La música española, base y sostén de no pocas de las costumbres coloniales, se vio amenazada por una incontenible ola de música original. Las seguidillas, fandangos y zapateados se convirtieron en gustadísimos jarabes, jaranas y huapangos. Con el correr del tiempo, aquellas danzas y canciones de mestizos, negros, mulatos y “gente quebrada” provocaron la desconfianza, la sospecha y finalmente la abierta persecución. La iglesia condenó acremente todos aquellos cantos provocadores de “lascivas canallescas y las más animalescas actitudes”: jarabes, sones, gatos, rumbas, danzones, habaneras y guarachas cayeron bajo la condena secular. Para evitar una temida corrupción de costumbres, se negó sistemáticamente el permiso para organizar danzas y fiestas.
A pesar de las prohibiciones, “las impudicias de los cantos populares” llegaron hasta los mismos templos; un sacerdote se quejó de cómo al estar oficiando, “el organista atacó con estruendo, en plena elevación, el Son del pan de manteca“. Las medidas represivas para contrarrestar este insultante espíritu festivo fueron enérgicas. En 1779 el virrey Bucareli sentenció a seis meses de cárcel a los músicos que tocaran en las escuelas de danza en donde se aprendían esos sones, y finalmente, en 1800, el virrey Marquina prohibió definitivamente la asistencia a dichas escuelas.
Tal parece que la excesiva vitalidad y sensualidad de las producciones musicales del país propiciaron su mala fama; en 1802 el virrey de Marquina, por medio del Tribunal de la Real Sala del Crimen, prohibió el licencioso jarabe gatuno, declarando que “los transgresores sufrirán pena de vergüenza pública y dos años de presidio”; el castigo ejemplar se extendió incluso a los espectadores, qué sufrirían dos meses de cárcel. Aún así, perseguida, vilipendiada y prohibida, la música mestiza logró colarse en la “sociedad decente” hasta parecer como hemos visto en el lugar de honor: el Teatro Coliseo.
Al iniciarse la Guerra de Independencia, los jarabes, lo mismo que la imagen de la Virgen de Guadalupe, se convirtieron en verdaderos símbolos del espíritu nacional. Inclusive el jarabe llegó a ser adoptado como una especie de himno por las tropas revolucionarias. Algunos de aquellos jarabes o sones famosos como Los enanos, El gato, El palo y El perico han llegado hasta nuestros días en antiguas recopilaciones y aún actualmente forman parte de la tradición popular.
La marquesa de Calderón de la Barca describe de la siguiente manera sus impresiones acerca de los bailes y cantos populares observados durante un paseo por el canal de la Viga realizado en 1840: “En el fondo de una chinampa estaba recostado un haragán rasgando una guitarra, y dos o tres mujeres que bailaban con ritmo monótono, cantando al mismo tiempo al son de la música. Entre otros bailes ejecutaban el de El Palomo, uno de sus favoritos. A pesar de su monotonía, era tan bello el ritmo y las mujeres le cantaban con tal adormecida dulzura, y sonaba la música tan acariciante que me quede en un estado de agradabilísimo ensueño y de perfecto deleite; y sentí tristeza cuando al llegar al desembarcadero tuvimos que regresar al coche a la civilización, sin más recuerdos de las chinampas que unas cuantas guirnaldas de flores.”
Fuente: Moreno Rivas, Yolanda. Historia de la música popular mexicana, Alianza Editorial Mexicana, 1979.
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