Por: Baldomero Vasques Soto
Se cumplen 40 años de la desaparición de Hannah Arendt (1906-1975). El pensador socialista Slavoj Zizek -sin duda, sin que fuese su intención- realizó el que posiblemente sea el mayor elogio pronunciado hacia ella: afirmó que el “encumbramiento de Arendt es quizá el signo más claro de la derrota teórica de la izquierda” ante la democracia liberal (¿Quién dijo Totalitarismo, 2002).
A Zizek, y a otros intelectuales socialistas europeos de menos categoría, no se les puede regatear el mérito de haberse atrevido a darle la cara a Arendt. Desacuerdos aparte, al haberlo hecho han ganado merecido respeto del que no son acreedores sus pares latinoamericanos.
La tenacidad con la que estos últimos han marginado la obra de Hannah Arendt es explicable. Abordar Los orígenes del totalitarismo los confronta con un concepto que los engloba a ellos con el nazismo y el fascismo, el de totalitarios. Han optado, entonces, por no enfrentarlo para que no sea objeto de debate y se quede en la sombra.
Con la obra Sobre la revolución ha ocurrido algo parecido, aquí el problema que tienen es que Arendt reconceptualiza un concepto, REVOLUCIÓN, que los socialistas consideran propiedad privada.
Diferenciar entre las Revoluciones que “ocurren”, como excepcionalmente fue la Revolución Americana, y las Revoluciones que “estallan”, como la Revolución Francesa (1789-1984), permite a Arendt mostrar porqué a la Revolución Americana “le sonrió el éxito” y ha resistido “los embates de los siglos” y, en cambio, la Revolución Francesa terminó “en desastre”.
Resultó tan potente su análisis, sería mezquino negarlo, que se vio corroborado con el fracaso de la Revolución Rusa (1917-1991) que calcó el modelo tiránico creado por la Revolución Francesa como forma de gobierno. La desaparición de la URSS también confirmó otra afirmación de Arendt: “ninguna Revolución ha resuelto nunca el problema que se planteó solucionar: la pobreza, o sea, la cuestión social”. Y no puede hacerlo porque, sencillamente, la pobreza no se resuelve por medios políticos, sino económicos. Lo peor de todo es que la Revolución Francesa y la Revolución Bolchevique para resolver “la cuestión social” acabaron con la “libertad” para nada, pues fracasaron en su objetivo de eliminar la pobreza.
Es importante aclarar, señala Arendt, que el objetivo de la Revolución Americana no fue la “cuestión social”, sino crear un cuerpo político perdurable que no cayera en la tiranía y que tuvo su basamento en la división de poderes. “El problema, nos dice, que enfrentaban los Padres Fundadores no era social, sino político y se refería a la forma de gobierno”. Y pudieron hacerlo porque, a diferencia de la realidad francesa, “en la escena americana no se conocía la miseria ni la indigencia”. Afirmación que acompaña con una lapidaria frase de Jefferson desde Paris, dos años antes del estallido de la Revolución Francesa: “de 20 millones de personas…19 son más miserables, más desventuradas durante toda su vida que el individuo más miserable de los Estados Unidos”.
Como no se trata de superar el elogio de Zizek a Arendt diciendo que tuvo razón en todo, su planteamiento “consejista” resultó erróneo; dejamos de lado otros significativos aportes reseñados en SOBRE LA REVOLUCIÓN.
Para finalizar, me permito dar un salto al presente. Observamos como la Revolución Cubana (en definitiva, la isla no fue más que una colonia mantenida por la URSS) muere ante nuestros ojos con el previsible resultado: sin libertad política y en la pobreza y, llevando a la tumba la última narrativa socialista: el Imperialismo Norteamericano. Y de la morisqueta que es la Revolución Chavista sabemos lo que se puede esperar, ya que va en contra de los principios de “libertad”, “vida” y “propiedad”; manipula las necesidades de los pobres para perpetuarse en el poder; destruye la clase media y reivindica su fecha de nacimiento, el golpe militar del 4 de febrero de 1992 contra la democracia, como fecha patria.
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