Por Mónica Maristain
Nació en Orange, Francia, con los huesos rotos, el 28 de
diciembre de 1962. La osteogénesis imperfecta que padecía le impidió crecer y
apenas alcanzó un metro de altura. Nada de eso importó a Michel Petrucciani, el
gigante del jazz que al lado de Herbie Hancock, Chick Corea y Thelonious Monk está considerado uno de los
mejores pianistas de todos los tiempos.
Hijo y hermano de músicos, creció escuchando puro jazz, no
fue a la escuela y con un soporte especial que le fabricó su padre para que sus
cortas piernas alcanzaran los pedales (un adminículo que luego le fabricó
especialmente la marca Stenway) se convirtió en una súper estrella que supo,
quiso y pudo romper todas las normas pianísticas y ser uno con el instrumento.
Cuenta su tercera esposa y madre de su hijo Alexandre (que
heredó su enfermedad) que lo único que le importaba era la música. Al punto tal
que tocaba dormido sobre el cuerpo de su mujer, con una voluntad instintiva que
lo hizo traspasar todas las fronteras previstas para un ser humano afectado por
una gravísima enfermedad.
Dominar un Stenway es tarea difícil para cualquiera. A
Michel Petrucciani se le iba la vida en ello. A menudo se le quebraba la
cuadrícula, un tendón, alguno de sus huesos de cristal se partía en pedazos
mientras él dejaba boquiabierto al público que caía rendido a sus pies,
venerándolo como al dios de la música que fue durante su corta vida.
Tenía una mano derecha prodigiosa y el violinista y director
de orquesta Lorin Maazel alabó una vez su mano izquierda diciendo que era la
más hermosa del mundo.
No fue un santo. Fue un artista. Su arrogancia y desdén lo
llevaban a herir a veces a los que más quería y del amor a las mujeres hizo una
bandera que agitaba su espíritu entre tormentas sentimentales frente a las que
no dudaba en comportarse como un patán.
“Casi siempre gana mi ángel bueno”, se excusaba Michel y
allí están algunas de sus muchas mujeres para testificar por qué su fuego
proverbial podía iluminar y fulminar al mismo tiempo, en una rueda loca donde
él resultaba la mayor víctima propiciatoria.
Porque no fueron los huesos rotos los que produjeron su
muerte el 6 de enero de 1999, cuando apenas tenía 36 años, sino los desmanes de
una existencia donde las drogas, la falta de sueño, el exceso de trabajo (en
1998, un año antes de morir, llegó a dar 220 conciertos alrededor del mundo),
esa forma que tenía Petrucciani de exigirle a su salud que pagara las abultadas
cuentas que implicaba vivir a su manera, hicieron el trabajo sucio.
No por nada su estándar de jazz favorito era “These foolish
things” (Estas cosas tontas) y no por nada, como buen francés del sur, era
aficionado a las leyendas y a transformar la historia de su ya de por sí
fantástica existencia con exageraciones y verdades a medias que cimentaron
todavía más lo inusitado de su transitar por este mundo.
Con apenas 12 años debutó en un concierto tocando nada más
ni nada menos con el trompetista Clark Terry (fallecido a los 95 años en
febrero pasado) y fue su arte soberbio y exquisito lo que hizo regresar a la
música al saxofonista Charles Lloyd, quien cuando conoció a Michel atravesaba
una profunda crisis existencial.
Veneraba a Bill Evans y su gran empresa fue precisamente
tratar de liberarse de su influencia, algo que logró en los últimos años de su
vida cuando Petrucciani comenzó a sonar como Petrucciani, el pequeño gigante
del jazz que desde 2003 tiene una plaza con su nombre en París.
Un hermoso y largo documental de Michael Radford, que
circula subtitulado en YouTube, permite conocer más la compleja y no siempre
venerable personalidad de Michel. El filme puede obtenerse también en DVD con
la ventaja del libro adjunto que incluye fotografías e información de interés.
Nada de eso, sin embargo, puede reemplazar la experiencia
trascendental de sumergirse en su música, algo que desde ya produce una técnica
pianística casi sobrenatural, pero que condensa y transforma su capacidad
ilimitada para transmitir los más hondos sentimientos que pueden florecer en un
ser humano dispuesto a dejarse llevar hacia todos los abismos.
De Petrucciani no te salvas. No se ha inventado aún la
manera de escapar de semejante tromba sensible, esa inexplicable sensación de
que puedes morir escuchando tocar el piano. Su piano. El piano de Michel.
Mónica Maristain. Es editora,
periodista y escritora.
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