Las bandas de viento en México han sido una expresión artística y sus partituras forman parte del devenir del país. Si bien se hallan antecedentes en las prácticas de los pueblos prehispánicos, sus melodías tal como se conocen datan desde que los frailes mendicantes las utilizaron para iniciar a los naturales en la religión cristiana.
Desde finales del siglo XIX las bandas ayudaban en el campo de batalla a dar las órdenes, a asustar al enemigo o animar los desfiles.
En el interior de la vida rural y urbana, se entretejieron con particular distinción con la vida ritual y festiva participando en las procesiones religiosas, corridas de toros, recibimiento de autoridades y personajes importantes, funerales, o animando bodas, bautizos y los populares paseos dominicales alrededor de quioscos en las plazas públicas.
En la historia nacional y regional, figuraron como cuna de grandes músicos y compositores, y fueron maquiladoras de importantes agrupaciones sonoras con relevante presencia en diferentes épocas por las que también desfilaron reconocidos directores nacionales y extranjeros.
Por estas razones y para difundir el patrimonio musical y etnomusical del país, el Instituto Nacional de Antropología e Historia presentó el libro Bandas de viento en México, de la doctora en Psicología Social, Georgina Flores Mercado, en el marco de la XXVII Feria Internacional del Libro de Antropología e Historia.
La obra pretende contribuir al estudio, difusión y comprensión académica de la riqueza de este tipo de instituciones tradicionales y oficiales, afirmó Felipe Flores Dorantes, profesor e investigador de la Fonoteca del INAH, quien colabora en el volumen con el artículo “Las bandas de viento: una rica y ancestral tradición de Oaxaca”.
“México guarda una historia musical muy rica, especialmente en Oaxaca, estado que cuenta casi en cada municipio con una banda de aliento, además de las que existen en otras delegaciones o agencias que también tienen sus agrupaciones.Eso constituye un tesoro en todas sus comunidades”.
Su establecimiento deriva del mestizaje que inició dentro del marco religioso-católico, primero con los franciscanos y después con los dominicos, agustinos y jesuitas, entre otras congregaciones religiosas.
El catálogo del musicólogo Aurelio Tello da cuenta que la Catedral de Oaxaca resguarda una gran cantidad de materiales de “música virreinal mexicana, tan bien compuesta que ahora estas partituras causan mucho interés en instituciones extranjeras y latinoamericanas”.
Su establecimiento deriva del mestizaje que inició dentro del marco religioso-católico, primero con los franciscanos y después con los dominicos, agustinos y jesuitas, entre otras congregaciones religiosas.
“Estos géneros nacen en el plano religioso y ahí se desarrollan. Se salen de las sacristías de las iglesias a la vida común para evolucionar de una forma más completa y con un servicio social más extenso a nivel de la comunidad”. Con el tiempo, han contribuido sustancialmente a salvaguardar la historia, tradición y costumbres mexicanas.
“En los coros se han encontrado instrumentos europeos que llegaron a México a mediados del siglo XIX, sumándose a los que se utilizaban en la iglesia, como los sacabuches —un tipo de trombón— y algunos saxofones no muy distintos de los que se usan ahora, además de los órganos tubulares, como el de San Jerónimo (Tlacochahuaya), en Oaxaca, reconocido mundialmente”.
El catálogo del musicólogo Aurelio Tello da cuenta que la Catedral de Oaxaca resguarda una gran cantidad de materiales de “música virreinal mexicana, tan bien compuesta que ahora estas partituras causan mucho interés en instituciones extranjeras y latinoamericanas”.
Dicha proliferación musical se demuestra en la variedad de géneros tradicionales que hay en toda la República.
Algunos más se difunden nacional o internacionalmente, como el son jarocho, la música de mariachi u otros que se han quedado en pequeñísimos lugares, como la canción cardenche en la zona de Sapioriz (Durango).
El volumen Bandas de viento en México (de la Colección Etnología y Antropología Social, Serie Testimonios) consta de doce capítulos que muestran un panorama general de la historia, transformación nacional y regional, y el significado en diferentes épocas de estas agrupaciones.
La obra inicia con Las bandas militares de música en México y su historia, de Rafael A. Ruiz Torres, maestro en Historia por la Escuela Nacional de Antropología e Historia, quien resume cómo la guerra se convirtió en medio de propagación de las bandas de viento, como una forma de transculturación forzada, primero en Europa y, a partir del siglo XVI, en todo el mundo a través de la expansión de la economía de ese continente.
Su papel fue relevante durante la Conquista, lo mismo que en el arribo al suelo mexicano de los ejércitos del siglo XIX, con las bandas de música francesa, belga y austriaca, portadoras de nuevos instrumentos y de la vanguardia en música militar.
El libro incluye: “Presencia de la banda en la historia y el desarrollo regional del sur de Sinaloa en el siglo XIX”, de Carlos Martín Gálvez Cázarez; “Las bandas de música en Morelia, un acercamiento a la música de las mayorías”, de Alejandro Mercado Villalobos; así como “Música y ciudadanía en pueblos indígenas: los cuerpos filarmónicos en la Sierra Norte de Puebla, 1876-1911”, que se refiere al periodo de estabilización del “liberalismo popular” en la región, según menciona la autora, Ariadna Acevedo Rodrigo.
“Guardianes de la tradición: la Banda de Tlayacapan, Morelos” es la aportación de Alexander Gums; figura la investigación de Soledad Hernández Méndez sobre “El arte de aprender, ser músico y hacer música en comunidad”, y la realizada por Ignacio Márquez Joaquín y Georgina Flores Mercado, sobre la Banda Sinfónica P’urhépecha.
Incluye indagaciones sobre la transición de las bandas, el planteamiento de nuevos ritmos como resultado de procesos emanados desde centros urbanos, de reformas y contrarreformas agrarias, migración o nuevas tecnologías, entre otros temas.
La publicación se presentó en la Feria Internacional del Libro de Antropología e Historia, que hoy concluye en el Museo Nacional de Antropología.
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