domingo, 9 de mayo de 2021

Se avizora una narrativa de catástrofes con palabras verdaderas



Por: J. Francisco de Anda Corral

Las catástrofes siempre suceden. En el momento más inesperado, por la fuerza incontenible de la naturaleza, o cuando una gota de negligencia, la última que derrama el vaso, hace que la tragedia ocurra. En México no hemos estado exentos de ellas en las últimas décadas. Es comprensible porque vivimos en un país muy expuesto a temblores, huracanes, inundaciones, pero también porque falta mucho por aprender y practicar en previsión de riesgos, cultura de prevención de desastres, desarrollo de mecanismos de resiliencia y erradicar la corrupción.

Al paso del tiempo, de una catástrofe queda el recuerdo vago, el dolor de las víctimas, un cenotafio que recuerda el lugar de la tragedia, un monumento en honor de los caídos y siempre una foto que capta lo indescriptible. Pero en el ámbito de la narrativa va emergiendo tímidamente un subgénero, a medio camino entre la crónica periodística y la minuta histórica, que aspira a mantener vivo lo muerto, ejercitar la memoria ante atrocidades que no debieron suceder o para recordarnos lecciones del pasado que hemos olvidado.

Estas crónicas plasman con un lenguaje peculiar el aire que se respira en las catástrofes, describe  los rostros atónitos de quienes viven la crisis,  la angustia de padres buscando a un hijo, el arrojo de héroes anónimos que dan un paso al frente para salvar la mayor cantidad de vidas, a veces de un modo extraordinario. El dolor, el llanto, la impotencia, el hormigueo de gente desesperada, la música de despedida al que murió, obligan a una narrativa específica.

De esto platico con Cecilia Kühne, licenciada en Letras Hispánicas por la UNAM, crítica literaria, especialista en historia y literatura del siglo XIX, guionista y conductora de radio y cronista de este diario, autora de la afamada columna Escrituras Citadinas.

Hablemos de escritores, cronistas y catástrofes. ¿Qué plumas han estado vinculadas a la narrativa de esos sucesos?

Las grandes desgracias, las catástrofes, los desastres inminentes que se ensanchan, ante todo testigo que las contempla, primero provocan asombro. Una sensación de estar parado frente a lo nunca antes visto. Completamente solo. Después – quizá solamente transcurrido un minuto-  aparece la necesidad de contarlo.

Los primeros que escribieron sobre ello fueron los conquistadores que llegaron a nuevas y extrañas tierras y resultaron descubridores y cronistas. Bernal Díaz del Castillo, por ejemplo, escribió sobre sucesos como las matanzas en el Templo Mayor, calificándolas, apenas de refilón, como una tragedia. Otros, como fray Diego de Ocaña escribieron diferente: en su recorrido por América del Sur atestigua una erupción volcánica en Arequipa que provoca incontables muertes y sufre tal pánico que repite una y otra vez, en sus diferentes crónicas, cómo la ciudad ha quedado devastada. Y tiene todos los elementos necesarios para considerarla como un evento ejemplar “para que todos nos enmendemos de nuestros pecados y estemos apercibidos para cuando Dios fuere servido” y nos llame a su lado. Una tragedia tan grande que seguramente era un castigo. Pasaron los años, con todos sus desastres, y siempre hubo cronistas y escritores. El temblor de 1985 tuvo como narradores a los mejores escritores de la época: Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, solo por abrir boca. Y ante el horror repetido de septiembre de 2017 –otro temblor, en la misma fecha– más libros y plumas dieron testimonio con estupenda narrativa: Rafael Pérez Gay, Héctor de Mauleón, David Miklós, Fabrizio Mejía Madrid, Juan Villoro, Daniela Rea, Cristina Rivera Garza y  Marcela Turati. Muchos autores de libros y buenas letras.

Dice García Márquez que la vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda, para contarla...Pero me parece que aquí la labor de los cronistas de tragedias es indispensable para mantener esa memoria en el tiempo, ¿qué opinas?

Efectivamente. Las crónicas y narraciones de estas catástrofes no sólo conservan la memoria. También son retratos y escriben la Historia. Y probablemente gracias a ellos, y cada vez que los volvamos a leer, estaremos ante una historia verdadera. De fuente original, de primera mano.

¿Existe un subgénero de la narrativa dueño de elementos propios y comunes a las crónicas de catástrofes?

Creo que todavía no. Pero no dejo de pensar – con cierto espanto- que ante tanta tragedia repetida no tardemos mucho.

Jacobo Zabludovsky narra que en 1985, cuando llegó al edificio colapsado de Televisa, su casa, se le quebró la voz y tardó cinco segundos -al aire- en reponerse: “Me dominé y pensé: hay un tiempo para llorar y un tiempo para trabajar, y era tiempo de trabajar”, dijo. ¿Qué características observas en los narradores o cronistas de tragedias?

Una suerte de temple y de templanza que les permite escribir de estos hechos sin quedar destruidos por ellos. Me parece admirable cuando llegan a un nivel de narración limpia y fidedigna sin perderse en el espanto.

¿Has vivido una tragedia de cerca que debas narrar?

No. Estuve en el temblor del 85. ‘Muy joven e indocumentada’, como dice Jorge Ibargüengoitia.

En esta última tragedia que vivimos esta semana con el desplome del Metro, noto que hay una narrativa muy ágil, muy efectiva, profunda y genuina en las redes sociales, de los ciudadanos que transitaban la ruta, con una economía de lenguaje muy eficiente, que no vi, por ejemplo, en 2017. ¿Qué piensas de ello?

Es verdad. La crónica de los hechos, todo lo que hemos leído y escuchado, tiene las mismas características que esta catástrofe: rápida, rotunda, definitiva y dolorosa. Un hecho que muy poco se puede adornar. No cabe preocuparse por el estilo, por cambiar de adverbio o adjetivo. Incluso hasta parece que la información está de más. Que la hora precisa y sus minutos importan poco ante las vidas perdidas. Pienso en lo que escribe  Ernesto Sábato en su libro Antes del fin, cuando dice: ‘Tenemos que abrirnos al mundo. No considerar que el desastre está afuera, sino que arde como una fogata en el propio comedor de nuestras casas’.  Y es que esta tragedia es así. Y sigue aquí. Muy cerca. Como sentada en la sala.

Por último, ¿Cuál será el valor de estos ejercicios de crónica, profesionales o espontáneos, en el futuro?

Tal vez – y me regreso- un nuevo género o subgénero de la narrativa, quizá una manera más efectiva de comunicar más allá de la economía del lenguaje. Ojalá una escritura que transmita verdad, con palabras verdaderas.

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