no se mide por el número de meses
sino por la extensa medida de
sufrimientos y pérdidas posteriores.”
Jerzy Andrzejewsky, “Cenizas y diamantes”, 1985.
¿Dónde se inscribe la frontera de la razón ante lo que no se puede nombrar? ¿Ante lo que pierde su identidad? ¿El valor de ser en la colectividad? El caso de la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero, no debería verse dentro de la lógica donde nuestra memoria pueda darle un espacio para el olvido. La pregunta a el porqué este caso hace que internacionalmente se salga a las calles para que se pida al Estado mexicano la pronta aparición de los jóvenes es precisamente por ese grado de incertidumbre donde la injusticia es capaz de colocar la NO presencia como punto medular para intentar contener la resistencia civil ante la barbarie. Ante los muchos casos donde el estado ha violentado ya por, negligencia, omisión o franca participación, este se vuelve paradigmático por la terrible sensación de no saber la condición del estar o no estar. Hablar de desaparecidos dentro de la literalidad en este país se volvió asunto cotidiano: más de 22,000.00 caso documentados oficialmente en los últimos 8 años de los cuales casi 10,000.00 corresponden al sexenio de Enrique Peña Nieto es algo que en el horror, debería de tenernos en las calles desde hace mucho tiempo. Pero sabemos y somos conscientes que el horror en esas calles es lo que mucho nos ha orillado a apelar a resguardarnos. Y esto ha servido para configurar la noción de un Estado que asume el terror como forma de dominación.
Así, las miles de desapariciones forzadas en México con total y sistemática indiferencia del Estado, es un asunto que tendría que tener paralizadas a las instituciones más allá de pactos mediáticos de un Sistema que en ello legitima la impunidad y las complicidades para acometer acciones que violan el futuro de una sociedad, la misma que solamente mira como ya no solo se desvanece un futuro con la promesa de una prosperidad que no ha llegado en anteriores ediciones de pactos políticos y que no llegará si a la memoria histórica nos atrevemos a mirar. Desde la estatización de la Banca con López Portillo entre 1976 y 1982 para “bien distribuir la abundancia” o el maquillaje para ser parte del bloque de primer mundo en la lucha “pésele a quien le pese” por ingresar al Tratado de Libre Comercio con las potencias de América del Norte en el sexenio del 88 al 94 o la alternancia en el 2000, la “prosperidad” no ha podido ser.
En el caso del TLC, en 1994, la ilusión oficialista se esfumaría drásticamente ante la aparición del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional. En medio de una cruenta batalla con sus muertos, indígenas en su mayoría del EZLN, el estado descubrió una manera de desaparecer la individualidad, pero en su lugar, descubrir el daño que les podía generar el fortalecimiento de la colectividad. Los rostros indígenas encubiertos -bajo decisión personal y/o de grupo en su propia entrega y aquí la diferencia y el sentido de darle dignidad a la resistencia- oculto bajo los paliacates o pasamontañas para mantener la metáfora de que a fin de cuentas si nunca habían querido ser reconocidos, que más daba dar un rostro si lo importante era mostrar la misma ira, la misma indignación bajo la máscara que se había autoerigido para en uno, ser todos. El “olvido” de rescatar la identidad individual, buscaba dar en la homogeneidad de una identidad colectiva, la fuerza para ser recordados. Y eso, los adeptos al Salinato, el impedimento de la máscara que oculta y que supuestamente podía deslegitimar en aparente y supuesta cobardía, se volvía un espejo de las enormes contradicciones de un poder absolutista como el que imperó durante el mandato en apariencia agónico, de un priismo liderado en ese entonces por Carlos Salinas de Gortari y tras bambalinas, por el poderoso grupo Atlacomulco del Estado de México, punto de origen del actual mandatario cuyo triunfo con las complicidades televisivas ampliamente documentadas le devolvió el cetro al Partido Revolucionario Institucional después de una “pausa” de 12 años panistas. El Sistema había conocido el poder de la identidad colectiva que lo podía debilitar. La identidad colectiva tenía que ser desvalorizada y deslegitimizada. Desaparecida.
El rostro desfigurado y sangrante del indígena muerto en la rebelión del 1º. De enero del 94 en Chiapas, no dista mucho de la del joven muerto en Tlatelolco en el 68; no es diferente de la del campesino emboscado en aguas Blancas, Guerrero en el 96. Ni de las de cientos de mujeres asesinadas durante más de una década de feminicidios en Ciudad Juárez. Ni mucho menos de los de mujeres embarazadas, niños y ancianos mutilados en Acteal en el 98. Los rostros desfigurados por el fuego de los pequeños de la guardería ABC en 2009, o los jóvenes de Villas de Salvárcar en Cd. Juárez en 2010 así como los masacrados migrantes de San Fernando en Tamaulipas en agosto de ese mismo año. Aquí los rostros fueron en el horror, parecidos. Pero hubo cuerpos, rostros, a quien llorar, a quien sepultar. Y quizás de ahí, en sanidad con el alma, con la mente, generar la justificación para cerrar la memoria, ya que una sepultura puede marcar el doloroso cierre “natural” hacia el olvido colectivo. En el caso de Ayotzinapa, el cuerpo despojado de identidad, sin rostro, sin ojos de uno de los estudiantes, dio la pauta para saber dónde el Poder pone su pauta: escarnecer, humillar al máximo, quitando la identidad, quitando un espacio, la imposibilidad de cerrar la herida y de ahí difícilmente cerrar la memoria. Y ahí, lo incierto, la vileza del estado al entrar en el terreno de desaparecer las presencias y fortalecer de manera literal aquellas huellas que pudieran permitir generar el camino hacia el olvido más absoluto. Desaparecer los rostros en su colectividad. Desaparecer los cuerpos y con ello, intentar desaparecer las acciones de los muchos, de todos los que en la unidad, fincan el valor de la colectividad.
La desaparición de nuestra colectividad, de nuestro libre albedrío para reconfigurar a nuestro país en la supuesta libre elección dentro de un modelo neoliberal que da culto al individualismo más banal, nos ha orillado a generar la no participación en la construcción de nuestra sociedad. De mirar de reojo como se distribuye un país en el desparpajo de nuestros gobernantes al saber y tener claro que la indignación tiene poca memoria. De que el asunto de desaparecernos es un juego de niños donde las herramientas del Sistema se aplican a la perfección a través de- sobre todo- la poderosa alianza de los medios de comunicación y en particular aquellos de mayor penetración como las televisoras.
Los daños colaterales de un gobierno Calderonista (2006-2012) que implicó el desatar una guerra propia contra el crimen organizado, -un monstruo de mil cabezas, de rostros variados y amorfos donde se entremezclaban la colusión de partidos e instituciones-, dejo más de 100,000,00 muertos en actos de violencia sin precedente para una sociedad “en tiempos de paz”. Y la enorme lista de desaparecidos fueron parte de los pendientes de un país, que día a día se fueron sumando dentro de los reclamos ahogados de una sociedad sumida en su mayoría, ante el horror, en la indiferencia, con un Sistema que en la indiferencia misma (la histórica amnesia de siempre), le apostaba al olvido y a la continuidad de un proyecto político- económico ajeno a necesidades ciudadanas y plagado de privilegios y obscenidades a la clase dominante en general.
En los últimos años nos forzaron el imaginario para culpar a un crimen organizado calificado de cruento, de inhumano. Pero no pudieron ocultar que el estado de las cosas fue generado por un sistema político y económico que se fue construyendo paso a paso desde el solapamiento y la corrupción institucional que bien ha fortalecido toda la clase política de este país, TODA, sin excepción.
Ayotzinapa es un punto de quiebre: ni vivos, ni muertos, nada como la incertidumbre para debilitar las conciencias y generar los mayores temores. Nada como el que se pretenda que ya no se pueda ser, que nunca se haya sido, que se niegue el recuerdo, que se borren no solo los rostros, los cuerpos, sino que con ello la memoria se niegue a sí misma en el ocultamiento del horror. No hay cuerpos, no hay vivos ni muertos, solo desaparecidos. La incertidumbre es sustancia del horror más absoluto. Dejar esto en la indiferencia, es condenarnos a todos a dejar morir a la memoria. Y con ello, una vez más, a un olvido colectivo.
#MéxicoMemoriaMuerta
#MexicoPorUnPaísConMemoria
#HayQueContagiarLaEsperanza
Facebook y Twitter: Juan José Campos Loredo
Imagen: Un estudiante pinta rostros en el pavimento frente a las oficinas de la Procuraduría General de la República durante una protesta por la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa el mes pasado en Iguala, Guerrero. OMAR TORRES/GETTY
(http://www.vivelohoy.com/noticias/mundo/8422357/singuen-las-protestas-en-mexico-por-la-desaparicion-de-43-normalistas)
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