[Este ensayo en homenaje a doña Amparo Dávila (1928-2020) lo escribió el autor como prólogo al libro Árboles petrificados, de la escritora zacatecana que publicara en 2016 Mauricio Bares en su Editorial NitroPress. El texto completo de Evodio Escalante lo reprodujo la revista El son del corazón, del Instituto Zacatecano de Cultura, en su tercer número, cuyo editor y director Víctor del Real nos ha autorizado a publicar un fragmento en esta sección cultural… ]
Sin los reflectores de otras grandes escritoras del medio siglo, como las admiradas Rosario Castellanos y Elena Garro, Amparo Dávila se impone en la escena literaria de nuestro país por el arte riguroso de la ficción, que tiene en ella a uno de sus más finos representantes. “Escribir es una enfermedad incurable”, ha dicho la narradora en una reciente entrevista. Pero esta enfermedad, habría que añadir, la ha cultivado ella con una entrega y una disciplina que muy pocos alcanzan y que se refleja en la impecable maestría de sus textos.
La niña solitaria y enfermiza que ve las primeras luces en Pinos, Zacatecas, un pueblo minero semiabandonado, la niña rodeada de muerte que se imagina a sí misma como una aprendiz de alquimista que sube al monte para coleccionar flores y piedras con las que intentará hacer mágicos menjurjes, la niña friolenta y asustadiza a la que acosan los fantasmas y los sobresaltos del insomnio, que descubre en la biblioteca del padre La Divina Comedia de Dante con el primer beso de Paolo y Francesa y el magisterio simbólico de Virgilio, encuentra en la escritura una forma de diálogo que le atempera la soledad y que le ayuda a convivir con los seres imaginarios que le espantan el sueño y que le hacen compañía en las altas horas de la madrugada.
Si la vida está hecha de encuentros afortunados, sin duda el que la marca para siempre en su carrera como escritora es su amistad con Alfonso Reyes. Amparo Dávila conoce al escritor en San Luis Potosí y cuando se traslada a vivir a la Ciudad de México a mediados de los años cincuenta, al poco tiempo se convierte en su secretaria. “A su lado, en la Capilla Alfonsina —rememora la escritora— aprendí muchas cosas que han sido fundamentales para mi oficio: aprendí a ser libre y no guiada por algún grupo o círculo literario, a no tener más compromiso que conmigo misma y la literatura; también aprendí que la prosa es una disciplina ineludible y comencé a practicarla como mero ejercicio”.
La amistad de Reyes, podría decirse sin exageración, fue la gran beca que necesitaba para encontrar su camino en las letras. Varios años después recibe el estipendio del Centro Mexicano de Escritores, pero para entonces Amparo Dávila ya había publicado, además de sus libros de poesía, con los que se inicia, Tiempo destrozado (1959) y Música concreta (1964), los textos que la consagran como una delicada y consumada artista de la prosa.
Si bien es cierto que recibe en 1977 el Premio Xavier Villaurrutia por su tercer libro de cuentos, Árboles petrificados (1977), lo subrayable es que los lectores y la crítica literaria ya la habían consagrado de modo unánime desde los años sesenta. Los críticos más reconocidos del momento, como Emmanuel Carballo, María del Carmen Millán y Aurora Ocampo la incluyen en sus respectivas antologías del cuento. Sus textos merecen la atención de personalidades tan diversas como Luis Mario Schneider y Eunice Odio, Huberto Batis y Luis Leal, María Elvira Bermúdez y Silvia Molina, Elena Urrutia y Margarita Villaseñor, y, sorpresas nos da la vida, José Vázquez Amaral, profesor en la Rutgers University de Estados Unidos y famoso años después por su titánica traducción de los Cantares completos de Ezra Pound, reseña su primer libro de cuentos en el New York Times.
Lo unheimlich (lo siniestro u ominoso) de Sigmund Freud y la figura romántica del Doppelgänger (esto es, del doble) han sido invocados a menudo por los estudiosos para tratar de explicar la mecánica de sus textos. La referencia al realismo fantástico, Tzvetan Todorov de por medio, ha sido otro de los caballos de batalla con que se ha pretendido encasillar su escritura.
Lo cierto es que estas aproximaciones, que peligrosamente se convierten en esquemas explicativos, recubren a menudo el núcleo vivo de sus textos, añadiendo innecesarias capas de interpretación que acaso ocultan y vuelven invisible lo que hay de más peculiar en ellos. Se diría que la hermenéutica es como el adjetivo: que cuando no da la vida, mata; y cuando no ilumina de lleno, entenebrece, distorsiona y oculta. Por supuesto, la obra precisa y condensada de Amparo Dávila no necesita un mesías de la crítica, sino antes bien la devoción del atento lector, liberado de los lugares comunes y de los prejuicios que a menudo empañan el trabajo y el placer de la lectura.
Una de las mejores narradoras de nuestro tiempo, Cristina Rivera Garza, le rinde a Amparo Dávila un homenaje que estimo tiene dimensiones generacionales, al convertirla en personaje de su novela La cresta de Ilión (2002). Su obra, por lo demás, merece cada vez mayor atención por parte de los estudiantes de letras, tanto en la licenciatura como en el posgrado. Entre los múltiples acercamientos que sus textos provocan, quisiera destacar un ensayo más o menos reciente de la profesora Lidia García Cárdenas, incluido en un libro que coordinaron Gloria Vergara Mendoza y Ociel Flores Flores, Hermenéutica de la literatura mexicana contemporánea (México, UAM-Azcapozalco, 2013)
NTX/EE/VRP/MBS
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