domingo, 18 de julio de 2021

Género y acción en “El alma y la danza” de Paul Valéry


Por: Margarita Tortajada Quiroz

Todo libro es un éxito en sí mismo. Lo es porque vence las resistencias de la burocracia y la carencia de presupuestos. En este caso, fueron vencidas por una editorial independiente (in Fluir Ediciones), que se ha concentrado generosamente (gracias a Fabián Guerrero y Johana Segura) en una labor necesaria para la danza.

Todos hemos oído hablar de este libro en el campo dancístico, pero ahora lo podemos tener en nuestras manos. Lo he vuelto a leer más de veinte años después (claro, desde otra mirada) y recomiendo que todo el mundo lo conozca y lo disfrute.

Me parece que es necesario aclarar de qué danza está hablando Valéry: de la escénica, es decir, la que implica una formación disciplinaria y académica del cuerpo, y  que además, tiene una vocación artística y está dirigida para la mirada de los otros (los/las espectadoras). Así lo comprobamos cuando Sócrates afirma: “¡Qué precisión en estos seres que estudian para usar tan afortunadamente sus agraciadas fuerzas!… ¡Miren eso!… La más delgada y la más absorta en la precisión pura… ¿Quién es ella?… Es deliciosamente firme e indeciblemente flexible… Ella cede, extrae y restituye la cadencia con tanta exactitud…” (p. 15).

Hay que aclarar también que Valéry sólo se refiere a bailarinas. La única mención que hace de un varón es Netarión, “el pequeño bailarín, que es tan feo” (p. 17). Nos habla de nueve bailarinas y de otra más, “la Reina del Coro” (p. 17). Es decir, nos está casi describiendo a una compañía de ballet, que tiene un cuerpo de baile, una primera ballerina y un… bailarín feo.

Haciendo un ejercicio de imaginación, puedo ver a Sócrates, Erixímaco y Fedro como tres caballeros franceses que conversan en un palco de la Ópera de París, mientras se desarrolla una función. Sus comentarios y reflexiones así lo apuntan. Sus juicios sexistas también. Y lo son porque no le dan espacio a los hombres en la danza, y sólo las mujeres se muestran en el foro cumpliendo su “función” de deleitar a estos caballeros.

Esto último es intrigante, pues El alma y la danza fue publicado en 1923, catorce años después de que debutaran los Ballets Rusos de Diaghilev en París (1909), cuando los varones recobraron una posición importante dentro de la danza escénica occidental, con grandes figuras como Vaslav Nijinsky.

En las primeras páginas de El alma y la danza, Paul Valéry, en voz de Sócrates, Fedro y Erixímaco, descorporiza a la bailarina. ¿Será que este filósofo no sabe nada? El sustento de la danza es el cuerpo mismo, así que ¿cómo es posible que la bailarina sea no cuerpo? Así llama Sócrates a Athikté (p. 22): “cosa sin cuerpo”; Fedro le dice “pequeña ave”; Erixímaco, “algo sin precio”. Además, la comparan con un templo, con una obra divina, un milagro, modelo de pureza, modelo universal, un misterio guiada por figuras. Más tarde le dirán fuego incandescente, energía inagotable.

Me parece que Valéry, además de seguir el procedimiento de reflexión mediante preguntas y respuestas para profundizar en su objeto de estudio, en este primer momento está señalando algo fundamental: la danza tiene dos dimensiones. La primera es la corporal, la que se refiere a la operación del cuerpo, al orden del movimiento, al control, la disciplina hecha carne, el rigor de la técnica que acaba imponiéndose para dar libertad.

Erixímaco, como buen médico, casi nos da una clase de anatomía para referirse a esa dimensión operativa del cuerpo. Nos habla de soportes, impulsos, músculos y huesos, y claro, del dolor: de lo concreto y material. Incluso señala, como conocedor de los secretos de la medicina, de las lesiones de las bailarinas y de los malestares “misteriosos” (como celos y pasiones).

Sócrates habla de la fuerza (o sea, de la operación del cuerpo tecnificado) y califica a la bailarina como “un monstruo de tal fuerza y rapidez. Hércules transformado en golondrina”. Erixímaco se refiere a ella como un insecto, cuyas alas “sostienen indefinidamente la fanfarria, el peso y la valentía” (p. 31).

La segunda dimensión, la que enfatiza Valéry en las primeras páginas es la imagen que proyecta ese cuerpo, ese “templo”. Es la apariencia, es la percepción del que mira, del que posee esa imagen. Es el sueño, es la revelación. Esa “cosa divina” que es la bailarina, o mejor dicho, la imagen de la bailarina, no sólo la convierte a ella en diosa, sino al espectador en casi un dios. ¡Qué grandeza de esa mujer en movimiento: se transmuta a sí misma y permite la transmutación de los demás! Para lograrlo ella misma se convierte en movimiento: deja de ser.

El hecho de que Valéry señale la capacidad de transformación y de hacerlo con esa claridad, toca, sin mencionarlo, otro aspecto de la danza: el político, o sea,  la fuerza, la resistencia, el poder. Resulta que ese poder es compartido: la bailarina como imagen que transforma y el espectador que posee, que domina esa imagen, mientras que ella “se debate en la telaraña de nuestras miradas, como una mosca capturada” (32).

Incluso, el espectador desea esa imagen (o sea, la posee política y eróticamente), pues la “acaricia con los ojos”, la “devora con los ojos”, y lo hace de manera “legítima”, dice Erixímaco, pues es “compatible con el mecanismo de los mortales. ¿No somos acaso una fantasía organizada? ¿Y nuestro sistema vivo no es una incoherencia que sirve, un desorden que funciona? Los acontecimientos, los deseos, las ideas, ¿no se comparten dentro de nosotros de la manera más necesaria y más incomprensible?” (p. 30).

Pero esa bailarina no sólo baila para los demás, para la mirada y el deseo de los otros, también lo hace para ella misma. Incluso cierra los ojos para vivir la intimidad del momento y “estar sola con su alma” (p. 26) y “fuera de todas las cosas” (p. 56).

Precisamente ese acto de poder, de dominio de esa imagen (o sea, de ese cuerpo carnal de mujer real convertido en un destello) es “socrática” (p. 24), porque con sus movimientos enseña a los tres personajes y a todo espectador y espectadora a “conocernos un poco mejor a nosotros mismos”.

Y así es. Ese es otro poder de la danza y del arte. Es un reflejo, es un lugar de verdad, de realidad construida con sus propias reglas y que nos habla a todos. Nos hace más humanos, pues, como señala Erixímaco: nos regresa lo que hemos perdido sin siquiera saberlo en la ruta de la vida. Fedro menciona que esa imagen danzante borra de la tierra toda estupidez. Sócrates habla de la Razón incluso, de las Leyes augustas: leyes que tienen “la intención de manifestar a los mortales cómo lo real, lo irreal y lo inteligible se pueden fundir y combinar”, claro, por el poder de la bailarina (o de las Musas, como él dice) (p. 20). En términos claros de los y las bailarinas, se refiere a la unidad de hacer, sentir y pensar, en la plenitud de la danza que nos lleva al placer, pero también al conocimiento.

Más adelante Valéry habla de coreografía, claro, sin mencionarla. Hace referencia al tiempo, el espacio, el peso, la música, las dinámicas de movimiento; menciona la derecha, izquierda, adelante, atrás, arriba, abajo, los trazos, los pasos; nos habla incluso de dramaturgia, de la creación de “suspenso de respiros y corazones”, de la espera, del ensamblaje, la ruptura y la soldadura.

Llega el momento de preguntarse ¿qué es la danza? y las respuestas que ensayan son “la danza misma,” o sea, lo que se ve. Otra más es que la danza representa, o sea que está en los sujetos. La concluyente es definirla como antídoto al “aburrimiento de vivir”, a la realidad implacable, cotidiana, aplastante. Antídoto porque es la manera de embriagarse “por las acciones”, o sea, por el hacer, la praxis. “Nuestros actos, en particular aquellos que ponen a nuestro cuerpo en movimiento pueden llevarnos a un estado extraño y admirable… Es el estado más alejado de este otro triste estado, en el cual dejamos al observador inmóvil y lúcido que imaginamos después” (p. 45).

Valéry plantea la libertad de juicio versus libertad de movimiento; movimiento ordinario y extraordinario; ve a la danza como la forma más refinada del movimiento, pero sobre todo, lo compara con el fuego, con la llama que arde, como metáfora del “momento mismo” (p. 48). Para mí es muy claro que se refiere al presente, al que transcurre ahora mismo, al que vive de manera plena (el hacer, sentir y pensar). 

Eso hace a la danza tan verdadera, tan vibrante, pero al mismo tiempo tan “evasiva y orgullosa de la más noble destrucción” (p. 48): es para desaparecer, para dejar el tiempo y el espacio, para desvanecerse. O sea, es la vida. Sócrates le llama alma, cuyo único objeto perpetuo es “lo que no existe: lo que era, lo que ya no es; lo que será y no es todavía; lo que es posible e imposible”, pero nunca lo que es.

Pero esa danza deja huella, marca, transforma, repercute en los cuerpos de la bailarina y de los espectadores, les da un momento de comunión, de humanidad y hace “brillar ante nuestros ojos lo que hay de divino en un mortal” (p. 47).

¿Y cómo se percibe esa danza? ¿Siempre es igual? Sócrates dice que puede haber un momento en que la danza se nos muestre como algo absurdo, que la bailarina puede aparecer sólo como “una demente, una mujer extrañamente desarraigada que desgarra incesantemente su propia forma” (p. 34). ¿Cuál es el motivo de esto, que algo tan sublime se convierta en algo extraño? Pues sí: es la razón, la razón con mayúsculas, la cual a veces “parece una facultad del alma que no entiende en absoluto a nuestro cuerpo” (p. 35). Pero éste, al bailar, permite que se conciban cosas y recuerdos, que se encuentren claridades, o sea sabiduría.

Así que la danza es autoconocimiento y conocimiento compartido, es vida presente, es cuerpo pleno, es alma divina.

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Este texto fue leído por la maestra Margarita Tortajada en la presentación de este libro, en la Feria del Libro Teatral que se llevó a cabo en el Centro Cultural del Bosque.

Texto tomado de Fluir. Revista mexicana de danza contemporánea.

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