas internacionales de UC-Mexicanistas durante aquel carnaval de 2002, es ir a contracorriente —mundo al revés carnavalesco—, es pasar por una esquina de rostro jánico, conocida como “Las dos caras” —una cara mira a la 65 y la otra a la 58— y llegar a lo que fue el Paseo de la Alameda, el de las Bonitas y de pronto, como aparición, el Portal de los Granos. Estamos hablando de la una de la mañana del 28 de febrero de 2002; estamos hablando del rojo encendido de los arcos reflejados en los escaparates de la esquina del siglo XIX. Y después de este paseo, regresar a esta Plaza Grande y caminar por la calle 60, lo que fue la Calle del Progreso, Paseo de Santa Ana, Paseo de Figueroa y llegar al Paseo de Montejo y a algunas de sus calles aledañas, para volver a la ermita de Santa Lucía, por donde pasan los personajes coloniales de La hija del judío, novela decimonónica de folletín de Justo Sierra O’Reilly.

Desde hace años renacen los centros de las ciudades latinoamericanas y europeas, a veces redescubiertos por ojos que vienen de fuera y se enamoran de ellos, y los cuidan y los hacen suyos. Ya antes se ha detectado un estado de desolación del centro — “Ésas, Fabio, hay dolor que ves ahora…”— lo que antes posibilitó la colonización, “ay, dolor”. Hay que volver los ojos al centro que no todos los nortes son pardos.

No hay pierde en el centro ni en las calles de Mérida; desde el siglo XIX —1895 para ser exactos— Manuel Sánchez Tirado numeró las calles (Suárez Medina) y nos facilitó el camino. Y andábamos por sus escarpas (el nombre de las banquetas y veredas) y bajábamos de ellas cuando las personas ocupaban las suyas con los sillones en los que salían a tomar el fresco (“Vaya bien”, era la frase de cortesía para quienes allí pasaban, “vaya bien”. Nos gusta sentarnos en los sillones porque se mecen de atrás para adelante, recuerdos por venir: de adelante para atrás, como nos gusta mover nuestra añoranza y en estos días lo hacemos a la primera infancia de esta Mérida mestiza.

A los seis años, Mérida niña, pegadita en el piso tuvo su primera enfermedad infantil: una epidemia en 1548. Y aunque con pérdidas sentidas, la criatura se repuso, como siempre se repone —desafiante y digna— de los diluvios y su, como decimos, temporada de huracanes. Y se repone por su gente: los que son de aquí y los que están aquí. Repuesta de sus primeras enfermedades, Mérida atravesó el siglo XVI —afranciscada durante aquel siglo— y setenta y seis años después, Felipe IV le otorgó el título de Muy Noble y Leal Ciudad de Mérida. Esto fue en 1618; tenía 76 años.

Para hablar de esa lealtad y de esa nobleza, títulos conferidos a Mérida la Blanca, podemos apropiarnos de las palabras de Sor Juana cuando, con una clara conciencia de igualdad, se refirió a la Ciudad de México:

Y la Muy Noble Ciudad

Nobleza y Plebe, en quien veo

de diferentes mitades 

formar la Lealtad un cuerpo.

Por una parte, Mérida es leal a todos, y los privilegios de la lealtad han de estar en los cuatro puntos cardinales: un cuerpo, una ciudad. Tiene razón Sergio Quezada en su aguda crítica de cómo se construye socialmente el Norte y el Sur de Mérida: espejismos y deformaciones. ¿Y qué pasa —me pregunto— con quienes viven en el Oriente y en el Poniente de la ciudad? En el Poniente lo que sé, porque me consta, es que a sus habitantes no los despierta el rey Sol sino los rugidos del rey del Centenario, nuestro zoológico de la infancia infinita.

Por otra parte, Mérida es y ha sido noble en un doble sentido de la palabra: noble de nobleza y noble de resistencia, de aguante, y así ha llegado al siglo XXI. En el XVII vivió la teatralidad propia de aquel siglo novohispano. En cada siglo hay sucesos que bien vale la pena recordar. Uno de ellos es que a principios del siglo XVIII el editor del tercer tomo de las obras de Sor Juana llegó a Mérida, donde fue obispo. Qué hubiera dado don Ermilo Abreu Gómez por conocer al menos al amigo editor de Sor Juana. “Y sepan cuantos…” rezan actas de protestas de fe como en las que Juan Ignacio Castorena y Ursúa estuvo presente en la Catedral de Mérida.

Y nuestra ciudad siguió dejando huellas por su camino blanco y trazó un moderno siglo XIX, nuestro intermitente siglo de rupturas y reconciliaciones, y punta de lanza también de “rebeliones” indígenas. En el XX fuimos los primeros socialistas, las primeras congresistas, y poco a poco nos acercamos más al centro. Y nos acercamos tanto que muchas de nuestras palabras comenzaron a quemarse y se perdieron. Es por eso que me llama tanto la atención y me siento en casa (o que como caracol llevo mi casa conmigo) cuando en Argentina escucho que alguien pide una gaseosa. Y no solo se la dan sino que le dicen que cuesta noventicinco o noventiocho o noventialgo centavos. También, cuando una colega lingüista de la República Dominicana rechaza algo que no le gusta y dice “fo” (como decíamos en Yucatán). Y cuando un estudiante vasco y también una estudiante de Sevilla me dicen en Santa Bárbara, California, que me vaya “alante” o “alantito” en su auto. Qué chévere dicen los centroamericanos y los caribeños cuando coincidimos en que casi somos los mismos, y hay una “tiza” que lo confirma. No entiendo por qué cuando decimos “hipil” nos corregimos de inmediato y cambiamos a “huipil”, como si tuviéramos que quedar bien con alguien que, a lo mejor no lo sabemos, perfectamente entendería las variantes lingüísticas. ¡Ah, la colonización, el colonialismo, dentro de nuestro propio país!

Por ser extremadura del sureste mexicano tenemos el privilegio de movernos hacia nuestro propio cuerpo y tocar otros cuerpos. Para hablar de Mérida se puede empezar por recorrer sus calles y hablar con la gente; leer amplia bibliografía, entre ella los volúmenes de la Enciclopedia Yucatanense, a los historiadores y cronistas; se pueden seguir las notas musicales, el trazo de las letras, la historia de sus revistas, la línea del dibujo (Manuel Calero, En voz de los pintores; 2003), la textura de las esculturas: todas las artes conducen a Mérida, y cambian y permanecen e incluso son ignoradas. Enrique Urzaiz Lares (Arquitectura en tránsito; 1997) nos señala espacios neomayas, neocoloniales, el art déco tan frecuente en alguna época. Todas las calles nos llevan a Mérida. Allí, su “asfalto, limpio y acerado, luce un resplandor contenido que va del gris al violeta” (Octavio Paz).

Valle-Inclán tuvo su “reina maya”: “… languidecía / sobre la hamaca. Dorado el día, / era dorada bajo el hipil”. Cuánto viajero ha pasado por aquí y ha comentado la placidez de su estancia, por no mencionar a sus vecinos vivos y a los muertos que aquí viven. El famoso hispanista Francisco Márquez de la universidad de Harvard —no me lo van a creer— se bañó con su esposa debajo del muelle de Progreso y quedaron más que fascinados. Alucino cuando en la película Antes que anochezca veo caminar a Javier Bardem afuera del Hospital O’Horán entre una multitud de gente. Es un mundo alucinante como el de Reinaldo Arenas, personaje que Bardem interpreta cuando camina… y ¡cerca de mi casa! Todo lo que me pierdo por no estar aquí, mar adentro de Yucatán. Así me perdí a Nicolás Guillén, a José Moreno Villa, a Mircea Eliade, a Paul Ricoeur… A mucha gente me he perdido pero ahora me desquito con la presencia frecuente de Elena Poniatowska, adoratriz de Yucatán. “Querida Elena, te abraza Mérida”. Aquí arriba, por los cielos de Yucatán pasó Elenita cuando tenía 9 años; con su madre y su hermana habían abordado en La Habana el avión Marqués de Comillas que las llevaría a la Ciudad de México. Muchos años después Elena vendría a Yucatán y sería abuela de unos niños que aprenden a hablar en yucateco.

Viajeros y viajeras vieron lo que vio José Peón Contreras: “Allí el tronco del viejo cocotero, / allí el árbol del pan y allí el alero/ de donde peregrinas/ miré lanzarse al sol las golondrinas”. ¿Y los de casa? Habría que intentar descubrir cómo nos ven los otros. ¿De mero Mérida? nos preguntan a quienes decimos que somos de aquí. De dónde, ¿de mero Mérida? De emeritísimo lugar, les digo. ¿Cómo nos ven los otros, cómo vemos a los otros y cómo nos vemos a nosotros mismos? Dicen que tenemos una lógica distinta. Como aquella nota que publicó un periódico de la Ciudad de México. Decía más o menos así: “Para quienes duden de la lógica de los yucatecos, hay una señal en una calle —un crucero— de Mérida que dice ‘el tren pasa primero’”. Ni una palabra más; ni una palabra menos. “Punta con punta” decía mi mamá de las toallas colgadas impecablemente. ¿Se puede decir de una manera más precisa, más poética?

Dicen que somos distintos o que éramos distintos. Y cómo no lo íbamos a ser si despertábamos entre dos “eses”, las de los sueños de donde pendían los hamaqueros Y se colgaban y descolgaban las hamacas; una y otra vez, año tras año, urdiendo los sueños de toda la vida. En las hamacas dormíamos de noche y dormitábamos en la siesta del mediodía; a veces no dormíamos pero sí dormitábamos, y esa siesta multiplicaba en dos el día, lo mismo que el baño de la tardecita después de que nos refrescábamos.

Dicen que en Mérida no se sienten las estaciones. Yo diría que sí se sienten, pero es de otra manera. Así lo consideró Abreu Gómez: “Como las calles de mi pueblo van de norte a sur y de este a oeste, la sombra de las casas sirve para conocer las estaciones del año. Si no hay sombra, es verano; si ésta cubre toda la calle es invierno; si solo cubre media calle, es primavera u otoño. No hay ni mejor ni más barato calendario”. Una amiga iba caminando en pleno mediodía por la calle donde daba el sol cuando de pronto apareció un yucateco quien sencilla y gentilmente le señaló la otra acera: “Es por ahí, señorita”. Un rato después, el señor llegó a la casa: “—Señor pásese al hall. Gracias —contestó—, aquí estoy mejor en la ‘hombra’”.

“A cada hora transcurrida en Mérida —escribió don Hernán Irigoyen Rosado—, sus viejos lienzos de mampostería adquieren tonalidades distintas al conjuro del paso del sol y bajo el esotérico diluir de sus sombras nocturnas”. Estos claroscuros son memoria y olvido, péndulos de nuestra capacidad de recordar.

Revocar el recuerdo no es hacer desaparecer sus piedras. Es desempolvarlas y es tocar con ellas puertas, portones, zaguanes, muros, es abrir postigos, y es entrar a los patios, solares que ya no están pero que son territorio de nuestro imaginario, un paraíso donde “la semana tiene más de siete días”, más de siete días manzaneros, como “adoro la calle en que nos vimos”, donde nos seguiremos viendo.

Dicen también que aquí no pasa el tiempo. Y a lo mejor es verdad. Apenas llego a Mérida me cuentan cosas que ocurrieron el otro día. Pero… años antes, ya me habían contado estas mismas cosas que pasaron “el otro día”.

Hoy, que vengo de visita, vivo en la contradicción. Me levanto contenta y me voy a desayunar al “Café Express”; regreso molesta porque el café está cerrado por la mañana y cambió incluso de nombre. Se llamó (y qué bueno que ya no) “La Parranda”; háganme el (des)yucateco favor. Me enojo (ya menos) cuando paso por Walmart en el Paseo Montejo (al rato se instalará en Chichén Itzá o en Uxmal o a lo largo de la ruta Puuc) y me contento cuando de inmediato la Escuela Modelo ofrece su estupenda arquitectura, modelo de respeto a la magnífica tradición. “La vida en la casa al final del Paseo de Montejo era fabulosa. Todavía no la cortaban para prolongar el Paseo de Montejo con una avenida”, dijo Juan García Ponce. Me enojo porque esa avenida nortea, desorienta. Seguramente quienes allí venden y compran son bilingües o a lo mejor monolingües: solo hablan inglés. Give me a break! Sin mirar a los lados, supero la North Avenue de Mérida y finalmente llego, más que contenta, al infinito con estrellas que se despliega en el Golfo de México.

Cuando algunas noches camino por la calle 61 —ex Calle Central— del centro de Mérida hacia Santiago, las hoquedades me hieren el alma. Pareciera que detrás de los postigos, testigos de la historia, nunca hubiera habido nada. Las herrerías están huecas. Esta parte de la ciudad pareciera que ya no habla. En mis fantasías lleno la 61 de farolitos, de “un rayito de sol por tu ventana”, y paso por la esquina que “cuando se agachó, el toro todavía estaba allí”. Sí, la esquina de “El toro agachado” y llego a “El Kiuik Dzotz”, única esquina que tiene un palíndromo, capicúa maya — “kiuik/kiuik” — (ya lo he comentado con el doctor Arzápalo Marín, quien revisó la palabra de adelante para atrás y de atrás para adelante, y estuvo de acuerdo). Qué privilegio es vivir dentro de un palindroma.

Pero la realidad de esta noche me devuelve aquí a la vuelta de la esquina. Retomo la 61, una de las ocho calles por las que se entra y se sale de la Plaza Grande de Mérida, y no me queda más que susurrar su nombre. No me queda más que gritar “Mérida”. Del Jardín Radiante y de las calles aledañas entre la 59 y la 61 solo escucho ecos, como los de Pedro Páramo; son ecos, fantasmas de un Pedro Páramo citadino, meridano, puñadito de península: Ni “un pecho agitado, una palabra oscura, impronunciable, detrás de cada puerta, de cada balcón” (Octavio Paz). Pero estos ecos, los de aquí, son de barrio viejo meridano: Mérida, ida, ida, ida… No te vayas, no. No nos dejes morir de sed “junto a tu fuente”.

Mérida es la única ciudad capital de la República Mexicana con palabra esdrújula. Tomo prestadas unas letras de Sor Juana. Justifico el préstamo porque son para Mérida:

Oigan, que quiero en esdrújulos,

aunque con estilo bárbaro,

que se oiga mi ruda cítara 

desde el Ártico al Antártico.

¡Óiganme, atiéndanme, 

vaya de cántico!

Y yo añado: célebre, rústica, sólida, pródiga, máxima, minúscula, única, sólida, angélica, balsámica… Mérida esdrújula, de métrica de epopeya, como la de América y la de México y la de Atlántico: Mérida.

Ya es hora de salir a la Plaza Grande. Si todavía es la Plaza de la Independencia, voy a colgar allí mi hamaca, jugar a la pesca pesca y a la guarda guarda. A lo mejor pesco y encuentro lo que he buscado siempre. Pero de ser así, lo dejaré allí, en una banca de la plaza, en un confidente, para seguir buscándolo toda la vida: el secreto de Mérida, la nuestra.

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