Escena de la obra 'Felipe Ángeles', de Elena Garro, en noviembre de 2019. (Foto: Avelina Martínez | MILENIO)
Por: David Olguin
Ahora que no hay escenario, ni butaca, ni espectador que pueda permitir el vínculo esencial, la comunión de cuerpos, el encuentro en tiempo presente que es la esencia de las artes escénicas, en estos días de completa incertidumbre ante la pérdida de nuestra tribuna de expresión, la gente de la escena quisiéramos que, tras la oscuridad, volviera a prenderse la luz y, como en los cuentos que empiezan con “había una vez”, reapareciera ese espectador que, desde su incómoda butaca, nos acompañaba en el miradero.
Tampoco es que haya manera de volver atrás: aquella persona que miraba la escena en los días previos al covid-19 era un espectador cuyo mundo ha cambiado radicalmente tras 120 días de encierro obligado. Ella o él vivía a una velocidad que lo hacía intransigente con su sentido del tiempo, carecía de paciencia. A menudo apagaba el celular casi obligado por la tercera llamada o tenía que responder mensajes a media función y hasta contestar su teléfono con urgencia. Llegaba a los foros impregnado de tráfico, después de extenuantes jornadas de trabajo; alcanzaba a entrar de milagro a la sala, siempre corriendo después de haber cruzado el caos de la Ciudad infinita, siempre ganándose la vida con numerosas ocupaciones.
Ese espectador nos demandaba fragmentación —maneras de retratar su mundo múltiple, absolutamente fugaz como reflejo de su vínculo con la realidad a través de la esfera digital—; nos hacía narrar con el uso constante de elipsis y tiempos traslapados. La palabra cedía a la imagen. El teatro se acercó al video, se hizo acto sin palabras y hasta experimentó con obras a manera de tuits de 120 caracteres y también armó discusiones feisbuqueras en escena. Vimos también cortes radicales a los pesados y somnolientos textos clásicos al punto de celebrar las obras completas de Shakespeare en la brevedad de una sentada y, aun así, el astuto aburrimiento se deslizaba a pesar de simultaneidades, caos construido, o de estridencias propias de un teatro para el sistema nervioso, como lo llamó Bert O. States en Grandes descubrimientos en cuartos pequeños. Y a pesar de tanta maroma, de tanta batalla del director de escena, cronómetro en mano, por aplanar sus herramientas sagradas de tempo, ritmo y tiempo en favor de la velocidad, el teatro no alcanzaba a ser lo suficientemente rápido como otros medios y eso hizo que se vaticinara su extinción.
Escena de la obra 'Los asesinos', de David Olguín. (Cortesía El Milagro)
Muchos espectadores parecían mejor dotados para el videoclip, los capítulos vertiginosos de una serie o el salto fugaz de un asunto a otro, tecla de por medio, para ver imágenes inconexas a punta de parpadeo o para leer en diagonal textos de 250 caracteres con ganas de pasar a otra cosa. En pocas palabras, la vida previa al covid-19 nos tenía en un estado de futurización permanente: llegar a ser y estar y tener todo aquello que no tenemos, ni somos en el lugar donde estamos, traicionando, así, nuestro presente, ese tiempo en el que verdaderamente existimos. Aun así, con todo en contra, el espectador llegó al miradero, se sentó en una butaca y no permitió la extinción de ese arte en el que reconocía una necesidad esencial, una pausa en el ojo del huracán de su vida, un lugar con una raíz ancestral y misteriosa.
La pandemia es el apagón en medio de la fiesta y abre una larga pausa en el gran teatro del mundo. La gente de la escena, también bajo la inercia de ese hacer sin freno de aquel tiempo de la velocidad, hemos probado todo para recordarle al espectador que existimos: plagamos internet con teatro videado, los jóvenes toman clases de actuación en línea vociferándole a una pantalla, se hace teatro “presencial” vía Zoom, se discute apasionadamente el futuro de la escena en las redes y se busca con desesperación salvar lo más posible del naufragio ante autoridades de cultura inoperantes, ante un gobierno cuyo mayor logro en cultura es la práctica destrucción del Fonca y, en lo teatral, la demolición del Jiménez Rueda bajo la promesa de siempre, una vez que se decide el principio de los derrumbes: construiremos en el futuro otro teatro; aun con 75 por ciento menos para gastos operativos, habrá una mejor institución que la que había; construiremos un mega complejo cultural faraónico para ustedes en Los Pinos, pero sin tomar en cuenta su opinión y al servicio de los 10 millones de nuevos espectadores pobres y de los artistas que sobrevivan a los embates darwinianos de un futuro salvaje.
En un reportaje reciente de El Universal (14 de mayo de 2020), algunos de nuestros más importantes productores privados, ante las fechas del posible regreso y las restricciones de aforo, resumieron “el futuro de la industria del entretenimiento en México” con estas frases: “Los números no nos dan”. “Ahorita el poder del virus es más fuerte que el poder de nadie, más que una decisión política o administrativa”. “Sería demasiado gasto”. “La experiencia no es la misma”. “¿En cuánto tendría que estar el boleto para salir tablas?” “Iríamos a la bancarrota”. Para ellos, el problema del futuro de la escena en tiempos de covid-19 es más que claro.
Por el contrario, para muchos creadores independientes y colectivos escénicos autónomos, el regreso a la “nueva normalidad” pasa por una discusión ética y artística, más allá de la lógica económica que sin duda es fundamental: ¿por qué es necesario el teatro?, ¿en qué medida importa hablar de la actualidad desde la actualidad?, ¿debemos dar ya la batalla titánica para allanar el empedrado camino del regreso? Una vez con semáforo amarillo, la gran pregunta será: ¿hacer o no hacer?, “ese es el punto”.
Escena de la obra 'Nairobi', de Juan Carlos Vives, en el Teatro Helénico. (Foto: Pedro Sánchez | Notimex)
Hemos invocado a Artaud con demasiada ligereza para entender nuestros días y tratar de metaforizarlos. Dice el visionario de Rodez:
“El teatro, como la peste, es una crisis que desemboca en la muerte o en la curación. Y la peste es un mal superior porque es una crisis completa delante de la cual sólo queda aniquilación o pureza”.
Pero hoy por hoy no queremos más muertos. Justamente en tiempos de grandes conflagraciones o cuando la vida se ve amenazada, el teatro ha servido para refrendar el valor de la vida y la moralidad humanas. La provocación y el contagio son actos de rebeldía y libertad indispensables ante la molicie moral y económica en tiempos de paz, pero en tiempos de muerte la escena refrenda, en su más intrínseca fugacidad, el peso de la memoria y la experiencia humanas, la conciencia en medio del desastre. Así ha sido el teatro que se ha hecho en los momentos de nuestras grandes crisis históricas: dique y consuelo ante la sinrazón.
Rodeados de la peste, un grupo de jóvenes se reúnen a escuchar y contar historias en El Decamerón. Hay humor de por medio y, por tanto, inteligencia. El espíritu humano construye diques contra la destrucción de todas las cosas. Como los mandalas, el arte escénico encierra una extraordinaria sabiduría de vida: te invita a un viaje aparentemente inútil, vives aventuras, aprendes de ti y de la vida, te conmueves, discutes, tocas —así sea con tus neuronas espejo y acariciando con los ojos— y la experiencia sólo queda en tu memoria. No te llevas más que eso y, parafraseando a Cavafis, si el viaje te defraudó no es culpa de Ítaca, ella sólo te ofreció un viaje.
Morir en tiempos de covid-19, sin gente alrededor, en solitario, sin deudos y sin el consuelo de los otros, es indeseable. En el diapasón de lo humano entre humanos, están los ritos fúnebres, el encuentro colectivo en el templo, las delicias de la amistad, la fiesta, la protesta pública, nuestras celebraciones solares y el amor cuerpo a cuerpo. Son pausas que detienen el tiempo y la velocidad. A ese orden de cosas pertenece el teatro y a eso, aunque sea en reversa, regresaremos.
Persiste el dilema: ¿esperamos en la isla como espectadores del drama humano que nos rodea o retomamos nuestra tarea modesta, aun siendo conejillos de indias, lanza en ristre y una bacía por yelmo? Los espectáculos de gran formato así como los grandes escenarios parecen, por una razón u otra, menos aptos. La lógica económica se impone —exceptuando a los foros grandes con subsidio— ante los mínimos índices de asistencia que tendremos. La guerra de guerrillas en los espacios de cámara y en la calle parece que será la primera línea de batalla, pero no podemos darla a ciegas y sin organización. Todos los ordenamientos sanitarios en el trato al espectador deberán respetarse y más, pero en escena —cuidándonos los unos a los otros y siendo razonables pero a sabiendas de que la razón es una pasión— habrá que invocar las técnicas y poéticas que nos permitan hacer de la medicina veneno, que nos permitan verdaderamente habitar el presente, ser heterodoxos —hasta provocadores con sabiduría— y acontecer en un estado de apertura a lo que nos rodea. En pocas palabras, aprenderemos a jugar ajedrez con la muerte como en El séptimo sello y a ganarle la partida. No estamos de regreso al Medievo peleando con la peste y una muerte todopoderosa. La gran tarea de nuestro arte en pleno covid-19 será conciliar la fugacidad que sólo habita el presente y el duro deseo de durar.
Resulta inútil y ocioso, en el arte escénico, mandar la mirada más allá del otro que tienes enfrente y de los estímulos que nos rodean. Futurizar no es lo propio de la escena, pero sí la magia, y en la bola de cristal se vislumbran ciertas obviedades: ¿para quién trabajaremos? Para un público muy reducido, casi fraterno como el de las catacumbas, en resistencia, un teatro con pocos oficiantes en escena, más político, con plena solidaridad gremial o de otra manera no será, de cuerpo presente en un país de cuerpos ausentes y desaparecidos o ultrajados pues el cuerpo y su presencia es el valor supremo de la escena, con mayor carga poética y espiritual, un teatro que refrende por qué es tan necesario como un beso, un abrazo o la comunión o dos pieles juntas. Tendrá que ser más teatro, pues.
Creo que algo hemos aprendido de esta larga pausa que apenas empieza: la espera y sus ampliaciones alcanzan la esperanza que deriva en paciencia. Cuando tenía siete años, los trenes de Buenavista anunciaban su salida y sonaba una y otra vez el anuncio de la locomotora y finalmente se retrasaban con los viajeros a bordo y en los coches cama la gente se dormía; nos despertaban a las siete del día siguiente y el tren no se había movido de la estación. Te mandaban a casa y te pedían regresar por la noche con la esperanza de emprender el viaje. Así que ante la pregunta crucial, ¿y si el público no llega?, la respuesta es: lo esperamos.
Escena de la obra Los insensatos, de David Olguín.
| Cortesía El Milagro |
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