Por Lutz Alexander Keferstein*
Si aceptamos que la música metalera es el núcleo alrededor del cual se ha conformado una identidad cultural que como tal se expresa mediante usos y costumbres, simbología, expresiones estéticas, erección de ídolos, etc., se tendrá que aceptar también que la toma de consciencia de los orígenes, la reconstrucción de la propia historia, la generación de mitología y panteón, como en cualquier otra comunidad, llevan al reconocimiento de sí y fortalecen los nexos entre los miembros que la conforman garantizando la prolongación en el tiempo y la trascendencia del espacio. Discutir sobre el origen, narrar la propia interpretación de la historia y formar héroes en la imaginación genera, consolida y preserva toda identidad.
Además de la controversia sobre cuál fue la primera banda de heavy metal de la historia, existe en el imaginario metalero mexicano otra álgida discusión. ¿Cuál ha sido su época de mayor esplendor en nuestro país?
Los conciertos en la Arena Adolfo López Mateos de Tlanepantla como los de Death en 1989 y Sacred Reich en enero de 1992 (con Transmetal, Next, Makina, del DF y Draksen de Guadalajara como grupos abridores), así como la conmoción que produjo Slayer en el ex balneario olímpico de Pantitlán en 1994 son eventos que, organizados por Carlo Hernández y Gueorgui Lazarov (otrora locutores del IMER y editores de la legendaria revista Heavy Metal Subterráneo), ayudaron a fortalecer los cimientos de identidad sobre un terreno que habían comenzado a escarbar los metaleros de los años setentas como el Doc Mendoza. La pasión que despertaron en la audiencia y en los organizadores, metaleros hasta los huesos, ha sido desde entonces el indeleble tatuaje que adorna la memoria de quienes estuvieron allí. Por ello mismo, el Tianguis del Chopo y los conciertos (uno por mes) del periodo comprendido entre los años 1988-1995 representan en el imaginario de su generación el pináculo del metal mexicano.
No obstante, la vida actual nos obliga a aceptar que no podemos comparar esos proto-conciertos en calidad, extensión y frecuencia con los que ofrecen hoy en día los promotores de metal. En Tlanepantla, Pantitlán, el LUC y el Rock Center, la audiencia asistía a ver, literalmente, a las bandas, pues el sonido era tan malo que no se distinguía prácticamente nada de lo que tocaban. Gracias al esfuerzo y nada criticable afán de hacer negocios de quienes están detrás de Eyescream, Dilema, Live Talent y CHAS, del mismo Carlo Hernández, desde hace una década, hemos estado viviendo un momento cenital en el mundo del metal.
Hoy en día el metal es más fuerte que nunca antes en este país. Es cierto que las personas quienes están tras estas empresas son controversiales hombres y mujeres admirados y ensalzados por algunos, al tiempo que odiados y criticados por otros (motivos hay de sobra para profesarles este amplio espectro de sentimientos y emociones), pero también lo es que sin ellos no existiría el metal en este país como tristemente ocurre en Centroamérica y la parte septentrional de Sudamérica.
La magnitud de los conciertos ya masivos y la frecuencia de los toquines más modestos pero de buena calidad que se llevan a cabo en las principales ciudades del país es un gran argumento en contra de los nostálgicos de la generación 85-95 (a la cual pertenezco), quienes ven los de su adolescencia como los años dorados del metal en México. Por ello mismo, afirman erróneamente que el metal está en decadencia o en un catastrófico proceso de extinción. Quienes piensan eso, sufren un pensamiento tan reduccionista como el de quienes piensan que la niñez o la adolescencia son la mejor etapa de la vida. El segundo lustro de los 80 y primero de los 90 no fueron ni el comienzo ni la cúspide.
Por otro lado, y esto lo tienen que comprender los noveles metaleros que frecuentemente se expresan y comportan como si ellos hubieran inventado el metal, los 85-95 son el momento de su crucial consolidación en México. Enfatizo esto, pues la generación más joven de metaleros desconoce o no valora los esfuerzos realizados por los ruckers y los mira con un grado de condescendencia tal que muchos se enorgullecen de no haber escuchado a Black Sabbath, Judas Priest o de que no les gusta Slayer. La incomprensión y lucha generacional propia de toda comunidad se reproduce así en las relaciones sociales metaleras.
Hay algo, sin embargo, que se escapa de la perspectiva de estas posturas y es que una identidad cultural sólo sobrevive cuando las generaciones caminan de la mano el trecho que les corresponde coexistir.
* Profesor de filosofía y política en la Universidad Autónoma de Querétaro, así como vocalista del grupo de rock Dirty Woman.
Twitter: @ellutzzzo.
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