Una estatua derribada de Albert Pike durante la conmemoración del Juneteenth en Texas. (Foto: Jonathan Ernst | Reuters)
Por: Manuel Gómez
¿Cómo llega una nación al momento presente?, podría ser una buena pregunta
para aquellos que se empeñan en desaparecer estatuas y símbolos de los
malvados que formaron parte de su historia. ¿Acaso el entorno actual es una
tersa sucesión de hechos felices encadenados uno tras otro? Ni siquiera en
las fábulas infantiles la vida funciona de esa manera esquemática e idílica.
Por el contrario, nuestro “aquí y ahora” es el producto imperfecto de una
lucha constante e inconclusa, de la tensión entre las ideas opuestas de unos
y de otros, que encuentra un efímero equilibrio en esfuerzo continuo por
mantenerse estable.
El mundo no tiene por qué colocar hoy estatuas monumentales de Adolf Hitler
o de Josef Stalin, quienes representan utopías fundadas sobre la
aniquilación de aquel que es o se atreve a pensar diferente. De pretender
que algo hemos ganado como civilización, no tendría ningún sentido
glorificar en la vía pública a estos personajes. Sin embargo resulta
imprescindible que los momentos históricos que ellos representan,
precisamente por la afrenta tangible que implican para la humanidad, se
hayan resignificado en alguna forma didáctica para que las nuevas
generaciones tengan conciencia de sus legados monstruosos. Tampoco podemos,
ni debemos, borrar la historia de nuestras naciones destruyendo los pasos
que nos han llevado a ser lo que somos.Empezar desde cero, sin conocer nuestra historia, implica no haber
aprendido nada y no prestar atención a las señales de la catástrofe por
venir si comenzamos a repetir errores del pasado.
El reciente asesinato de George Floyd, ocurrido en Mineapolis, Minesota,
desencadenó una ola de protestas en Estados Unidos en contra del racismo, la
xenofobia y los abusos policiales. Cuatro policías locales detuvieron a
Floyd presuntamente por tratar de realizar una compra con un billete falso
de 20 dólares. Uno de ellos presionó con su rodilla el cuello de Floyd, que
se encontraba esposado, con las manos atrás, tumbado boca abajo en el suelo.
Tras casi nueve minutos, durante los cuales los presentes declararon que
Floyd dijo varias veces que no podía respirar, sobrevino la muerte.
Desde ese momento (25 de mayo) las protestas en Estados Unidos se han
radicalizado día con día tanto como el discurso del presidente Donald Tump,
que en vez de mostrar empatía y sensibilidad ante lo sucedido y ante las
manifestaciones multitudinarias para repudiarlo, ha optado por la mano dura.
El pasado 20 de junio, Trump, enfocado en la reelección, realizó un acto de
campaña masivo, desafiando no sólo a la comunidad negra sino también al
covid-19, en la ciudad de Tulsa, Oklahoma. Por el lugar y la fecha se
esperaba un enfrentamiento brutal, pero no ocurrió así. El aforo de los
seguidores de Trump fue mínimo: 6 mil 200 personas para un lugar, el Bok
Center, que puede albergar 19 mil.
La de Trump fue “una provocación sombría y peligrosa. La afrenta permanece,
con el riesgo, tal vez calculado, de que la situación se degenerará”, afirmó
Margo Jefferson, quien es autora del libro de memorias Negroland, ganador
del premio Pulitzer en 1995. Jefferson fija como fecha emblemática para la
abolición definitiva de la esclavitud en Estados Unidos el 19 de junio de
1865, que es cuando Gordon Granger, general del ejército de la Unión,
proclamó oficialmente la libertad de los esclavos en el estado de Texas. Lo
hizo mediante un acto público realizado en la ciudad texana de Galveston. La
guerra de Secesión había terminado desde abril de ese año y la proclamación
oficial de la abolición de la esclavitud se había realizado dos años antes.
A ese día se le conoce como el Juneteenth, y es recordado por el largo
camino que le llevó a la ley hacerse efectiva en cada uno de los estados de
la Unión americana. En una entrevista realizada por Antonio Monda para el
periódico italiano La Repubblica, Margo Jefferson menciona la poca
sensibilidad de que Donald Trump hace gala al empeñarse en realizar
justamente ese día un acto de campaña masivo. Y, además, en un estadio
deportivo de Tulsa, Oklahoma, precisamente la ciudad donde en mayo de 1921
se llevó a cabo uno de los más crudos enfrentamientos de la época de la
segregación racial en Estados Unidos. Tras la batalla de esos largos días de
mayo de 1921 en Tulsa, el cuadrante conocido por su prosperidad como el
Black Wall Street quedó reducido a cenizas y más de 300 cadáveres de negros
fueron arrojados a fosas comunes. Hay una serie de HBO reciente que aborda
ese hecho histórico, quizá el mayor agravio del siglo XX a la comunidad
negra, se llama Watchmen.
El rostro de George Floyd es proyectado sobre la estatua del general
confederado Robert E. Lee en Richmond, Virginia. (Foto: Jay Paul |
Reuters)
Larga lucha por la libertad
Desde su posición de privilegio, ya que proviene de la élite negra, a la
que nunca le ha faltado nada, la académica de la universidad neoyorquina de
Columbia, Margo Jefferson, aseguró en la entrevista de La Repubblica:
“Desafortunadamente creo que no veré el fin del racismo, ni quizás nuestros
niños lo verán: llevará mucho tiempo y nuestra tarea es mantener la tensión
elevada sobre un tema moral, incluso antes de que sea político”.
Estas palabras, pronunciadas hace unos días, dimensionan la beligerancia de
las protestas y la radicalidad con que los manifestantes quieren derribar
los símbolos de la esclavitud. La vida de los libertos tras el Juneteenth
fue mucho más difícil que la que llevaban siendo esclavos. Como esclavos
eran responsabilidad de sus amos; una vez libres estaban desprotegidos,
solos en una sociedad ajena que no los quería. Por si esto fuera poco,
durante los años de la segregación, los negros fueron maltratados por la
supremacía blanca, e intimidados y vejados por el Ku Kux Klan. Todos los
derechos ganados en los cincuenta años siguientes no les concedieron el
derecho a usar el mismo baño que los blancos, lo cual ocasionó el
enfrentamiento de Tulsa de 1921.
En su emblemático discurso de Detroit en 1963, Malcolm X reiteraba lo
evidente, y ya había pasado otro medio siglo de agravios: “Estados Unidos
tiene un serio problema [...]: nosotros. No nos quieren aquí [...] somos
negros [aunque seamos morenos o amarillos o pieles rojas], ciudadanos de
segunda clase, ex esclavos. Tú no eres nada sino un ex esclavo. No te gusta
que te digan así. ¿Pero que eres sino eso? Ustedes no llegaron aquí en el
Mayflower. Llegaron aquí en un barco de esclavos. Encadenados, como un
caballo, o una vaca o una gallina. [...]”.
En ese discurso, Malcolm X provoca a la multitud de la iglesia Baptista Rey
Salomón, dice que ve entre la multitud a muchos “esclavos de casa”, de esos
que viven en la casa del amo y comen de su comida; no se atreven a huir de
la plantación y emanciparse, porque ahí están muy cómodos, aunque duerman en
un sótano y coman sobras. Esos, diría hoy Malcolm X, son ese 8 por ciento de
la gente negra que ofreció abiertamente su apoyo a Donald Trump en 2016. Los
otros, los “negros del campo” se dedican ahora a derribar estatuas porque su
larga lucha por la libertad sigue inconclusa. Como también afirmó Malcolm X
en ese discurso, la revolución no se hace tomándonos de la mano y gritando:
“Venceremos”. “La revolución es sangrienta, hostil, no sabe de compromisos,
voltea de cabeza y destruye todo a su paso”.
Malcom X durante su emblemático discurso de 1963 en Detroit.
(Archivo)
La discusión sobre si era ético o no poseer esclavos se puso sobre la mesa
desde el momento en que se redactó la Carta Magna de Estados Unidos, pero en
un rincón lejano, al margen de los asuntos centrales. El aspecto fundamental
entonces era la unión de las trece colonias y la emancipación de la corona
británica, y en el tema de si la esclavitud era moral o no, no había
consenso.
Entre los Padres Fundadores había fervientes abolicionistas, como John Jay,
pero entre quienes no comulgaban con la esclavitud, subsistía la idea de que
no podía liberarse a los esclavos de la protección de sus amos porque esto
causaría caos y ellos no podrían integrarse a la sociedad en términos
cordiales. Por otra parte estaba el funcionamiento económico a gran escala.
La mayoría no se imaginaba que el mundo pudiera seguir su curso sin la
fuerza de trabajo esclava.
Los Padres Fundadores estipularon en la Constitución conceptos abstractos
como el siguiente: “Los hombres son creados iguales, y entre sus derechos
inalienables están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Sin
embargo tres de ellos eran esclavistas. Thomas Jefferson, tercer presidente
de los Estados Unidos, fue propietario a lo largo de su vida de 600 esclavos
en Monticello, su finca de Virginia, y tras la muerte de su esposa tuvo seis
hijos con su ama de llaves, los cuales nacieron esclavos, aunque cuatro de
ellos fueron liberados por su padre al llegar a la edad adulta.
A la muerte de George Washington en su hacienda de Mount Vernon, Virginia,
había 317 esclavos que, según su testamento, debían ser liberados al morir
su esposa. Lo cual no se cumplió, ya que fueron heredados a generaciones
futuras. El tercero fue James Madison, quien llevó en su viaje universitario
a Princeton un esclavo personal de nombre Swaney para que lo asistiera. Años
después, cuando Madison ocupó la Casa Blanca como cuarto presidente de los
Estados Unidos, de 1809 a 1817, llevó a algunos de sus esclavos a servir en
ella, como el ahora célebre Paul Jennings, quien compró su libertad tras 12
años de servicio y escribió un libro de memorias, que por cierto inspiró una
película, dirigida por Steve McQueen, la cual obtuvo dos premios Oscar en
2014.
Es desconcertante la manera en que el concepto de “esclavitud” era
expresado en los discursos del político Madison, siempre en el sentido de
que era “impracticable”, mientras en la vida real ejercía el uso sistemático
de la esclavitud como fuerza de trabajo en su plantación de tabaco (de más
de 2 mil hectáreas). heredada de una larga tradición familiar en Montpelier,
Virginia.
Tirar estatuas
No es de extrañarse que después de tantos años sin conquistar la libertad
plena y cabal, las manifestaciones en torno a la intolerancia racial a
partir del asesinato de George Floyd se hayan radicalizado. Eugene Robinson,
editor y columnista del Washington Post y premio Pulitzer 2009 ha afirmado
reiteradamente: “Como lo han hecho las sociedades durante milenios, erigimos
y exhibimos de manera prominente semejanzas en figuras que admiramos. Cuando
los ciudadanos ya no admiran a la persona honrada, deben echar abajo esas
estatuas. Y mandarlas a los museos o al montón de chatarra de la historia,
donde pertenece la Confederación”.
El movimiento, que incluso trasciende las fronteras estadunidenses,
enfocado en echar abajo las estatuas de los héroes Confederados y los
personajes involucrados en el tráfico de esclavos, se ha volcado a la
destrucción de imágenes que consideran un agravio para la memoria de la raza
negra. En el ámbito deportivo, se prohibió el uso de la bandera Confederada
en las carreras de autos de producción en serie (categoría Nascar), que este
mes se llevó a cabo en el estado sureño de Virginia. En los alimentos, los
ejecutivos de Quaker decidieron retirar del mercado la imagen de la marca de
hot cakes Aunt Jemima, por representar al estereotipo de una mujer negra en
el empaque. Los parientes de la mujer negra que inspiró ese icono americano,
Lillian Richard, se han pronunciado en contra de esta decisión unilateral de
la marca, ya que afirman que “ella fue considerada una heroína en su ciudad
natal, Hawkins, y estamos orgullosos de eso —continuaron—. No queremos que
se borre esa historia”. Quaker lo único que quiere es vender su producto; no
se pone a pensar en la historia, sino en complacer a los compradores, y el
pulso de los tiempos marca borrar cualquier asomo de racismo aunque sea
ilusorio.
Prohibir la bandera Confederada en Virginia y modificar la imagen de los
hot cakes podrían considerarse excesos. Pero es incontrolable ya el ataque
de los manifestantes a estatuas como las de Cristóbal Colón en Boston,
Massachusetts; Richmond, Virginia, y Saint Paul, Minnesota. O el retiro por
parte de las autoridades de la estatua de bronce del conquistador español
Santiago de Oñate en Nuevo México. O el ataque con pintura (en Amberes) de
efigies como la de Leopoldo II, rey de Bélgica, que permitió el asesinato y
la mutilación de al menos 10 millones de africanos en el Congo. También
fueron pintadas las estatuas de la reina Victoria en Hyde Park y la de Sir
Winston Churchil que se encuentra frente al parlamento británico, aludiendo
apoyo al esclavismo y “expresiones racistas”.
Protesta del movimiento Black Trans Lives Matter frente a la estatua
de Winston Churchill el 27 de junio. (Foto: Simon Dawson |
Reuters)
Tiene cierto sentido lógico, atendiendo al espíritu incendiario de las
manifestaciones guiadas por el hashtag #BlackLivesMatter, un movimiento
que comenzó a circular en redes sociales desde 2013 y que ahora se ha
radicalizado con el asesinato de George Floyd, derribar la estatua del
presidente de los estados Confederados, Jefferson Davis, y conseguir que
el ayuntamiento acepte remover de lugar la que se encuentra en el
monumento dedicado al general Robert E. Lee, ambas en la ciudad de
Richmond, Virginia. Y la coherencia histórica radica en que ambos
personajes combatieron en el bando esclavista durante la guerra de
Secesión. Aunque habría que acotar que el general Lee fue convocado a
dirigir el ejército de la Unión y se negó por ser fiel a su natal Virginia
(él nació en Stratford), y que una vez terminada la guerra, se rehusó a
continuar con la resistencia del Sur y se dedicó a trabajar en la
reconstrucción de su país. Tan solo por mencionar un dato con respecto al
aprecio que se le tiene: hay 78 escuelas preparatorias con su nombre en
Estados Unidos. Lee escribió en 1869 a propósito del memorial de
Gettysburg: “Creo que es más sabio [...] no mantener abiertas las llagas
de la guerra, sino seguir los ejemplos de aquellas naciones que se
esforzaron por borrar las marcas de la lucha civil, y comprometerse a
olvidar los sentimientos engendrados por ella”.
Está, sin embargo, completamente fuera de cualquier justificación
histórica o ideológica atacar las estatuas de los presidentes Thomas
Jefferson (una derribada en Portland, Oregon, y otra sentenciada en Nueva
York) y Abraham Lincoln (una desfigurada en Londres, acusado de
esclavista, y otra en Boston, sentenciada por el alcalde Marty Walsh), y
del general de la Unión Ulysses S. Grant (destruida en San Francisco), que
fue el gran vencedor de la guerra de Secesión, que duró de 1861 a 1865, y
en la que murieron alrededor de 700 mil norteamericanos, y cuyo logro
mayor fue precisamente la abolición de la esclavitud.
A este paso, no sería raro que los manifestantes antiesclavistas
dinamitaran el monte Rushmore y las cuatro emblemáticas efigies de los
Padres Fundadores de Estados Unidos. Tendrían que proponer entonces la
formación de un nuevo país, desde cero, sin rastros de la larga historia
de la esclavitud y aislado del mundo.
El escritor y activista por los derechos civiles James Baldwin (1924-1987)
decía: “La historia, aunque casi nadie parece saberlo, no es tan solo algo
que se lee. Y no se refiere tan solo, o incluso principalmente, al pasado.
Por el contrario, la gran fuerza de la historia viene del hecho de que la
llevamos con nosotros, somos controlados inconscientemente por ella en
muchos sentidos y se encuentra literalmente presente en todo lo que
hacemos. No podría ser de otra manera, ya que es a la historia a quien
debemos nuestros marcos de referencia, nuestras identidades y nuestras
aspiraciones”.
Las palabras con que Abraham Lincoln cierra el brevísimo discurso de
Gettysburg, que se pronunciaron en honor de los Yankees caídos en esa
localidad de Pennsylvania, muy bien podrían ser repetidas aquí, a
propósito de los monumentos derribados por el #BlackLivesMatter en honor
de personajes Confederados: “El mundo apenas advertirá y no recordará por
mucho tiempo lo que aquí digamos, pero nunca podrá olvidar lo que
[aquellos que murieron en esta batalla] hicieron aquí. Somos nosotros, los
vivos, en cambio, quienes debemos comprometernos a continuar la tarea que
ellos, los que aquí pelearon y con ello realizaron un gran y noble avance,
dejaron inconclusa”. La tarea inconclusa a la que se refiere Lincoln es la
de una nación que postuló en su origen el precepto de la defensa de la
libertad y de que “todo hombre es creado igual”.
En vez de empeñarse en fingir que no ocurrió una guerra mediante la que se
consiguió de facto la abolición de la esclavitud en Estados Unidos,
tendría mayor provecho mantener muy presente ese pasaje cruento para que
no se le olvide nunca a nadie que la ambición propicia abominaciones y que
es preciso continuar trabajando juntos por desterrar la esclavitud y la
discriminación racial de la faz de la tierra. En vez de tirar símbolos de
piedra y bronce, aprender de ellos que la intolerancia es un arma de dos
filos que tarde o temprano acabará apuntando hacia nosotros mismos. Quizá
la manera de hacerlo no sea desapareciéndolos, y pretender que no pasó
nada monstruoso ni injusto ni indigno, sino contextualizándolos,
rodeándolos de referencias suficientes e información pertinente que
convierta a esos monumentos en divulgadores de la realidad actual y los
valores que nos importan hoy para seguir construyendo nuestra civilización
en ese sentido. Me pregunto qué es más útil para las generaciones futuras:
olvidar los agravios o recordarlos tratando de aprender de ellos para que
no se repitan.
La base de la estatua del general confederado Robert E. Lee en Richmond,
Virginia. (Foto: Jay Paul | Reuters)
Levantar estatuas
El ayuntamiento de Bristol ya rescató la estatua del traficante de
esclavos, filántropo y miembro del parlamento británico Edward Colston
(1636-1721) que los manifestantes del #BlackLivesMatter arrojaron al río
Avon el 4 de junio. Marvin Rees, el alcalde de la ciudad, anunció que va a
ser colocada en un museo. ¿Cuál es la mejor manera de resignificar la
estatua de un empresario esclavista?
Mediante la Compañía Real Africana, Colston trajo más de 80 mil esclavos
al Caribe y Estados Unidos. Su aportación fue mínima. Según la
Trans-Atlantic Slave Database, elaborada por los académicos David Eltis y
David Richardson, entre 1525 y 1866 fueron embarcados como esclavos 12.5
millones de africanos, pero no todos sobrevivieron el viaje; al Nuevo
Mundo llegaron vivos 10.7 millones.
En “El destino de las estatuas derribadas”, artículo firmado por Nina
Siegal, The New York Times entrevista a Julian Maxwell Hayter, profesor
adjunto en la Universidad de Richmond, en Virginia, quien asegura que éste
es un gran momento para la resignificación de los símbolos de la
esclavitud: “Estaríamos desperdiciando una oportunidad valiosa si no
hablamos de lo que estas estatuas representaban y cómo eso resuena
profundamente en el presente. Se puede resolver de muchas maneras. Se
pueden dejar donde están y colocar placas explicativas; se puede hacer una
especie de recreación artística; se puede encomendar a artistas que las
reinterpreten. El objetivo final es contar una historia que vaya más allá
de la adoración a estas figuras”.
En el mismo artículo, Nina Siegal entrevista a varios especialistas en
torno al tema. El artista británico Hew Locke, quien ya ha realizado
instalaciones críticas sobre monumentos de esta naturaleza, puntualizó:
“Durante años, he pensado que necesitamos conservar las estatuas, pero
tenemos que hablar de ellas. Si las quitas, simplemente se habrán ido y no
habrá ya nada de qué hablar, en torno a qué generar una discusión”. Hay
que conservarlas así —agregó—, pintarrajeadas, que muestren sus nuevas
cicatrices. Es parte de su historia, de nuestra historia.
Claudine van Hensbergen, profesora adjunta de la Universidad de
Northumbria en el Reino Unido, quien se especializa en estudios de
estatuas públicas, contó la historia de la estatua ecuestre de bronce del
rey Jacobo II en Newcastle, Inglaterra, que derribó la muchedumbre en 1688
cuando fue derrocado. “Ésta fue rescatada, derretida y transformada para
su uso en la iglesia de Todos los Santos de la ciudad. Fue echada abajo
por sus vínculos católicos y se transformó en campanas para una iglesia
anglicana. Un acto político dotado de un enorme significado simbólico”.
Una vez que han desaparecido de su sitio de exhibición, queda un espacio
público sin resolver, una historia inconclusa: “Las estatuas caídas
significan pedestales vacíos —concluyó Valika Smeulders, directora del
Departamento de Historia del Rijksmuseum, en Países Bajos—: ahora también
tenemos que pensar sobre lo que debe ir en ellos”. Y la pregunta
verdaderamente importante es la que hace Cedar Lewisohn, artista y curador
del Centro Southbank en Londres, y miembro de la organización Museum
Detox: ¿quién escoge lo que se habrá de poner ahí? ¿Quién escoge lo que se
valora como arte y quién lo que se glorifica en la vía pública desde una
perspectiva política?
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