Lolita lleva décadas molestándome. Ha estado ahí, observándome por los espejos, las páginas y las pantallas. Ha estado en la tele, el internet, en los salones de danza y en clase académica. La he encontrado en galerías de arte y funciones de danza. Ahí está, incomodándome la vida, silentemente chupando su chupete rojo. Lamentablemente, sé que no soy la única con esta sensación de que nos persigue Lolita. Somos muchas. Lolita es la pesadilla que nos persigue, y no es por censurar contenido erótico que quisiéramos que se muera, o mejor que ella no se muera, sino el libro: que el personaje Lolita abriera su boca a gritos y que se sumara al movimiento feminista, que Humbert terminara en la cárcel por toda la eternidad compartiendo celda con su creador, Nabokov. Quisiera que Lolita prendiera fuego a todas las copias del libro y todos los reels de las películas y que nos contara la historia de su violación y secuestro desde su propia perspectiva.
Siempre ha estado Lolita en mi vida desde que leí el libro hace 27 años, a los 15 años en la preparatoria, pero acaba de reaparecer en mi vida. Estaba leyendo una serie de denuncias de acoso sexual hacia los maestros escritos por alumnas (muchas de ellas siendo mis ex alumnas) de la Academia de la Danza Mexicana. En un post, una joven relata cómo el maestro le dijo “¿Sabes que eres una Lolita? ¿Por qué no eres una Lolita conmigo?” Me quedé helada al leerlo. Estas palabras encarnaron todo lo que me provoca rabia del gremio de la danza en mi querido país adoptivo, México: los abusos de poder, las relaciones entre maestros y alumnas que se han permitido desde hace años, la cosificación del cuerpo de las bailarinas. El comentario del maestro hace evidente que Lolita no es un libro que se lee objetivamente, sino un concepto que se mete por debajo de la piel y repercute en las acciones de muchos hombres, y que también influye en cómo las mujeres y personas no binarias construimos nuestras identidades y nuestros deseos.
Se puede argumentar y se ha argumentado que es uno de los libros más importantes del idioma inglés, y que en los años cincuenta fue censurado por unos poderes tradicionalistas conservadores por su contenido explícitamente sexual. Que su censura nos quita la libertad de expresión a todos. Reconozco que cuando lo leí por primera vez, pensé que sin duda fue uno de los libros más bellos que había leído en mi vida, por su uso del lenguaje. Siendo una joven escritora y bailarina, Lolita me parecía una obra de arte. Quería escribir con la misma atención a los detalles y la misma delicadeza de Nabokov. Quería escribir con ese nivel de intimidad y sensualidad. Pero inconscientemente, entendía que quería ser como Lolita. Digamos que no lo quería, pero sentía, como muchas, una sensación indescriptible: Si el libro está escrito para excitar al lector y también termina excitando a la lectora joven, ¿qué pasa con ese deseo sexual incómodo pero presente producido por un libro hecho para objetificarte y someterte?.
Leyéndolo a mis 15 años, naturalmente me identificaba con el personaje femenino. De manera subconsciente hacemos eso, identificarnos con la persona que más nos podría parecer en términos de identidad en un libro. Me preguntaba si, según la descripción de Nabokov, era yo ninfa como Lolita. Era joven, delgada, sin mucho pecho, y muy inteligente. Según el libro, las “ninfas” deben sentirse especiales, halagadas, más maduras que las demás. Son niñas inteligentes, poderosas, seguras en ejercer su propia sexualidad. Todo esto se nos hace olvidar de que en realidad son niñas, y hay dinámicas de género, poder y edad que hace que su consentimiento sea en la vida real, imposible. Más bien se nos olvida que los pedófilos que las buscan no son víctimas sometidas por el encanto irresistible de estas niñas, y que tienen una responsabilidad de no entrar en estas relaciones, sean “consensuales” o no. Cómo bailarina me preguntaba por qué no podía ser la musa de algún coreógrafo. No me sentía lo suficientemente bella o “musa” para ser una bailarina reconocida. Parecerse joven, casi infantil, y sexualmente deseable por una mirada hetero-masculina parecía ser un requisito para ser una bailarina exitosa.
Hasta mi maestra de inglés que nos asignó leer Lolita nos dio el argumento de que el libro es una crítica a la literatura misma, mostrando cómo el lenguaje se puede utilizar para hacer ver bella la cosa más terrorífica y tabú del mundo: la pedofilia. Lo creía en aquel entonces, pero ahora como mujer madura, opino de manera diferente. No hay nada tabú en la pedofilia. Al contrario, se celebra y se romantiza en un sinfín de iteraciones de productos culturales que normalizan relaciones desiguales de poder entre hombres mayores y niñas, entre profesores y alumnas. Se celebra la pedofilia.
Lo que el libro me enseñó, la cultura popular me lo reforzó. En mis 20 vi El Amante, luego American Beauty, después Elegy y The Secretary. Antes de leer Lolita, ya había visto “Hit Me Baby One More Time” de Brittney Spears, que tenía unos añitos menos que yo. Entendía que no era tabú ni la peor cosa del mundo que una joven se acostara con un hombre mayor, especialmente su maestro o alguna figura de poder, sino que era deseable, sexy, erótico. También entendía de Lolita, Hollywood, y todo lo que me rodeaba, que mujeres cuarentonas como yo ahora estamos caducadas, fuera de moda, asquerosas. En el libro, la madre de Lolita es un ser inaguantable y no se le siente nada de empatía cuando es asesinada por Humbert.
En mis 20 y 30, estuve en relaciones de pareja con hombres bastante mayores a mí. Siempre me he visto mucho más joven de lo que soy. Creía que éstos me consideraban especial, madura, su igual. Pensaban que mi doctorado y maestría me ganaría algo de respeto, pero en el fondo se les hacía “sexy” mi inteligencia. Era un reto más para conquistar. Pero estos hombres no me respetaban como si fuera su igual. Se sentían poderosos y cultos explicándome cosas, condescendiéndome y tratándome como una niña. Querían sentirse grandes. No me querían tomar en serio. Me harté de sentirme pequeña. Me pregunté por qué ellos no buscaban mujeres de su edad que fueran sus iguales en términos de poder, y por qué no buscaba yo alguien igual a mí. Ya descubriendo mi bisexualidad a los 37 años, me di cuenta de que, aunque hasta en las relaciones homosexuales se puede reproducir varias dinámicas de poder dañinas del heteropatriarcado, ya no quería sentirme como una Lolita.
Es peor aún llevar la dinámica Lolita-Humbert a las academias de danza, los salones universitarios y otros espacios de enseñanza. Cuando estaba en el programa de doctorado, salió que mi profesor de 50 y cacho años estaba en una relación con una de sus alumnas que en aquel entonces tenía 20. (Convenientemente “comenzó” cuando apenas ella se graduó, pero es más que probable que estaban juntos cuando aún era su alumna) El amor es el amor, y el deseo es una cosa loca ilógica (pero también una cosa muy sociopolítica). Pero actuar sobre el deseo cuando hay una relación de poder en medio, crea situaciones peligrosas que no sólo perjudican a la alumna sino a todos los alumnos. A final de cuentas los, les, y las maestres debemos enseñar para servirles a nuestres alumnes, no para sacar provecho personal de elles.
Con el estallido de denuncias dentro de una institución en la cual yo enseñé, siento que la Lolita en mi cabeza está gritando. Está creando una gran fogata. Aunque siento mucho dolor por no haberles podido proteger a mis ex alumnas totalmente como me habría gustado, les siento una inmensa esperanza por su enojo, sus denuncias, y su lucha contra estas dinámicas “Lolita”. Espero que las generaciones que les sigan no tendrán nunca que imaginarse Lolitas ni recibir propuestas de maestros creyéndose Humbert Humbert. Mi Lolita se suma a la marcha con mil otras Lolitas hasta la madre de ser objetos y no sujetos de historias que les quitan el poder.
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