Por: Ricardo Quiroga
La exposición Momias.
Ilusiones de vida eterna, que desde el pasado 13 de diciembre está abierta para
el público en el Museo de El Carmen, más que un simple recorrido por los restos
momificados de manera natural de personas halladas en México en sus distintas
edades, es una oportunidad sin precedentes en la que convergen la antropología
física, la arqueología y la historia como disciplina para echar un vistazo al
ideario prehispánico y novohispano sobre la transición a la muerte.
La muestra fue concebida
en dos grandes secciones que son precedidas en la recepción de la sala de
exposiciones temporales del recinto por la escultura de Mictlantecuhtli, el
señor del mundo de los muertos, que regularmente está bajo la custodia del
Museo del Templo Mayor, elaborada en cerámica de acuerdo con la concepción del
tamaño natural de un ser humano, con el hígado, un órgano vinculado con el
inframundo, pendiendo del tórax.
La pieza mira de frente
con el óleo sobre tela “Alegoría de la muerte”, que el artista Tomás Mondragón
realizó en 1856 y muestra el retrato de una mujer mexicana de alta sociedad,
cuyo cuerpo está dividido en dos mitades: mientras que una muestra a la mujer
ataviada con un hermoso vestido y rodeada por perfumes, un espejo y demás
objetos de belleza, la otra mitad está en los puros huesos y despojada de toda
posesión. La línea que divide el cuerpo vivo de la mujer y su esqueleto es una
hilo rojo, el hilo de la vida, sostenido por una mano que emerge desde el
cielo, y, en la otra mano, sostiene una tijera lista para cortar esa delgada
línea que separa la vida mundana de la trascendental.
El ideario de la muerte
La primera sección es un
estudio, con una museografía a detalle y explicativa, de cómo tanto las
sociedades prehispánicas como las del México virreinal asumían la muerte y sus
distintas maneras de abordarla. Hay piezas prehispánicas, como la máscara
cráneo con aplicaciones en los ojo de concha y pirita, también prestada por
Templo Mayor; pero también obras enigmáticas como un “Políptico de la muerte” (siglo
XVIII) pintado al óleo sobre tela y madera con ilustraciones y textos relativos
al llamado “buen morir”, un hábito didáctico surgido en Europa a partir de las
grandes epidemias, entre los siglos XIV y XV, para preparar a los hombres para
morir todos los días; prueba de ello son los dos libros también en exhibición:
Preparación para la muerte (Barcelona, 1842) y La dulce y santa muerte
(Sevilla, 1779).
Ahí mismo se presenta una
comparativa, con dos esqueletos humanos, entre el tratamiento del cuerpo en la
etapa colonial y en el México antiguo: mientras que el esqueleto novohispano
está depositado de forma horizontal y no se acompaña por ningún bien, los
restos del entierro prehispánico muestran a un individuo en posición fetal y
acompañado por objetos como jarros de agua y telas para su protección durante
el trayecto mitológico al Mictlán, al final del cual, se creía, el fallecido
debía presentar una ofrenda para el señor del inframundo, misma que también
solía depositarse junto al finado, quien debía cruzar nueve niveles durante
cuatro años, mismos en los que la familia debía seguir rindiendo ofrendas para
favorecer la buena travesía del ser querido.
Preservadas naturalmente
La temperatura de la
segunda sección tiene un estricto control. Ahí yacen los 17 cuerpos momificados
de manera natural, procedentes de distintas épocas y hallados en Chihuahua y
Zacatecas, así como una más hallada en la Sierra Gorda de Querétaro y célebre
por ser una de las momias mexicanas más antiguas: Pepita, el ejemplar de una niña
de aproximadamente dos años y medio de edad que habitó la región
aproximadamente en el año 2,300 a.C. y en la que todavía es posible reconocer
parte de sus pequeños dedos retraídos de las cuatro extremidades o la piel
corrugada de las plantas de los pies.
También se pueden conocer
los distintos tipos de bultos mortuorios que se estilaban en el México
prehispánico, entre ellos el que los rarámuris elaboraban con veneración con
petates de fibras naturales utilizados para amortajar el cuerpo y así poder anudarlo
con cordeles de cabello humano, como era una obligación en dicha cultura.
Hay momias de niños y
adultos, sepultados en la época colonial, que dicen mucho de las creencias
religiosas, de la vestimenta y de la solemnidad con la que se llevaban a cabo
los rituales mortuorios.
Destaca el cuerpo de una
mujer adulta que porta un velo de seda con encaje de patrones florales del que
todavía se aprecia lo fino del bordado e incluso el brillo de la tela, así como
las orillas de terciopelo y las enaguas de algodón. Lo mismo sucede con la
momia hallada en el Templo de Santo Domingo, en Zacatecas, de una niña de cinco
años ataviada con seis prendas cubiertas por una capa negra, de la cabeza hasta
las pantorrillas, decorada con flores blancas de papel, perfectamente
conservadas, tanto como la corona de papel que le fue puesta el día de su
entierro para aludir a la Virgen Dolorosa.
Esta parte de la muestra
está enriquecida, además, con dos relicarios con los restos óseos de San
Bonifacio y San Fulgencio, los cuales comenzaron a viajar a la Nueva España
desde el siglo XVI, procedentes del Vaticano, con el objetivo de consolidar los
templos que gradualmente se fueron construyendo en el Nuevo Mundo.
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