miércoles, 2 de febrero de 2022

Apuntes sobre los “Apuntes de un chelista itinerante”



Por: Iván Martínez

Álvaro Bitrán (Santiago de Chile, 1957) es conocido por ser el violonchelista del Cuarteto Latinoamericano, ensamble fundamental de nuestra música de cámara que este año cumplirá 40 años de vida. A lo largo de los años, ha sido también un pedagogo dedicado y ha podido llevar una carrera paralela como solista, habiéndosele escuchado como concertista o en otras alineaciones camerísticas; sobre todo en dúos con piano, terreno en el que ha grabado varios discos que han ido dado cuenta de los intereses personales que lo definen más allá de la personalidad propia que ha creado con el Cuarteto (Bach, Gutiérrez-Heras, Márquez, Piazzolla… Bruch y Chopin, entre otros).

En esa personalidad propia, también tiene una vena de escritor de la que supe desde los tiempos de la revista L’Orfeo, donde le publicamos varios relatos a lo largo de su existencia, y que siempre nos enviaba con entusiasmo y generosidad, por el simple gusto de compartirlos: recuerdo especialmente uno sobre la visita del Cuarteto Latinoamericano a una cárcel federal en Guanajuato como parte de las actividades de un Festival Cervantino, la remembranza que escribió cuando murió su maestro, el legendario Janos Starker, en 2013, o uno muy personal alrededor de la Sonata de Cesar Frank: “una de las indispensables en mi vida”, pero que “evito escucharla con frecuencia, ya que tiemblo ante su poder para desatar tormentas intensas —y no siempre placenteras— en el centro de mi pecho”.

En noviembre pasado, la Editorial Universitaria de la Universidad Autónoma de Nuevo León presentó una recopilación de textos suyos. Y lo he comenzado a leer apenas en estos días nuevamente aciagos y que parecían iban a ser los de los primeros conciertos del año, que volvieron a cancelarse; ha sido mi rescate.

Su título no puede ser menos preciso y elocuente: Apuntes de un chelista itinerante (UANL: Colección Música, 2021). Son en total 54 textos breves reunidos en lo que, en su prólogo, el crítico Juan Arturo Brennan define como un mosaico, un rompecabezas muy entretenido de la autobiografía —no lineal, ni formal— de este chelista, cuya vida ha girado en torno a la vida en cuarteto. Y también, correctamente agrega, una lección de música. Amplia y simpática. Algunos son breves ensayos, otros son sencillas anécdotas, hay verdaderos artículos de estudio, mucho material para sus futuros biógrafos (y para los musicólogos estudiosos del Cuarteto Latinoamericano); mucha información digerible para estudiantes de chelo, otros músicos, todos los melómanos, los entusiastas de las biografías; e incluso poesía.

Como yo he dicho de algunas de sus grabaciones, y se intuye que un artista no puede separarse en dos cuando es un comunicador a través del sonido de cuando lo es a través de las palabras, es una expresión narrada muy sincera de su vida —no solo la artística, pues hay pasajes familiares que, aunque aderezados por la música que le ha acompañado siempre, no siempre son protagonizados por ella— y de su ser. Hay en sus palabras una sinceridad que puede ser amorosa, cordial y graciosa, pero también vulnerable; y el conjunto termina siendo llevadero, agasajador; y un respiro necesario en estos tiempos que, como lector, como melómano y como su oyente le agradezco.

Lo que se incluye comienza desde pasajes infantiles como su primera audición, cuando entró a los seis años al Conservatorio Nacional de Chile tras cantar el himno de Israel y culmina con los viajes del Latinoamericano; pasando por la vez que en su pubertad, una gitana le leyó la mano y le dijo que viviría hasta los 61 años (esa anécdota la escribió a los 62, y hoy tiene 65, por si alguien se quedaba con el pendiente), la primera vez que tocó como extra en la Sinfónica del Teatro Municipal de Río (a los diez años de edad) o la primera gira que hizo con la Sinfónica Nacional de México, debutando en Carnegie Hall (contada alrededor de un par de calcetines).

Están ahí algunas historias del pasado familiar (la de cómo el abuelo Goren llegó a Chile, donde sufrió dos atentados, por ejemplo, y que es conmovedora hasta las lágrimas); como ya mencioné, su relación con el legendario Janos Starker; y hasta un texto donde hace una elucubración de ideas sobre la fama en un texto que va entre identificarse a bordo de un taxi a través de un disco de Julieta Venegas y encontrarse orgulloso en un puesto de piratería del metro Chapultepec al lado de José José, El Buki y Gloria Trevi. En todos, además de la sinceridad, convive el inmarcesible amor por la música y por compartirla, aderezado siempre con tintes —explícitos o implícitos— de agradecimiento a quienes se lo fomentaron.

Al final viene una colección de fotos con méritos propios: están las de cajón, solo y con el Cuarteto, las familiares, con su hermano Saúl, apenas unos niños delante de un camión que anuncia una gira de la Sinfónica Nacional con el logotipo sesentero del INBA, con su madre acompañándole al piano a los 15 años; y varias con su maestro Starker, incluida mi favorita de toda su vida artística, por la sola foto y por lo que implica: aquella de programa que “en un gesto típicamente adolescente, me tomé imitando la suya”.

Foto: Portada del libro Apuntes de un chelista itinerante, de  Álvaro Bitrán/ Crédito de foto: Especial

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