miércoles, 12 de mayo de 2021

La literatura, un mal crónico



Por: Mary Carmen Sánchez Ambriz 

Ensayos, artículos de opinión, crónicas y aforismos se encuentran recopilados en El grafópata, de Gonzalo Lizardo (Fresnillo, Zacatecas. 1965). Cada vez es menos frecuente ver un libro que aglutine ensayos, pues las editoriales apuestan más por la novela y el cuento que por textos reflexivos y poesía; es decir, se publican ensayos temáticos, pero no se opta por volúmenes de corte misceláneo, como en este caso. Son textos que en su momento, declara el autor, cumplieron con otro objetivo o encargo, y ahora decide revisarlos, rescribirlos, reasignarles un lugar.

A diferencia de Ramón López Velarde, quien se negaba a cambiar una sola coma de sus textos, Lizardo apela a un par de autores: Paul Valéry y José Emilio Pacheco, quienes sí practicaban la reescritura, quizá como un deporte. Acaso Pacheco pudiera ser un modelo, una referencia en el periodismo cultural al que pretende encomendarse. JEP y sus “Inventarios”, revisitando la historia, tomándole el pulso a la literatura mexicana y de otras latitudes, siempre al día, y preocupado por la manera como podría edificar analogías literarias de un solo trazo.

Se distinguen bifurcaciones hacia el relato breve, el monólogo, la bitácora, el fragmento, la crónica. Puede apreciarse como un cuaderno de viajes en donde se practica, probablemente como un pasatiempo, el paseo interior. La reunión de varios de sus ensayos publicados en diversos medios culturales derivó en un libro confesional, con aires de flaneur, reflexivo y, a veces, crítico. El objeto de estudio de Lizardo son sus divagaciones, círculos concéntricos en torno a sus obsesiones y periplos: camina y desanda sobre sus huellas, trota en su estado natal, Zacatecas, iluminado por el recuerdo de López Velarde, de quien este año se recordarán los cien años de su fallecimiento.

El monólogo literario que construye avanza como en zig-zag, retrocede, vacila, desanda. El hilo en común de este tapiz cromático son las obsesiones literarias —por la escritura en sí— y la música.

Para Lizardo, el 20 de octubre de 2016 es un día histórico porque Bob Dylan aceptó el premio Nobel de Literatura, porque “pese a la polémica que se generó en redes sociales, quedó claro que la Academia sueca no había premiado solo a un creador —con una trayectoria formidable—, sino a todo un movimiento: la contracultura americana”. Y su entusiasmo lo conduce a pensar que junto con Dylan se premió a la corriente poética de Walt Whitman y que consolidaron Allen Ginsberg, Patti Smith, Leonard Cohen, Joan Baez, Jack Kerouac, entre otros.

¿Quién es el grafópata? Se trata de un homenaje a Salvador Elizondo, autor que revisita en el entretenido texto “La muerte de un agnóstico”. Ahí Lizardo revela que en una conversación informal con Jaime Moreno Villarreal, bromearon diciendo que los “pocos pero fieles admiradores de Elizondo conformaban una extraña hermandad, una secta con ordenanzas tan estrictas y misteriosas que, en última instancia, ninguno de los iniciados llena a plenitud los requisitos para ingresar en ella… ni siquiera el mismo Elizondo”.

También son los apuntes y anotaciones de quien revela: “Leo para escribir porque escribo para vivir porque escribo para leer; ése es el destino grafópata o graphopathés: aquel que padece la literatura como si fuera un mal crónico o un vicio lúcido, que se adquiere por contagio y del que solo unos pocos desean curarse.”

Si pudiera mencionarse a tres autores esenciales, es posible que la triada quedara compuesta de la siguiente manera: James Joyce, el novelista del siglo XX que considera más importante; Salvador Elizondo, de quien aprendió a jugar con la literatura, y Jorge Luis Borges, porque define su literatura como “la visión del mundo laberíntico, más fascinante que la eternidad misma”.

No obstante, Lizardo pudo haber depurado de una manera más enérgica su libro y eliminar todo aquello que está de más. A veces es complicado por el afecto que tenemos a lo escrito, mas no imposible de llevar a cabo. Como es el caso de los aforismos —no son lo suyo— y el raro texto o instantánea sobre José de la Colina, “En defensa de ‘lo prolijo’”. En este último, consigna que en una Feria Internacional del Libro del Zócalo, tres jóvenes autores —Geney Beltrán, Gabriel Bernal Granados y José Luis Martínez S.— estuvieron en un homenaje por los ochenta años de De la Colina, autor del que poco conoce Lizardo. Dice que De la Colina comentó que sus elogios le parecieron largos y aburridos, y que no había nada mejor que lo breve; y el ensayista menciona a Gracián, para quien “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Si De la Colina hubiera conocido ese texto de Lizardo, también lo habría regañado por la ociosidad de incluir minucias que no son literatura y que, tal vez, se hallan más próximas al chisme —con tintes de ocio— que a la disertación.

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