Por: Francesco Milella
Desde su llegada a México a finales del siglo XIX, las obras de Johann Sebastian Bach vivieron (casi) siempre escondidas en las academias y en las escuelas de música, en todos aquellos espacios donde había posibilidad de cultivar el mundo de la música con libertad y conocimiento. Gracias a extraordinarias figuras, nunca suficientemente celebradas, como Felipe de Jesús Villanueva Gutiérrez, Luis Moctezuma, Alberto Villaseñor y Carlos del Castillo, Johann Sebastian Bach fue parte esencial de la pedagogía musical mexicana principalmente en el ámbito del piano y sobre todo de la composición. Estos hechos aterrizan inevitablemente en una pregunta fundamental en torno a la relación que unió a México con el Kantor alemán: ¿dónde y cómo llegó a manifestarse la herencia de Bach en todos aquellos músicos que a través de él y de sus obras llegaron a ser compositores e intérpretes?
Que Bach sea una figura esencial para el estudio de la música, es inútil reiterarlo y superfluo comprobarlo. Pero en algunos casos su música ha sido capaz de dejar una huella mucho más profunda y determinante de lo que puede revelar un estudio somero: obras, ciclos, fases de una trayectoria artística e interpretativa en donde la herencia de Bach deja de ser un tema de estudio y se trasforma en un modelo. La infatigable labor de Felipe de Jesús Villanueva Gutiérrez, Luis Moctezuma, Alberto Villaseñor, Carlos del Castillo y de toda esa generación de músicos, directa e indirectamente, generó en las generaciones más jóvenes, las futuras protagonistas del siglo XX, un interés destacado por Johann Sebastian Bach. Un interés que, en algunos casos, dio vida a obras de extraordinaria relevancia.
En el ámbito de la composición los ejemplos que la música mexicana nos ofrece, nos obligan a imaginar una clasificación en base a la intensidad con que el modelo Bach fue considerado e interiorizado. Obras como la partitura coral Me gustas cuando callas de Blas Galindo, la Chacona de Carlos Chávez (transcripción de la Ciaccona de D. Buxtehude) o, aún más claramente, Toccata sin fuga de Silvestre Revueltas atestiguan la presencia de un Bach imperceptible, casi inconsciente. Su rostro no aparece directamente en ninguna de estas obras, a veces es incluso difícil imaginar su presencia en títulos irónicamente anti-bachianos, pero sí se siente su eco en la imitación de sus arquitecturas corales, en la geometría del contrapunto, en la hierática majestuosidad de la orquestación.
Blas Galindo: “Me gustas cuando callas”
Silvestre Revueltas: Toccata sin fuga
Carlos Chávez: Chacona
En otros casos Bach aparece, por constraste, como testigo de un mundo musical que necesariamente hay que superar: es el caso de Julián Carrillo padre del famoso Sonido 13. Alumno del Real Conservatorio de Leipzig, Carrillo se acercó al mundo de la composición a través de Bach y la escuela vienesa. Después de haber iniciado un camino «de sensualidad auditiva y efusión emotiva» (Y. Moreno Rivas), Carrillo comienza un trabajo especulativo en el mundo de la armonía en busca de todos esos sonidos que la música tradicional seguía ignorando: según Carrillo, Bach, padre de la armonía occidental, comete un error molecular, un error matemático y, por lo tanto, representa un pasado que hay que superar a través de un proceso de metamórfosis. Superando a Bach, la reflexión especulativa de Carrillo pretende liberar la música de los esquemas tradicionales abriendo las puertas a la microtonalidad.
Julián Carrillo: Preludio a Colón
Pero hay obras en donde Bach deja de ser una sombra: su herencia domina y condiciona el lenguaje musical. Dos ejemplos contemporáneos lo dicen todo: Canto Alterno para chelo (1979) de Julio Estrada y Lamentatio para órgano (1990) de Manuel de Elías. En el primer caso el modelo dominante son las Suites para chelo de Bach: Estrada logra recuperar su íntimo misticismo, su frase meditativa y afectuosa que filtra a través de un lenguaje tenso y disonante. Lamentatio, al contrario, se acerca al Bach organista. Pero de Elías ignora su lenguaje protestante y severo de las toccatas y de las fugas para mirar a la dimensión más delicada y amable de las fantasías y de los preludios dilatándola en un lenguaje místico casi paralizante e inmóvil.
Julio Estrada: Canto Alterno
Manuel de Elias: Lamentatio
Estas obras, por tan diferentes que sean entre ellas, son quizás el más importante testigo de la historia que hoy concluímos sobre Bach y su discreta, moderada pero siempre viva relación con México. Carlos Chávez dijo en alguna ocasión que si un compositor mexicano usaba la técnica de Bach, vendía su propio derecho a existir en nombre de un caos pseudo–bachiano. Lejos de criticar las ideas de un glorioso mexicano (a veces supra-nacionalista), las partituras que acompañan este artículo parecen demostrar algo diferente, casi opuesto: la presencia de Bach (y de toda la tradición alemana que en él se inspiraba) en la música mexicana, la enseñanza de su arte en las escuelas de la capital, la difusión de sus arquitecturas musicales entre los más destacados músicos mexicanos fueron determinantes en la historia de nuestra cultura. Pensar que sin Bach no hubiera sido lo mismo, es exagerado y un poco retórico. Pero, seguramente sin él todo habría sido menos brillante.
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